Opinión

La Vida y la Esperanza

Hoy es Domingo de Resurrección. Conmemora hoy buena parte de la humanidad y entre ella, sin lugar a dudas, una mayor parte aún de la sociedad española, la cristiana, la creyente en la figura y hechos de Jesucristo, un hecho trascendental en la historia del hombre sobre la tierra. La resurrección de Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, que vivió entre nosotros, transmitiéndonos la certeza de nuestra condición de hijos de Dios, que fue crucificado, muerto y sepultado y que al tercer día resucitó de entre los muertos, venciendo a la muerte y proporcionando para siempre, al menos a sus seguidores, la firme creencia de que la muerte no es el final del camino.

Vivimos, no obstante, tiempos recios en los que, nuevamente, se ciernen sobre nuestro mundo incertidumbres e incógnitas que conducen a la angustia y a la ansiedad de tratar de conocer cuál será nuestro porvenir. A las catástrofes naturales o inducidas por la falta de cuidado de los hombres sobre el entorno, se une en nuestros días la materialización de un conflicto armado que está produciendo zozobra, muerte y destrucción en una parte de nuestro continente del que creíamos eliminada la opción del empleo de la violencia como modo de resolución de conflictos entre naciones soberanas. A la vista está que ese objetivo todavía no ha sido alcanzado y aún hay quien prefiere recurrir al empleo de medios violentos como forma de alcanzar sus objetivos personales o políticos.

Se ha puesto cruelmente de manifiesto esta amarga constatación de la realidad a través de la brutal e injustificada invasión de Ucrania tras la previa violación de su frontera internacional con Rusia por parte de las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa. De poco sirven las absurdas justificaciones de que Rusia se sentía amenazada existencialmente o que el Gobierno de Ucrania no era legítimo o estaba siendo utilizado por occidente como vector de propagación de no sé sabe qué peligrosas tendencias neocapitalistas, neoliberales o neofascistas que representaban un riesgo para los países del entorno. Falacias absurdas que, en modo alguno, pueden justificar la masacre de civiles indefensos, sin entrar en la lacerante clasificación entre hombres, mujeres, niños o ancianos. Todas las muertes injustificadas, y lo son todas aquellas que no se produzcan como consecuencia del ejercicio evidente y proporcionado de la legítima defensa o por accidente, son execrables asesinatos.

A pesar de ello, la persistente necesidad del ser humano de aspirar a superar cuantas dificultades se presentan en su camino, nos lleva a buscar alguna explicación a este sufrimiento y a esta incertidumbre sobre nuestro futuro y a encontrar alguna fuente de esperanza que nos permita evitar caer en el fatalismo y en la resignación de que nuestro mundo no tiene remedio y de que todas esas muertes son meras eliminaciones materiales de seres irrelevantes que se interponen en el camino de algunos para satisfacer sus aspiraciones personales. Con todas y cada una de esas muertes se ponen en entredicho el respeto básico a la dignidad del ser humano.

Es por ello preciso aplicarse cotidianamente, hoy es un día especialmente propicio para ello, a la reflexión sobre nuestra condición de seres vivos con percepción, inconsciente pero segura, de trascendencia, de que no todo puede terminar con la muerte terrenal. Los que disfrutamos del don de la fe, tenemos la certeza intuitiva de que los que nos han precedido en este mundo y han encontrado la muerte no han muerto para siempre y volveremos a encontrarlos en una vida eterna que, a nuestro conocimiento humano le está vedado entender o intuir, pero que, sin duda, nos aguarda. Los que creemos en esa vida eterna que trasciende nuestra realidad actual y que la justifica, percibimos nuestra comunicación e interacción con los que nos han precedido en lo que la Iglesia Católica denomina la comunión de los santos. Para el apóstol San Pablo, que se incorporó a la Iglesia de Cristo después de su muerte y resurrección, ésta es la clave de nuestra fe y de nuestra predicación. Sin creer en la resurrección de los muertos vana es nuestra fe y nuestra predicación, tal como dejara magistralmente manifestado en su primera carta a los Corintios.

Así lo reconocemos también nosotros cuando repetimos las palabras del canto eclesial que nos hace reflexionar sobre el hecho de que “la muerte no es el final del camino, que aunque morimos no somos carne de un ciego destino” o cuando encomendamos a los que nos han precedido en la muerte con la fórmula empleada en los actos castrenses de “que el Señor de la Vida y la Esperanza, fuente de Salvación y Paz eterna, les otorgue la Vida que no acaba en feliz recompensa por su entrega”.

Frente a los que vienen a imponernos un mensaje de destrucción y de muerte, de oscuridad y de tinieblas, de aniquilación de la vida humana como si de un recurso material más se tratase, desprovisto de cualquier clase de dignidad propia de los seres humanos, superiores a la mera materia o al propio mundo animal irracional, propongamos nosotros el mensaje que hoy se ofrece a toda la humanidad a través de la conmemoración de la resurrección de Jesucristo, el mensaje de la Vida y la Esperanza.

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