Tal y como se ha subrayado en el pasaje que precede a esta narración, en la España de los siglos XVI y XVII, respectivamente, al igual que en otros escenarios del Viejo Continente, un número creciente de individuos se hicieron Soldados y ofrecieron lo mejor de sí en los Ejércitos del Imperio; bien, por lo afanes del Nuevo Mundo tras el descubrimiento de América; pero, sobre todo, combatiendo en teatros operacionales como Italia, Flandes, Alemania y otros campos de batalla.
Simultáneamente y como resultado directo de cuantos conflictos bélicos y revueltas implacables concurrían, más la concatenación de incesantes ataques costeros, hicieron jugar un papel crucial a las milicias erigidas en el verdadero nervio de los Ejércitos de la Península. Tómese como ejemplo, el empeño denodado por instaurar una fuerza militar como las unidades derivadas del ‘Ejército Real’, por medio del establecimiento de los ‘Tercios’, con la premisa de vigorizar los presidios de Italia, Portugal y los de las Plazas de Soberanía de Ceuta y Melilla.
Por lo demás, en las construcciones defensivas se empleaba sobre todo tierra, pero no sólo de parapeto, sino como plataforma para ensamblar las baterías de asedio resguardadas por numerosas hileras de trincheras y reductos. Y qué decir, del andamiaje de un asedio, que era la obra maestra de la Ingeniería.
A su vez, para asegurar estas obras que satisfacían el doble perímetro, no quedaba otra que echar mano del brío de los miles de hombres, ante las imponentes extensiones que hacía de los sitios algo verdaderamente costoso, al dilatare durante meses.
“Retrotrayéndome en el tiempo hasta confluir en la plasmación oficial de los Tercios Hispanos, allá a lo lejos, aquellos primeros Tercios, o séase, los Viejos, los de Nápoles, Sicilia y Lombardía, España estaba llamada a salvaguardar sus tierras con hombres íntegros y honrados”
Sin embargo, conforme se sucedían los tiempos, los inconvenientes aparecían tanto entre las huestes asediadas como el sitiador, mayormente por la escasez de provisiones, o las condiciones meteorológicas adversas derivadas del frío, los virulentos contextos sanitarios y el hacinamiento de una proporción elevada de militares, que irremediablemente causaba diversos padecimientos.
Ni que decir tiene, que la praxis de un asedio era un examen de fortaleza física y mental para el asaltante, porque, tal vez, podría ver fracasar la cuantificación de sus integrantes, más que su propio adversario, ante el surgimiento inesperado de enfermedades u otras dificultades. En otras palabras: contingentes colosales podían quedar prácticamente desmantelados, sitiando una ciudad sin apenas acciones agresivas, arrastrando más bajas que si hubiera sufrido una derrota estrepitosa.
Recuérdese al respecto el ‘Sitio de Breda’ (28-VIII-1624/5-VI-1625), retando a los ‘Tercios Españoles de Flandes’ conducidos por Ambrosio Spínola Doria (1569-1630), contra las ‘Fuerzas de las Provincias Unidas’ de los Países Bajos, erigiéndose en uno de los más trascendentes del siglo XVII: las ‘Fuerzas Hispanas’ que cercaron la plaza fueron enormes, al igual que el coste del sostenimiento como el desplazamiento de las miles de toneladas de tierra necesarias para la cimentación de las defensas.
Sin ir más lejos, el gasto descomunal para las arcas ocasionó que ese mismo año y el siguiente, apenas quedase dinero para acometer cualquier operación con el punto de mira puesto en los holandeses.
Con lo cual, no quedó otra que pasar a la defensiva y aunque el asedio acabase en triunfo, podía extenuar los recursos de los estados más prósperos del momento. Además, las nuevas técnicas facilitaban que una urbe relativamente pequeña y provista de fortificaciones abaluartadas, soportase varios meses las embestidas. Obviamente, esto hizo que los asedios de sectores protegidos fuesen bastante espinosos para su conquista, habiendo de conservar para ello a un gran Ejército.
En esta tesitura, no eran pocos los que afirmaban con lógica, que una ciudad bien custodiada y preservada, bastaba para catapultar el poderío de todo un Ejército. Y cómo tal, estos ingredientes dejaban caer en la balanza que para la guerra del siglo XVI no existía una fórmula ideal para la materialización de una ocupación resuelta.
Lo cierto es, que las hostilidades reflejan más irrelevancia en las franjas donde se establecen dichos baluartes, cada vez más escasos, salvo cuando se implanta entre unas Tropas beligerantes y una columna de socorro, como aconteció en la ‘Batalla de San Quintín’ (10-VIII-1557/27/VIII-1557); o la ‘Batalla de Rocroi’ (19/V/1643); o la ‘Batalla de Nördlingen’ (5-IX-1634/6-IX-1634). Amén, que, aun desarmándose al rival en campaña, la victoria permanecía distante, porque todavía faltaban lugares por tomar y el asedio llevaría su tiempo.
