Durante la sesión plenaria del Congreso de los Diputados de esta semana, el diputado del Partido Nacionalista Vasco, Íñigo Barandiarán, comenzaba una intervención haciendo referencia a una cita de San Juan de la Cruz. Aquella que reza: “Al atardecer de la vida nos examinarán del amor”. Curiosamente, la cita, mencionada por el diputado al menos en dos ocasiones, pretendía poner en cuestión la postura del Grupo Parlamentario VOX en contra de la Agenda 2030. Se desprendía de dicha intervención que la postura crítica de VOX con respecto a la Agenda 2030 venía motivada, sustancialmente, por una falta de amor de este Grupo hacia los que sufren.
Al oír estas imputaciones indirectas o veladas, a mí me vino a la mente el versículo 32 del capítulo 6 del Evangelio de San Lucas en el que se reproducen las siguientes palabras de Jesús de Nazaret: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman”. Recomiendo la lectura completa del texto evangélico en los versículos anteriores y posteriores al citado. Es curioso ver, durante los debates parlamentarios de esta legislatura, de manera notablemente superior a lo sucedido en legislaturas precedentes, cómo, reiteradamente, algunos grupos parlamentarios se atribuyen el derecho de definir a quién se debe respetar y a quién se debe aborrecer. En mi opinión se debe de respetar a todos. Se deben debatir los argumentos de los que se discrepa, con la mayor contundencia con la que las propias convicciones aconsejen, pero siempre se debe de respetar, incluso, en palabra de Jesús de Nazaret, amar a los que no te aman y por ello no te respetan. Si hacemos eso venceremos no sólo sus argumentos, de los que podemos discrepar, sino incluso su odio.
En una charla informal con amigos, esta semana, hemos intercambiado puntos de vista sobre el fenómeno de la violencia en la política, remitiéndonos, concretamente, a la violencia verbal. Esa que, como digo, desgraciadamente, tanto se va imponiendo en la vida parlamentaria, pero no sólo en dicho marco. Lamentablemente, trasciende a los muros de las Cortes Generales y se esparce por muchos ámbitos de la sociedad, llegando, incluso, a alterar el ambiente cordial que debe presidir las reuniones o intercambios de pareceres entre amigos e incluso los encuentros familiares. Entre las causas para la existencia de esta creciente violencia verbal se apuntaron diversas, tales como el anonimato de las redes sociales, que envalentona a quien quiere ofender, la necesidad de tener eco mediático, para lo cual se requieren actuaciones agresivas (lo que se llaman los zascas), los famosos algoritmos que permiten que te ratifiques en tus convicciones haciéndote creer que la mayor parte de la gente piensa como tú y te ocultan los argumentos de los que piensan lo contrario, a fin de fidelizarte en algún entorno mediático y por último, la falta de respeto a la verdad con fines sectarios, aun a sabiendas de que no se está diciendo la verdad, o, al menos, toda la verdad y la falta de respeto, lisa y llanamente, hacia las personas que piensan lo contrario que tú.
En mi opinión, todo eso es correcto, pero esconde realmente el principal motivo para el crecimiento de estas actitudes verbalmente violentas. A mí me parece que la paz social y la convivencia no están suficientemente valoradas. A mi juicio, una sociedad que no valora como bien supremo a defender la armonía, la convivencia y la necesidad de vivir en paz unos con otros, está condenada a poner por delante los intereses sectarios de un grupo o de otro y a sacrificar ante ellos los intereses generales y por esa deriva ponerse en camino de su autodestrucción. Ha caído en mis manos, recientemente, un libro de Emilio Baltar, de la editorial Gota a Gota, cuya lectura recomiendo y que lleva por título ‘Julián Marías, la concordia sin acuerdo’. El legado filosófico de Julián Marías nos induce a segregar discrepancia de discordia y nos conduce a hacer posible la discrepancia desde la concordia, en el entendimiento de que, como él decía, “no existe una perspectiva única de la realidad, la perspectiva, para ser real, exige la multiplicidad”.
Rindamos culto, pues, al valor supremo de la convivencia y no la malogremos en beneficio de los intereses de unos pocos o de unos muchos que prefieran tener razón y salirse con la suya, aunque sea a costa de sacrificar la normal y pacífica convivencia con muchos de sus conciudadanos.
Esta semana, el pleno del Senado ha debatido y aprobado la denominada Ley de Memoria Democrática, que viene a significar un giro de tuerca más en la ruptura de los consensos de la Transición, que dieron lugar al período de convivencia más prolongado de los últimos siglos en nuestra nación, ruptura que comenzó con la denominada Ley de Memoria Histórica, que, so pretexto de resarcir a los que habiendo sido víctimas de atropellos durante la Guerra Civil y durante el período posterior a la misma hasta la llegada de la democracia, no lo hubiesen sido, promovió un proceso de revisión histórica sobre lo acaecido en nuestra nación, prácticamente desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, para colocar a unos en el lado bueno de la historia y a otros en el malo, a fin de obtener ventaja previa en el debate político de nuestros días. Yo creo que esa ventaja previa, que ha funcionado durante un cierto tiempo, está llegando a saturar a los españoles, que ven cómo, en la defensa de intereses sectarios (de parte), nuevamente se ponen en juego los consensos básicos sobre la base de los cuales hace más de cuarenta años construimos los pilares de nuestra convivencia pacífica actual. Creo que es el camino equivocado, que los españoles, especialmente los jóvenes, están muy cansados de ese inagotable retorno a los desencuentros de nuestro pasado y que cada día más anhelan la paz entre diferentes, el respeto al discrepante y en suma el culto al supremo valor de la convivencia.
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