Opinión

Tras la mascarilla

Murió gente, mucha gente; inimaginable se presentó el virus con la guadaña a cuestas en una era en el que el país menos pintado ya aspira a habitar la luna, el espacio exterior. La peste negra del siglo XXl arrasó sin compasión dejando perplejo a cualquier vaticinio e hizo burbujear a todos los laboratorios ante un enemigo desconocido e implacable y de origen extraño.

Deambuló la muerte sin piedad y a toda prisa parando la vida y también la forma de vivir. El silencio se impuso, la soledad traumatizada y traumática solo pudo ser paliada por el esfuerzo ingente de muchos y muchas profesionales que lo dieron todo, incluso en tantos casos, su existir. Miles de ancianos acabaron de forma funesta esa de por si complicada vejez y fin del palpitar y fueron historia, oscura historia.

La separación, el aislamiento llevó al confinamiento y este campó a sus anchas frente a la incertidumbre de lo venidero junto a la esperanza en una victoria, a muy alto coste, que al final llegó dejando a mucha gente, muchísima, marcada para siempre.

El trabajar desde casa, el llamado “teletrabajo”, cobró inopinada e imprescindible importancia y llegó para quedarse, pero si algo no se inmutó, por el contrario cobró fuerza, fue el bandidaje. Parece ser que la urgente necesidad, la extrema, provoca que haya quienes no puedan resistir la tentación de ensuciarse las manos y ensuciar, a su vez a las instituciones. Si la corrupción, el pillaje, es dolorosa y repudiable en cualquier momento porque somete, quiebra y decepciona a su vez la confianza de la gente, la que sucede en momentos de calamidad es aberrante.

El dinero público no cae del cielo, sale del bolsillo de la gente común y corriente y a veces, tantas veces, se desagua a las cloacas haciendo de la necesidad, urgente necesidad, fraude de negocio, fraude empresarial, fraude institucional y lucrativo para algunos bandidos y, por ello, delicuencial. Tras la mascarilla, su bandana de última generación en la forma de ingeniería de gestión fétida, apareció, no por Despeñaperros o Sierra Morena, sino por instituciones de variado signo y ámbito.

Empresarios al último grito y de repentina actividad, “gente guapa”, cargos púbicos electos y a dedo, familiares varios de estos, asesores y cualesquiera sean, utilizaron, por lo que se sabe y por lo que no y espera se sepa, a las instituciones volcadas en atender ese arrebato a la vida que se padeció durante demasiado tiempo. Preocupados y preocupadas, indignados(¿?) por como se ha sabido cuando lo más importante y necesario es que se conozca y se depure hasta el final, hasta la última repercusión.

Es por ello, por la sociedad en conjunto, pero especialmente por quienes, muchos, se quedaron en el camino, que la verdad, esa que no se siembra, sino que nace silvestre, se sepa. Que las consecuencias vayan hasta el epílogo, sean quienes sean los responsables por acción, simple colaboración o sospechosa indiferencia, y la asunción de responsabilidades no tenga goteras ni puerta trasera de escape. Todo este turbio asunto ha servido en la práctica para encender el ya encendido frentismo político y sus distintas escaramuzas, pero poco hace más daño que el mercadeo ilegal en el ámbito de la dignidad del sufrimiento humano.

No vale, ni por asomo, aquel tópico de la España pícara y trilera que está en algunos de sus genes, lo sucedido lo sobrepasa y de largo. Alguien dijo que de la necesidad se puede hacer virtud, pues de la calamidad también se puede hacer negocio, y sucio. La codicia es tan antigua como la naturaleza humana que la genera.

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