Categorías: Opinión

Una víctima de la intransigencia

El minoritario salafismo en Melilla vuelve a ser noticia, pero esta vez no porque ningún medio nacional como ‘El País’ venga a contarnos lo que los periodistas locales sabemos pero nos cuesta más comprobar o confirmar.  En esta ocasión, no se trata de niños que se niegan a estudiar música, ni de menores que abandonan el Instituto porque no se las deja asistir a clase con la niqab o velo islámico integral que tapa a la mujer por completo bajo un hábito negro.
Se trata de una historia trágica y samgrienta que podría haberle costado la vida a un comerciante del Rastro, Zohair El Hammoutiti, actualmente inválido para seguir regentando su negocio y pendiente de una operación que, por lo privado –si no logra apoyo de la mutua o seguridad social- vendrá a costarle unos 20.000 euros.
Todo el relato de los hechos lo contamos en las páginas del reportaje que abre nuestra edición de hoy, por lo que no ha lugar repetirlo. No obstante, cabe concluir, en esta sección más opinativa, que Zohair El Hammoutiti ha sido víctima de la intransigencia más intolerante y peligrosa, en detrimento de la buena convivencia entre las distintas comunidades de creyentes que coexisten en esta ciudad.
En Melilla existen dos mezquitas de inspiración salafista, que como el malikismo, más común a la mayoría de los musulmanes melillenses, tiene su origen en una escuela sunita, aunque bien diferenciada del wahabismo inspirador del salafismo.
De esas dos mezquitas, una, la llamada Mezquita Blanca de la Cañada, que se creó en el año 2005, practica una interpretación muy rigorista y estricta del Islam. A su corriente pertenecen las familias cuyos hijos no quieren dar música porque la catalogan, como dijera Ben Laden, como ‘la flauta del diablo” o la trompeta de Satán.
Sus seguidores se distinguen no sólo por su larga y espesa barba. No llevan nunca bigote, portan un gorro de lana o casquetes de punto. Bajo sus largas chilabas o túnicas oscuras, llevan pantalones que dejan ver sus tobillos en señal de pureza. Las mujeres, por su parte, visten el velo islámico integral o niqab, especie de hábito negro que las cubre por completo, salvo los ojos, que se esconden tras una rejilla. Llevan también guantes negros que cubren sus manos.
Son minoría pero cada vez se les ve más por las calles melillenses. No obstante, son dignos de respeto mientras no intenten imponer sus principios sobre los que consagra nuestra Constitución de 1978. Como ya he escrito varias veces refiriéndome a este asunto, la libertad religiosa debe existir y es respetable, siempre y cuando no choque con nuestra legislación vigente, porque entonces ya habrá trasgredido todas las libertades admitidas para convertirse en una imposición contraría a nuestras normas, nuestra forma superior de entender la vida y nuestros valores fundamentales.
No es admisible por tanto que los menores se nieguen a dar asignaturas previstas en el currículo de enseñanzas que deben superar en su programa de estudios. Tampoco que haya niñas en edad de escolarización obligatoria que no asistan a los centros docentes porque, lógicamente, no se las deje acudir escondidas tras un niqab que, sin ser en propiedad un burka. es prácticamente lo mismo.
Hasta ahora la comunidad salafista no había entrado en mayor contradicción con nuestro sistema que por los casos, graves, de absentismo escolar. Sin embargo, la denuncia del comerciante Zohair El Hammoutiti representa un extremo nuevo y muy grave, porque de la discrepancia religiosa se ha pasado a la agresión extrema con lesiones que podrían haber hecho peligrar su vida seriamente.
No podemos juzgar a toda la comunidad salafista por la agresión a Zahoir El Hammoutiti, por mucho que los integrismos y fundamentalismos religiosos, del signo que sean, resulten contradictorios y chocantes con la libertad democrática. Pero sí es preciso estar ojo avizor ante una deriva absolutamente contraria al sentido aperturista y pacífico con que la mayoría de los musulmanes melillenses entienden el Islam.
Esa comunidad salafista recela del resto de creyentes islámicos de Melilla, se aparta de ellos incluso en el rezo conjunto del Aid el Kebir. Alimentada por fieles en muchos casos llegados a Melilla desde otros lugares de la Península, encuentra su mejor caldo de cultivo en los mayores índices de paro y falta de formación y cualificación académica que se registran en barrios como el de la Cañada de Hidúm.  No obstante, vuelvo al principio, nada hay peor que generalizar y demonizar a todo un colectivo por el comportamiento lesivo de uno de sus miembros. Ahora bien, las autoridades deben exigir el cumplimiento de la ley y mediar antes de imponer para que los menores pertenecientes a la minoritaria comunidad salafista de Melilla cumplan con la educación obligatoria.  Por lo demás, mientras no agredan ni trasgredan nuestra legislación vigente, podrán no gustarnos pero habrá que respetarlos.
Por ello, el hecho de que el agresor de Zohair, con antecedentes penales y una condena en supenso, pueda estar en libertad bajo fianza, a pesar de la gravedad de las lesiones, resultará posiblemente legal pero no deja de ser extremadamente preocupante.
Del mismo modo, parece preocupante que ni la Asociación de Comerciantes del Rastro ni ninguna entidad musulmana haya acudido en auxilio del comerciante agredido.  Ante hechos como el que hoy recogemos, no podemos mirar a otro lado, no debemos demonizar a todo un grupo por la mala actuación de un solo miembro, pero también hay que ser firme, practicar la solidaridad y utilizar los resortes legales.

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