El pasado domingo 19 de junio tuvieron lugar las elecciones autonómicas en la Comunidad Autónoma de Andalucía con el resultado conocido de 58 escaños para el PP, 30 para el PSOE, 14 para VOX, 5 para Por Andalucía y 2 para Adelante Andalucía, de un total de 109 escaños a distribuir entre las fuerzas políticas concurrentes. Un resultado, hasta cierto punto, sorprendente, habida cuenta de la tradición histórica electoral en Andalucía. Hay muchos factores que se prestan para efectuar un análisis pormenorizado. Desde la inversión de la proporción izquierda-derecha hasta la desaparición de una fuerza incluida de manera potente y solvente en el anterior Gobierno de la Junta, como es la de Ciudadanos, pasando por el hundimiento de las marcas referentes de la izquierda actualmente en el Gobierno de la nación, como PSOE y Unidas Podemos.
Comentando desenfadadamente los resultados en el Congreso de los Diputados con un parlamentario nacional de una de las fuerzas políticas que subieron en representación en el parlamento andaluz, pero que no alcanzó los resultados que esperaba (bastante superiores), calificó el resultado electoral como de inexplicable. Me permití ironizar amigablemente con él diciéndole que no desistiese, que continuase reflexionando sobre las razones para dichos resultados y que, a lo mejor, con un poco de tiempo, conseguía encontrar alguna pista que le condujese a las razones para este significativo cambio en la sociedad andaluza.
Yo creo, en primer lugar, que el Gobierno del presidente Moreno Bonilla ha podido acreditar, en su primera legislatura en el Gobierno andaluz, una buena gestión de la que se ha beneficiado la Comunidad y sus ciudadanos, transmitiéndoles algo intangible pero muy relevante, el orgullo de formar parte de una de las comunidades autónomas de España que mejor comportamiento ha presentado, desde el punto de vista económico, social y de bienestar en los difíciles tiempos que a todos nos han tocado vivir.
Frente a los que, desde un extremo y del otro, centran el debate político y por tanto social, en lo que denominan la batalla cultural, la de los principios, la de las creencias profundas de unos y de otros y han esgrimido los argumentos de esta batalla durante la campaña electoral, la ciudadanía ha optado por algo mucho menos ruidoso, por algo mucho más sereno y más moderado. Han optado por una propuesta que no interpreta la relación social entre conciudadanos como una confrontación permanente de carácter existencial entre modelos diversos de entender la vida, sino como un proceso a través del cual se puede avanzar juntos a la búsqueda de un mejor modelo de convivencia en el que todos tengan cabida, independientemente de los sentimientos y la manera de expresarlos de unos y de otros.
Y es que ante la obsesión de algunos por encontrar todos y cada uno de los motivos que puedan dificultar nuestra convivencia y hacer de ellos una trinchera en la cual instalarse para presentar una presunta batalla contra quien se sitúe, alternativamente, en la trinchera contraria, los ciudadanos andaluces parecen haber optado, en esta ocasión, por el respaldo a posiciones que ven a nuestra nación como una nación normal, en la que existen sensibilidades diferentes pero en la que, a pesar de ello, se puede trabajar conjuntamente para ofrecer un futuro mejor a todos nuestros hijos, los de unos y los de otros.
Para ello, mejor que instalarse en un debate inagotable sobre si se ven las cosas de una manera o de otra, el progreso, el real, requiere que se generen las circunstancias en las que la ciudadanía pueda afrontar su vida, la suya y la de sus familias, de una manera digna y acorde con sus preferencias vitales, las que quiera, sin imposiciones de un modelo o de otro.
Ello pasa, como ha dicho el presidente Moreno, por esforzarse desde los más elementales criterios democráticos en asumir que cuando se ejerce el Gobierno, no se ejerce, solamente, para quienes perciben la realidad vital como el que gobierna y por lo tanto a favor de ellos, sino que se ejerce para todos y a favor de todos.
Tal como dijera el presidente Adolfo Suárez en su primer discurso televisivo, el 9 de junio de 1976, se trata de “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal”, es decir que cuando los ciudadanos son capaces de trabajar juntos, desde perspectivas vitales diferentes, en beneficio de proyectos laborales o profesionales compartidos, los políticos deberían de ser capaces de hacer lo propio y no ser un obstáculo para el progreso social por obsesionarse en la imposición de un modelo ideológico o del contrario, sino en dar a la sociedad las mejores condiciones para su avance en un proyecto de convivencia compartido.
Desde esta perspectiva de la acción política, no sobra nadie. Bueno no sobra nadie más que aquél que voluntariamente quiera sobrar, es decir aquél que se enfurruñe y se aísle en su rincón porque siente que no comparte nada y que la única opción posible es que todos hagan lo que él dice.
Y es que la democracia no es una alternancia de despotismos en la que cada cuatro años, el que gana, impone despóticamente su manera de entender la vida, haciendo que los demás lo tengan que asumir o sufrir. Y en este punto no vale decir que, como lo hacen los otros, a nosotros no nos queda más remedio que hacer lo mismo. Es por esta deriva por la que se convierte a la democracia en una alternancia de despotismos, cosa que, como digo, no es.
Los andaluces han proporcionado una respuesta derivada del cansancio de políticas imperativas que pretenden imponer su manera única de entender las cosas sobre principios obsesivamente ideológicos y se han abonado a un proyecto compartido de convivencia. Compartido entre diferentes, pero compartido y quizás por ello, exitoso.
Seguro que pueden existir otras muchas interpretaciones, todas ellas válidas para quien las formule, pero ésta no pretende ser la única interpretación posible, sino, tan sólo una interpretación.
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