La crisis económica ha servido para poner de manifiesto un conjunto de desequilibrios en distintas áreas de nuestra sociedad. Uno de ellos es el coste del mantenimiento de nuestra Administración, no sólo en el aspecto financiero. Es evidente que la situación de las arcas públicas impide conservar el actual organigrama, pero es más patente aún que por encima del ahorro, lo que los ciudadanos demandan es una Administración más ágil. Y, sin duda, a esta petición se sumará la inmensa mayoría del funcionariado, que quiere ver correspondido su esfuerzo con el 'premio' de la satisfacción de los 'administrados', quienes muchas veces se sienten víctimas de una burocracia que les supera. Es cierto, como señaló ayer el consejero Daniel Conesa, que hace unos años había una situación económica que permitía un sistema con una Administración a distintos niveles que se solapaban. Pero antes como ahora, ese despilfarro es absurdo, sobre todo cuando no contribuye al bienestar de los ciudadanos, sino a todo lo contrario. Hoy las circunstancias obligan a acometer un conjunto de cambios que hubiera sido más conveniente llevar a cabo en otros momentos de mayor margen y sosiego. Pero antes de acometer esta reforma a contrarreloj es necesario ser conscientes de que la razón de más peso para esta transformación no es la crisis. En primer lugar, se trata de ajustar la Administración a las necesidades reales de los ciudadanos, y no al contrario. En segundo lugar, es preciso ser meticulosos con el presupuesto que se destina al sector público porque es dinero que no se podrá invertir en otras áreas. Y finalmente, cuando superemos la crisis, no deberíamos olvidar las consecuencias de tener una Administración desproporcionada, no sólo por los efectos que tiene sobre las arcas públicas, sino también porque dificulta que su funcionamiento sea ágil y porque entorpece el desarrollo del país o su salida de la recesión económica en momentos como los actuales.
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