A medida que el año avanza, las trincheras son más profundas. Se acerca el tiempo de urnas y se cavan en todas las direcciones, incluso dentro del propio partido. Se acentúan las acciones de parte y se soslayan la del todo, la de gobierno. En los ejecutivos de coalición predomina reprochar al socio (que además vuelve a ser contrincante) y de vez en cuando arremeter con lo de enfrente. A la oposición le basta con disparar contra todo lo que se mueva; le es más sencillo, baste con afear todo lo hecho por el poder y anunciar la promesa de reparar las grietas causadas por el mismo.
Se ahondan trincheras para que de la ideología se pase a la doctrina del partido, sin ambages, la esencia de la formación política sobre la adecuación de las ideas a la realidad actual. Seguir y combatir a ciegas por los intereses del partido, sin fisuras, ahora que se juega de nuevo el poder; la marca genuina para que no haya confusión, porque ella no tiene parangón. Después, cuando el éxito, el fracaso o, sobre todo, el azar reparta suertes ya se verá si volver a la ideología y adaptarla al destino.
Es la liturgia que domina, la del “belicismo” electoral que desata no pocas pasiones, tensiones, expectativas y decepciones dejando poco margen al tratamiento real de los problemas que constriñen a la gente. Suele ser el espacio de mucho ruido y disparidad de promesas, porque es el tiempo de prometer. Va con el ADN de nuestra idiosincrasia cuando los votos vuelven a ser reclamados y agudizado por la fragmentación de fuerzas, por eso del fenómeno multipartidista.
Y así, en este preludio primaveral tan abrupto y que nos recuerda de los caprichos de un clima que no da tregua se van haciendo visibles los hitos de un año que moverá las bancadas en todos los ámbitos territoriales de la Administración; que renovará, por el resultado alcanzado, las propias estructuras internas de los partidos y que reformulará las acciones políticas allá donde sea necesario mutar y sea condición por gobernar.
Mientras, dos ciudades norteafricanas, españolas y europeas, Melilla y Ceuta, recuerdan de su encaje en la España de las autonomías hace 28 años tras un “parto con fórceps”. Desarrollaron su autogobierno sin cambiar en casi seis lustros su Estatuto; fueron y son más iguales al resto de los españoles, pero siguen bajo esa relativa precariedad en el término que las define y en la capacidad de que disponen.
Difícil es pensar que, dado el nivel de acuerdo y consenso que muestran, especialmente, las grandes formaciones políticas, algo vaya a evolucionar y cambiar por ello. Además, aunque no se nombre, continúa ese halo de sospecha siempre asumido y, en otros tiempos, incluso pronunciado, de la sombra marroquí y que sus posibles “consecuencias” lleva intrínsecas. El futuro es de prudentes, pero también de valientes y, como no, forjado en la generosidad.