Trece inmigrantes subsaharianos murieron este lunes en el Mar de Alborán. Iban a bordo de dos pateras llenas hasta la bandera y les tocó perder: perdieron la vida, el futuro, los sueños... Todo.
No sabemos sus nombres y habrá quien incluso piense que los muertos bien muertos están por cometer la temeridad de hacerse a la mar en pleno temporal sin saber nadar y sin salvavidas.
Era para que en esta ciudad no se hablara de otra cosa, pero resulta que estos muertos no nos duelen. ¿Y si hubieran sido blancos? Vaya, por Dios. ¿Y si hubieran sido españoles?
Nos estamos acostumbrando a que los hijos del África negra se mueran en pateras o saltando la valla. Esa desgracia ha pasado a formar parte de nuestra rutina. Es normal y no nos afecta. Lo vemos en el telediario y seguimos comiendo como si nada.
Son tan africanos como un melillense, pero están cayendo como moscas. ¿De verdad creemos que los chicos que fallecieron no tenían miedo cuando zarparon las pateras? ¿Creemos que no se les pasó por la cabeza que podían morir, que podía tocarles a ellos?
Ése es el precio que han tenido que pagar por ir a por sus sueños. Ellos, por lo menos, lo intentaron. Hay quien tiene la vida y no sabe qué hacer con ella. Se le va, se le acaba y nunca encuentra un buen momento para vivirla.
Para muchos subsaharianos la emigración es sólo un viaje de ida. ¿Adónde van a regresar? ¿Van a desandar el camino de vuelta, volver a cruzar el desierto para regresar al pueblo sin dinero y vencidos y confesar a sus familias que no es tan fácil como cuenta el vecino?
Cuando uno deja su país detrás lo último que se le pasa por la cabeza es regresar. ¿A qué? Nadie quiere admitir que ha fracasado ni que ha defraudado a quienes vendieron hasta lo último que tenían para que ellos lo consiguieran porque creyeron que podían lograrlo.
No es fácil plantarle cara a lo que no soñamos porque ni siquiera nos planteamos que podía ocurrir. Eso es emigrar. Es como el Gordo de Navidad: una lotería con muy pocas probabilidades de ganar y muchas papeletas para perder... la vida, los amigos, la esperanza.
Tenemos trece muertos y 80 subsaharianos vivos que fueron trasladados al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI). Quienes no soliciten asilo permanecerán allí, de media, unos tres meses. Esta vez la Delegación del Gobierno dice que no los deportará. Después de todo lo que han vivido hay que reconocer que han tenido mucha suerte.
¿Por qué estos sí se van a quedare en Melilla y los otros 55 del salto masivo de octubre pasado no? No lo sé y me gustaría saberlo porque me niego a pensar que el Gobierno decide el futuro de la gente mientras juega a los dados.
Me cuesta creer que estos 80 se quedan porque el Ejecutivo socialista ha tenido en cuenta que son sobrevivientes y ya han sufrido una tragedia lo suficientemente grande como para hacerles pasar por una devolución en caliente.
O quizás sea porque no está claro el marco jurídico que regula el convenio bilateral con Marruecos que posibilitó que los 55 expulsados de octubre tengan vetada la entrada en Europa en los próximos diez años. Suponiendo que logren volver a saltar la valla o subir a una patera, serán deportados automáticamente de cualquier estado de la Unión porque en su reseña policial consta que ya fueron expulsados de España.
Antes veíamos la desgracia en los telediarios. Ahora la tenemos en nuestras playas. Era cuestión de tiempo que la emigración se desplazara a esta parte del Mediterráneo después de taponar la vía de Turquía.
Ya los tenemos aquí. Esto no ha hecho más que empezar. Le vendemos armas a Arabia Saudí y ellos bombardean Yemen y obligan a huir a los yemeníes y a los sudaneses que vienen a pedir asilo a España tras escapar de la guerra. Menudo negocio hacemos con las bombas buenas de Josep Borrell. ¿En serio el negocio con los saudíes nos sale rentable?
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