En frases de Sebastien Le Prestre (1633-1707), Señor de Vauban y posteriormente, Marqués de Vauban, el gran arquitecto militar del siglo XVII, afamado por su habilidad tanto en el diseño de fortificaciones como en su conquista, decía literalmente: “En los Países Bajos, la pérdida de una batalla suele tener pocas consecuencias, pues la persecución de un Ejército derrotado se prolonga sólo durante dos, tres o cuatro leguas, ya que las fortalezas vecinas del enemigo detienen a los vencedores y proporcionan refugio a los vencidos, salvándose de una ruina completa”.
Queda claro, que un largo asedio representaba un extraordinario derroche de capital, armas, pertrechos, víveres y hombres, más que una cruzada. Si bien, este método de combate era para algunos gobernantes un indicativo de civilización desarrollada, en el que se modulaba un procedimiento bélico sistemático, con potentes requerimientos tecnológicos.
E incluso, los asedios de estos trechos, reunían la afluencia de viajeros curiosos e imprudentes, prestos a contemplar la dimensión de los trabajos, como si se tratara de la apertura de una templo o monumento.
Por lo tanto, el asedio se convirtió en la hechura más habitual y de despliegue en la intervención militar, debido a la influencia del sistema defensivo, tanto en lo que atañe a la guerra de sitio como en la batalla campal. Lo que favoreció el avance de los medios más adecuados, cuya tecnología estaba por encima de las vías ofensivas. Sobre todo, en la materia de las fortificaciones.
De manera, que ciudades y fortalezas fuertemente salvaguardadas, van a ser los puntales de sostén obligados de los Ejércitos, tanto en el acometimiento como en la logística de suministros.
La trascendencia que adquieren las plazas fuertes, su conquista e inmediata defensa, por antonomasia, se transforman en las labores de más peso en las guerras, conllevando que en el siglo XVII las operaciones militares versen en torno a la irrupción y conservación de estos recintos.
Es sabido que los asedios requerían de una planificación esmerada y organización minuciosa, tanto en la ejecución bélica como en el acoplamiento de los abastos imprescindibles para el curso del mismo, que aun habiendo realizado con anterioridad un estudio hipotético, supuestamente se prorrogaba en demasía.
Mismamente, exigía de un esfuerzo sostenido y de amplios conocimientos técnicos de arquitectura y balística, formación administrativa y logística y el talento de la infraestructura necesaria. Una cuestión que no estaba al alcance de los países más destacados. Con ello, militares y políticos entendidos en asuntos bélicos, valoraron los asedios como puntos referenciales principales del arte en la estrategia y un signo de la cultura.
El Arma de Artillería había sido el promotor de la evolución en las modalidades de fortificación, estando en la senda de la modernidad y siendo el tren de asedio turco el que predispuso en 1453 la invasión de Bizancio, o la consumación de la Reconquista como en las primeras guerras de Italia (1494-1498).
No obstante, en el siglo XVI, la arquitectura fue más expeditiva en sus descubrimientos que la Artillería, asumiendo una actuación específica en las batallas campales, concerniendo a su importancia y poca movilidad, cadencia de fuego y fiabilidad, que hacían que no fuera un arma tan segura y efectiva como se esperaba.
Fijémonos en el ‘Asedio de Haarlem’ (11-XII-1572/14-VII-1573), que ilustra un cerco de las primeras fases del conflicto, dentro de una campaña no muy frecuente, al originarse en pleno invierno y estar contenida de una violencia desmedida. La ciudad, al hallarse implícitamente flanqueada por el agua, desafió siete largos meses abastecida por el hielo, valiéndose para ello de unos simples trineos.
Los tormentos de los sitiadores alcanzaron cotas extremas, al no disponer de senderos de abastecimiento y encontrarse en una situación completamente desfavorable, a las que hubo de sumar la contrariedad de no percibir sus soldadas. Algo que descifra su mordacidad y en incontables momentos su aturdimiento. Pese a los automatismos de la Artillería, las tentativas de penetración no lograron el fin deseado.
Es más, el Ejército de Flandes vio truncadas la vida de 4.000 de los 13.000 sujetos desplegados, de los que 800 eran de procedencia hispana, mayoritariamente por las circunstancias perjudiciales de alojamiento y la incidencia demoledora de la estación invernal. Hay que recordar, que en los asedios se demostró la disyuntiva de disparar a blancos fijos, pero, una vez más, el insignificante movimiento limitó la aplicación y su ampliación numérica.
