Hoy por hoy, Taiwán es una democracia hostigada por la administración autoritaria de la vecina República Popular China, que se vale del recelo, el temor y la ambición para intoxicar a la sociedad taiwanesa y depravar sus organismos. Las maniobras de acoso y derribo en la desinformación que induce Pekín en las redes sociales, más el protagonismo de sus encubridores en el partido político nacionalista chino Kuomintang o KMT y el mutismo de los medios, han calado hondo en el ánimo de la ciudadanía. Sin lugar a dudas, la reunificación con Taiwán es incumbencia, ante todo, de un ejército de bots y trolls en Twitter que empantanan el ciberespacio con engaños subordinando la papeleta, sobre todo, de los más jóvenes.
Y es que, el aspirante Hou Yu-ih del KMT, principal aliado de China, demandaba a los ciudadanos que concurriesen a las urnas a determinar “entre la guerra o la paz”. Esta última, evidentemente, únicamente podría llegar de su mano. En cambio, Lai Ching-te, del PDP, aseguraba que en vez de ensamblar las dos orillas del Estrecho de Taiwán, es imperativo entroncar la sociedad polarizada.
Horas más tarde, podría decirse que los candidatos han vencido, pero igualmente han fracasado. Lai Ching-te ha escalado a la sede presidencial con un amplio margen de los votos: el 40% frente al 33,5% de su principal contrincante, el KMT. Pero los resultados en el parlamento no han sido propicios para el cuadro gobernante. Ahí, el PDP ha malogrado 10 escaños y con ellos la mayoría, mientras el KMT ha conquistado 14 y el TPP, 3. Con lo cual, la diferencia entre las dos principales fuerzas políticas dentro del parlamento corresponde a un escaño en favor del KMT.
A decir verdad, este escenario incierto va a problematizar gravemente la gobernabilidad, y no quedará otra que hacer algunas concesiones que podrían perjudicar a los presupuestos y a políticas fundamentales como defensa, la guerra tecnológica o la lucha contra la desinformación.
Los tres competidores que se han encarado en este proceso mostraban evidentes contrastes expresados en los resultados conseguidos. El PDP, con ocho años en lo más alto, ha obtenido frutos significativos: situar a Taiwán en el punto cardinal de la comunidad internacional y entrelazar una consistente alianza con definidas democracias. Los taiwaneses, con su masivo soporte en la papeleta presidencial, han distinguido estos progresos. La gente de la calle ha declarado su pretensión de continuidad en política exterior.
Pero el KMT ha acaparado la desconfianza. Los cazas chinos quebrantan con asiduidad la mediana del estrecho y las flotas militares prueban un anillo en la inmediación de sus aguas. Apenas tres días antes de la jornada electoral, el expresidente Ma Yin-jeou se desplazó a Pekín para más tarde insinuar: “Tenemos que confiar en Xi Jinping”.
“El resultado plural de las elecciones presidenciales y legislativas recién celebradas en 2024, deberá descifrarse en políticas pragmáticas y consensuadas que tonifiquen y afiancen la democracia taiwanesa”
La controversia iniciada fue desmedida. Nadie desea la unificación o la pérdida de soberanía. Los taiwaneses, si en algo se identifican, es por el apasionado amor que dedican a su libertad y a su engranaje democrático. Pero la amenaza al aumento de posibles tensiones con Pekín ha inoculado una actuación determinante para amenizar la orientación del voto en el parlamento, donde han prevalecido las preferencias más propensas a China.
Con estas connotaciones preliminares, numerosos ingredientes confluyen y tan dificultosos de dirimir son los intereses de las partes implicadas, que el único convencimiento de las elecciones presidenciales y legislativas en Taiwán, es que no se intuye objetivamente qué dirección emprenderá el conflicto en el Estrecho de Taiwán, una vez sea designado el nuevo presidente.
Si bien, lo que nadie prescinde es que el resultado de los comicios podría hacer saltar la chispa de una conflagración superlativa que remolque tanto a China como a Estados Unidos, los dos colosos económicos y militares del planeta, a un conflicto bélico de derivaciones calamitosas en ningún tiempo vislumbradas para la humanidad y el devenir del mundo.
La incertidumbre ha sido inmutable en la región desde que en 1949 el KMT se cobijó en la isla y acaparó el dominio, luego de ser vencido en la guerra por los comunistas de Mao Zedong. Sobrevinieron dos crisis con choques entrecortados en plena Guerra Fría y tras la conformidad del statu quo de un Taiwán independiente de facto, pero no de derecho. Le siguió una tercera en los años noventa, incluyéndose el lanzamiento de misiles chinos, por interpretar Pekín que Taiwán retaba dicho estatus y evolucionaba hacia la independencia. Actualmente, en un entorno totalmente diferente, los equilibrios parecen más quebradizos que en ningún otro tiempo.
Un Taiwán libre y floreciente estima en nuestros días, por encima de todo, su libertad. Aunque su colectividad se encuentre polarizada políticamente, sobre todo, en cuanto a los rumbos por los que debe de transitar la relación con Pekín, el rehúso a integrarse en una China cada vez más belicosa e intransigente. Además, la deriva totalitaria en Hong Kong donde la sociedad ha sido agrietada, ha tenido una conmoción considerable en el sentir público taiwanés.
La expresión de “un país, dos sistemas”, preconcebido inicialmente para Taiwán como alternativa atrayente para la ciudadanía, en tanto que debía salvaguardar las libertades, ha sido una decepción.
