C onmemoramos estos días, los cristianos en particular y el mundo, en general, el nacimiento de un niño hace más de veinte siglos. Se trata de Jesús de Nazaret, Dios para unos, profeta para otros y personaje histórico singular para todos. Su biografía y los hechos que durante su vida se produjeron han sido, quizás, los más reproducidos por los creadores de todo tipo de actividades artísticas (pintura, escultura, literatura, artes escénicas, etc.) a lo largo de la historia y lo siguen siendo a día de hoy.
Hace unos años cayó en mis manos un relato que poco tiempo después supe que se trataba de la predicación de un pastor protestante de la Iglesia Bautista, pronunciada en 1926, en Los Ángeles, en los Estados Unidos de Norteamérica. El Pastor se llamaba James Allan Francis y el relato, que se puede encontrar en Internet bajo el título de “Una Vida Solitaria”, dice lo siguiente:
“Nació en una remota aldea, hijo de una campesina. Creció en otro pueblo, igualmente remoto, en donde trabajó en un taller de carpintería hasta los treinta años. Después, durante tres años, fue predicador itinerante. Nunca creó una familia ni tuvo una casa. Nunca residió en una gran ciudad. Nunca se separó más de 400 kilómetros del lugar en el que había nacido. Nunca escribió un libro ni tuvo una oficina. Nunca hizo ninguna de las cosas que normalmente conllevan la fama.
Mientras todavía era joven, la opinión popular se volvió contra él. Sus amigos lo abandonaron. Fue entregado a sus enemigos y sometido a un juicio humillante. Fue clavado en una cruz entre dos ladrones. Mientras moría, sus ejecutores se rifaron la única propiedad que tenía, su túnica. Cuando estuvo muerto, lo bajaron de la cruz y lo enterraron en una tumba prestada.
Han transcurrido más de veinte siglos y hoy es el personaje central para buena parte de la humanidad. Ni todos los ejércitos que alguna vez actuaron, ni todas las armadas que navegaron, ni todos los parlamentos que legislaron, ni todos los reyes que reinaron, puestos juntos, han influido en la vida del hombre tanto como esta vida solitaria”.
Si tenemos en cuenta las dificultades existentes en la época en la que vivió Jesús para divulgar las noticias en relación con lo acaecido en alguna parte de aquel pequeño mundo y más aún si tenemos en cuenta la trascendencia que, con posterioridad, han tenido los principios reflejados en su legado así como en el que, sucesivamente, a lo largo de los siglos, han ido completando sus seguidores en todos los ámbitos de la sociedad, habremos de convenir en que nos encontramos ante una de las figuras referentes de la historia de la humanidad.
El mensaje de Jesús fue sencillo y dirigido, no a los sabios de la tierra, sino a las gentes sencillas. Se basaba y se basa, igual hoy que ayer, sustancialmente, en hacer conocer a todos los hombres su condición de hijos de Dios y por lo tanto, de hermanos entre todos ellos. Es este mensaje el que nos permite comprender que todos los hombres somos iguales y en el que se basa el principio del amor fraterno y la solidaridad con nuestros hermanos, en especial con los más vulnerables.
Los principios del humanismo cristiano se encuentran en la base de toda la doctrina social que, a lo largo de los siglos, nos hemos venido dando y nos seguimos dando a día de hoy al objeto de hacer de nuestro mundo una realidad cada vez más adaptada a nuestra naturaleza.
A veces, caemos en la tentación de querer hacernos creer a nosotros mismos que no evolucionamos, sino que retrocedemos. Aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Para vencer esta tentación, no hay más que analizar la evolución del bienestar de la sociedad en saltos de 100 años. Las comparaciones con menos perspectiva que esos períodos de cien años, a menudo nos conducen a valoraciones negativas, pero erróneas.
En estas fechas navideñas es bueno reflexionar (todos, cristianos y no cristianos), con la mirada puesta en el futuro, sobre el impacto en nuestras vidas de aquella “vida solitaria” de hace más de veinte siglos.
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