En la transición al siglo XVII, la Artillería de asedio acrecentó su capacidad, a la vez, que se triplicó por cinco, al ser la combinación perfecta para conseguir que una plaza acabase sometiéndose. En cambio, en las décadas de 1560 y 1580, lo convencional radicó en que los trenes de asedio no llegaron a veinte piezas de sitio; aunque, sesenta años más tarde, las piezas superaban el centenar, y sobre todo, eran más poderosas y con un calibre proporcionado, práctico y unificado.
La singularidad territorial de Flandes y la existencia de grandes fosos y masas de agua que circundan las plazas fuertes, obstruyeron los asedios que inexcusablemente precisaban de minas para hacer saltar las murallas e irrumpir en la ciudadela. Algo que el agua lo complicaba demasiado.
En no pocas ocasiones, el hambre se constituyó en la clave desencadenante de algunos asedios, pero, en adelante, la presteza de la Artillería simplificó la demora de las rendiciones.
De cualquier modo, la misión de una guarnición estribó en posponer la conquista de la plaza lo máximo posible, para que cualquier Ejército de socorro impulsara al contendiente a levantar el sitio.
Esta coyuntura no siempre se daba por hecho, fuera porque el asediado era incompetente para congregar a una milicia lo adecuadamente magna como para contrarrestar a su contrincante, o sencillamente, al contemplarse temeraria o inalcanzable la maniobra de socorro.
A este tenor, la decisión quedaba a merced del incomunicado, ya que el enemigo lo aguardaba guarnecido tras las obras de circunvalación y a la expectativa que de un momento a otro la plaza claudicase. Esporádicamente, la partida acorralada procuraba sortear la posición, atacando otro centro de menos entidad que podría funcionar si se desarrollaba con una ofensiva de amagos.
Además, con la perspectiva que los sitiados no serían auxiliados, estos eran propensos a la entrega, no eternizando la contienda más de lo evitable, sobre todo, si los burgueses incidían en poner sus vidas a salvo y que las haciendas se respetaran por parte del nuevo conquistador. Llegados hasta aquí, la ciudad que se doblegase antes que la Artillería lograse abatir el lienzo de la muralla más interior, era respetada, con la servidumbre de renunciar al enclave con sus armas y sin tener que ser prisioneros de guerra.
Detengámonos por unos instantes en el ‘Sitio de Ostende’ (5-VII-1601/16-IX-1604), uno de los más prolongados y feroces de la Historia Universal, para muchos historiadores y analistas equiparado con la ‘Guerra de Troya’. Aun persistiendo más de tres años al enconarse con la intransigencia y severidad holandesa, estuvo favorecido por un contorno reforzado e innovador y evidentemente flanqueado por las aguas.
La desventaja naval española precipitó que los defensores obtuvieran a duras penas refuerzos y racionamientos. A veces, la cuantificación de fallecidos sobrepasó los 100.000, de los que el 20% derivaban de los intensos acometimientos producidos, porque el resto de bajas provinieron de dolencias o condiciones infernales de habitabilidad.
Igualmente, hay que evaluar el ‘Sitio de Arras’ (13-VI-1640/9-VIII-1640), tras dos meses y medio de retraimiento, el Ejército francés teniendo superioridad de activos contendientes y empresas defensivas en las que atrincherarse, ocupó el área con las líneas de contravalación que acorralaban la esfera y los acantonamientos de los sitiadores. Entretanto, el Cardenal Infante quiso aliviar este entorno contraproducente, pero la recalada de los apoyos malogró la estratagema.
Subsiguientemente, desde el período de 1660 hasta la finalización de la centuria, surgen importantes variaciones por Vauban y otros especialistas, que ante otras ideas adaptadas afinan metodologías de sitio, ataque a las fortalezas y envoltura.
Para ello, en el ‘Arte de la Guerra’ se maneja la minuciosidad científica y exactitud matemática: tras el estrechamiento, los sitiadores instalan trincheras en zigzag que enlazan entre sí paralelas, encaminándose al foco más deleznable del recinto y acomodando unos pasadizos seguros en los que ninguno de los cañones agite la trinchera al ser encarada. Conjuntamente, el quehacer permanente de los ingenieros y zapadores prevenidos con parapetos, les concede concretar tareas de acercamiento al circuito amurallado.
La misión finalizaba con la realización de una mina o los cañones de sitio apostados inmediatamente a la barrera, hasta hacer brecha para que la Infantería y los granaderos abordaran la arremetida en masa, atajando unos corredores paralelos y abrigados del fuego enemigo.
“Estos combatientes impertérritos demostraron a todas luces, de lo que era capaz un militar decidido y curtido con la Cruz de Borgoña a sus espaldas y la pica y el arcabuz, esculpiendo su valía que los coronó en lo más alto de la reminiscencia aguerrida”
En vista de lo descrito, esta modalidad acumulaba menos bajas en las filas y los embates alcanzaban más efectividad, confiriendo numerosos triunfos a los galos desde la ‘Guerra de Devolución’ (24-V-1667/2-V-1668); pero, sobre todo, a raíz de la ‘Guerra de Holanda’ (6-IV-1672/17-IX-1678), permaneciendo parcialmente invadida por las huestes francesas.
