D esde el comienzo de mi andadura profesional en el campo de la milicia, allá a mediados de los años 70, se me enseñó que los principios fundamentales del arte de la guerra eran tres: voluntad de vencer, libertad de acción y capacidad de ejecución. Con la voluntad de vencer, se manifestaba el firme deseo de imponer la voluntad propia al adversario, como consecuencia de que en esa voluntad propia se encontraba la garantía del bienestar de nuestro pueblo. La libertad de acción representaba y sigue representando la posibilidad de optar entre diferentes posibilidades para obtener el fin perseguido, por decisión propia, sin verse compelido por actuaciones del adversario. La capacidad de ejecución significaba y sigue significando disponer de los medios y recursos necesarios, así como la capacitación técnica adecuada para alcanzar los repetidos fines perseguidos.
De estos principios fundamentales, se desprendían una serie de principios derivados como la necesidad de información, la seguridad, el secreto, la sorpresa y muchos otros.
Nuestra incorporación al ámbito internacional en el campo de la defensa desde mediados de los 80, con la intensificación de colaboraciones con las Fuerzas Armadas de nuestros aliados, la participación en operaciones internacionales y la incorporación a estructuras militares multinacionales, produjo un cambio conceptual en estos paradigmas, amplificando las características de las diferentes posibilidades de conflicto. Los enunciados de esta serie de principios comenzaron a ser menos rígidos y se abrieron a opciones conceptuales mucho más flexibles, que produjeron una nueva definición de principios, incorporando a nuestro léxico el planeamiento por capacidades, la disuasión, el análisis y formulación de necesidades para cada reto, desafío o amenaza a afrontar y todo un entorno conceptual mucho más difuso.
Incluso, en algunos casos, estas nuevas modalidades de definir los ámbitos de actuación de manera más flexible, relativizando la trascendencia de los principios fundamentales, fue puesta en cuestión, ya que, durante algún tiempo (bastante duradero), estos principios, no sólo eran fundamentales, sino que se denominaban inmutables y lógicamente, la mutación de algo inmutable era difícil de asumir.
En cualquier caso, continúan siendo principios nada desdeñables, a pesar de la amplitud y nuevas modalidades de los posibles retos a los que hacer frente. De entre todos ellos, la voluntad de vencer continúa siendo el más relevante y permanente. Sin un deseo firme de imponer la propia voluntad, por considerarla la acertada, conveniente y beneficiosa para los fines que se persiguen, siempre de carácter favorable para los intereses propios, nada de lo demás es prácticamente posible. Y esto es aplicable no sólo a la guerra o los conflictos, sino también a la enfermedad, a las dificultades en general y a los retos de cualquier naturaleza. Se suele decir que el factor más favorable para la sanación de un enfermo es su propia voluntad de sobreponerse a la enfermedad. Sin ella, todo es mucho más difícil.
En el escenario mundial actual, pocas manifestaciones de esta voluntad de vencer más evidentes y contundentes que la del pueblo de Ucrania, por el que, al comienzo de la invasión de su país por parte de la Federación Rusa, pocos concedían expectativas de éxito.
Fue su firme voluntad de vencer, es decir, la de imponer su voluntad al adversario que le había invadido, la que estimuló al conjunto de la comunidad internacional a posicionarse al lado de Ucrania y condenar abiertamente la agresión rusa. No fue a la inversa. No fue el respaldo internacional el que despertó la voluntad de resistir y de vencer del pueblo ucraniano. De hecho, sus líderes venían advirtiendo desde hacía tiempo de que esto podía suceder y nosotros nos resistíamos a admitir esta barbaridad como posible en el siglo XXI. Pues los hechos han dado la razón a los ucranianos y nos la han quitado a nosotros. En este momento, la voluntad de vencer nos corresponde ya a todos. No sólo a los ucranianos. Ellos están en vanguardia y asumiendo en primera línea la defensa de nuestro sistema de respeto a la libertad e independencia de los países soberanos. A nosotros nos corresponde ejercer el esfuerzo de mantener a toda costa la cohesión en el respaldo a Ucrania. El regreso de las Fuerzas Armadas rusas a su país, la liberación de Ucrania y la subsanación de los daños causados por la injusta agresión debe ser el objetivo de todos.
En estos últimos días, se han volcado ciertas acusaciones a nuestro Gobierno de poder hacer más en el apoyo a Ucrania y no seré yo quien desmienta esa afirmación. Siempre es posible hacer más. En mi opinión, lo más relevante de nuestra actuación en este ámbito ha sido y es la falta de claridad y de contundencia de nuestra postura internacional. El fiasco de los carros de combate que, finalmente, no han podido ser puestos a disposición de los ucranianos es sólo un hito en este itinerario de confusión y falta de claridad que no hacen otra cosa que poner en entredicho una genuina voluntad de vencer al agresor. Hace unos días, leí en un diario de Melilla una nueva reflexión sobre la presunta indefensión de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla como consecuencia de no encontrarse incluidas en el espacio de delimitación geográfica del Tratado de la Alianza Atlántica en abril de 1949, treinta y tres años antes de la incorporación de España a dicha Alianza. Nada nuevo bajo el sol. Una reflexión formulada como si la Alianza Atlántica fuera un mapa y un conjunto de botones para activar mecanismos de defensa. Es mucho más que eso. Es una Alianza política de fines defensivos. En el ámbito de la Alianza, tanto en el caso de España como en el de el resto de los países miembros, el primer responsable de adoptar medidas defensivas es el país que recibe la agresión. En nuestro caso, España, es decir, nosotros somos los primeros responsables de actuar en defensa de nuestros intereses si alguna vez se vieran agredidos o atacados. Para ello, nada tan importante e irrenunciable como disponer de una sólida y contundente voluntad de vencer.
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