La intensificación de la Artillería, más el manejo de morteros con proyectiles explosivos e incendiarios y la aclimatación de pericias novedosas de asalto, simplifican los tiempos de los cercos. En los períodos conclusivos del siglo XVII y en no más de un mes, los franceses estuvieron en disposición de arrebatar territorios en Flandes de renombre, con unos contingentes de 30.000 y 50.000 efectivos.
Sintetizado el marco en el que operan distintas fuerzas concéntricas, desde los siglos XIV y XV, discurren innovaciones que instaron a una efervescencia táctica sin precedentes con alternativas en el ‘Arte de la Guerra’.
Ya, en la Edad Media, la Caballería pesada se configuró en la protagonista de los campos de batalla con sus cargas persistentes, quedando la Infantería a su sombra. Toda vez, que la ‘Guerra de los Cien Años’ (24-V-1337/19-X-1453) que en sí se alargó 116 años, 4 meses y 25 días y otras acometividades preponderantes, justifican que la Caballería es superada por la Infantería. Gradualmente, la pica perfilada por una larga y fina asta de madera, habitualmente de fresno o roble rojo y rematada en una diminuta pero mortal hoja de hierro o acero, se vuelve en el arma más común del siglo XVI, hasta que las armas de fuego portátiles prosperan y se aquilatan. Ahora, la Infantería se articula con arcabuces y picas.
Asimismo, en el siglo XVI el acceso continuo de entrada a Flandes era el distinguido ‘Camino Español’, pórtico militar terrestre que atravesaba in extenso media Europa de alrededor de 1.000 kilómetros desde Génova, donde los hispanos anclaban de su periplo por los litorales mediterráneos hasta Namur.
Este derrotero habilita las comunicaciones y la remesa de Tropas por tierra desde Italia hasta los Países Bajos, como una de las herramientas fundamentales y válidas. Tras la ‘Batalla de Breisach’ (18-VIII-1638/17-XII-1638), su cerrojazo vaticina el adiós incuestionable, pero ni mucho menos comporta que los españoles dejen de presentarse en los Países Bajos.
Con la génesis del siglo XVII y la ‘Armada Invencible’ o ‘Grande’ y ‘Felicísima Armada’ de 1588, gracias a la política naval, comenzaron a trasladarse ayudas por mar desde la Península.
Ante el cada vez más enrevesado recorrido a Flandes por tierra, la ‘Monarquía Hispánica’ optó por las expediciones marítimas hacia el Mar del Norte, realizadas por las fragatas de la Armada y sus expertos marinos, que exitosamente cumplieron sus servicios de corso y transporte.
Pero, la gran ‘Expedición Naval’ de Oquendo de 1639 consignada para el envío de Tropas a Flandes y descomponer a la ‘Armada Holandesa’, resultó ser un fiasco que la dejó maltrecha y arruinada, aunque una buena parte de la tripulación logró desembarcar antes de la pérdida de las flotas.
Es conocido que esta fatalidad aparejó la extenuación de la ‘Marina Hispana’, sin que las singladuras entre España y Flandes se interrumpiesen. Pese a que insistentemente se haya descifrado este revés en la ‘Batalla de las Dunas’ (1639), la ‘Batalla de Breisach’ (1638) y la ‘Batalla de Rocroi’ (1643) como los indicativos que puntean el fin en Flandes, en ninguna oportunidad los soldados españoles dejaron de plantarse en los Países Bajos.
Consecuentemente, habiéndome retrotraído en el tiempo hasta confluir en la plasmación oficial de los ‘Tercios Hispanos’, allá a lo lejos, aquellos primeros ‘Tercios’, o séase, los ‘Viejos’, los de Nápoles, Sicilia y Lombardía, España estaba llamada a salvaguardar sus tierras con hombres íntegros y honrados.
Sin lugar a dudas, estos combatientes impertérritos demostraron a todas luces, de lo que era capaz un militar decidido y curtido con la Cruz de Borgoña a sus espaldas y la pica y el arcabuz, esculpiendo su valía que los coronó en lo más alto de la reminiscencia aguerrida.
Los ‘Tercios Españoles’ eran la fusión inigualable del honor, la lealtad a su Rey y la esencia de una ferviente fe católica que les implicaba en la palestra de la guerra, forjados por soldados veteranos a las órdenes de excelentes oficiales; lo que engarzado a sus glorias, revolucionó la doctrina militar como la punta de lanza irreemplazable y una portentosa eficacia organizativa.
Estos eran y continúan siendo los míticos Tercios de Flandes…