La aspiración taiwanesa colisiona frontalmente con la reivindicación del Partido Comunista chino (PCCh) de rescatar el “territorio sagrado” de Taiwán, pese a que su pertenencia a China es comprobadamente debatible. En el discurso de fin de año, Xi volvió a hacer hincapié que “la reunificación es inevitable”.
Taiwán es la parte que queda pendiente en el codicioso “sueño de China” proyectado por el mandatario chino y que tiene puesto en la lejanía de 2049 el contorno de su consumación, convergiendo con el centenario de la fundación de la República Popular. Que Xi esté empecinado de su tarea histórica y que en esa lucha tenga asegurado que no tendrá obstáculo interno tras concluir con el liderazgo colectivo en el seno del partido, no ayuda a esclarecer las dudas de un ascenso del conflicto.
Podemos admitir al PCCh cuando defiende en su argumentación una “reunificación pacífica” que tapone lo que la propaganda oficial denomina “el siglo de la humillación” occidental. China no persigue una guerra porque carece de la convicción de vencer. Y ante todo, su innovación es su prioridad y en ese desarrollo su dependencia tecnológica de Estados Unidos y del universo occidental sigue siendo irrebatible.
Por ende, es sabedora de la intransigencia occidental contra Rusia por su incursión en Ucrania. Pero en dos escenarios esto podría variar. Primero, si Taiwán traspasa lo que Pekín califica de línea roja disponiendo la independencia, marchará a la guerra sin paliativos y sin importarle los resultados. Y segundo, aunque posee otras alternativas como el cerco de la isla, una superpotencia económica y militar al alza como China, podría ocupar Taiwán en el instante que presuma que puede ejecutarlo con éxito y una cota razonable de riesgos y costes.
Aparte de la tenacidad y aguante que Taiwán pudiera mostrar, el principal escollo para China sería el entremetimiento de Estados Unidos en el conflicto. La indeterminación estratégica de Washington de los últimos años es un elemento disuasorio, al no poder China pronosticar la contestación norteamericana. Pero ahora Washington esconde sus propias lógicas para imposibilitar la ocupación de Taiwán por China. No sólo estamos refiriéndonos a la guerra ideológica del siglo XXI entre democracias y autocracias, ni la desglobalización y pugna actual entre la primera potencia del mundo y la que pretende desbancarla de su puesto.
Según diversos observadores, si China alcanza el control de la conocida primera cadena de islas, donde se encuentra Taiwán, hilvanaría su influjo hacia la segunda cadena de islas hasta el baluarte norteamericano de Guam y fragmentar el Pacífico en dos. Y no únicamente eso, igualmente enredaría la maniobrabilidad de Estados Unidos con sus socios regionales, que casualmente tendrían que admitir el tiempo de paz en el Este de Asia, mantenido por el señorío chino que perturbaría el contrapeso en el Pacífico y el orden mundial. En otras palabras: se concatenan el ocaso hegemónico de Estados Unidos en Asia y la conmutación de la supremacía a China.
En esta situación la sociedad taiwanesa es compleja, no existe una parcelación ideológica notoria entre izquierda y derecha y los extremos opuestos políticos son absolutos. Los descendientes de los que vinieron a la isla en 1949 se retratan con el KMT, fuerza de tradición conservadora que no ha estado a la altura de las circunstancias para renovarse y, por tanto, carece de resonancia entre los jóvenes. En verdad, apuesta por el diálogo con Pekín, pero su desmedida proximidad con éste, englobando una alianza integral de cooperación con China que causó un rechazo popular mayoritario, la corriente de los girasoles otorgó en 2016 el empuje al Partido Demócrata Progresista (DPP).
El DPP, de tendencia liberal, amasa el voto más conflictivo contra Pekín, pero resulta crucial percatarse que en ambos partidos intervienen numerosos matices, incluso con rasgos claramente antichinos en el KMT e individuos del DPP que no sostienen la independencia. De hecho, el electorado taiwanés se distingue por suspender a los líderes y los partidos que han puesto el statu quo en riesgo, ya sea por su aproximación a Pekín o por instigar la independencia. Según una encuesta en un medio local, el 46% de los taiwaneses está convencido que a corto plazo se producirá una guerra.
Pese a todo, mientras los taiwaneses conviven con inercia las operaciones de influencia y las penetraciones navales y aéreas de China en su zona, no milita en Taiwán nada semejante a una resistencia numantina como la ucraniana.
Sin reservas, se acomete la desinformación y los ciberataques, hay limitaciones a la estampa china en la economía nacional y la financiación política y mediática, y los medios críticos y la inversión en semiconductores de la República Popular están vigorosamente reducidas.
No obstante, entre el conjunto poblacional la dicotomía es incuestionable, comenzando por unas élites inmediatas a Pekín por las ganancias económicas que el mercado chino les brinda. La falta de unidad es vista como una astenia en el curso de unas elecciones que, tal vez, punteen el futuro en una de las zonas más embarazosas del planeta.
Llegados a este punto, Taiwán ha protagonizado dos prodigios en su escasa historia como estado independiente. El más señalado afecta al aspecto económico: transitó de ser una isla consagrada a la agricultura a una potencia integral en tecnología. Y en paralelo, el fenómeno político: progresó de una mortífera dictadura militar a una de las democracias más virtuosas y translúcidas del continente asiático.
Haciendo una reseña sucinta que ayude a una mejor perspectiva en su panorama, Taiwán, emplazada a unos 160 kilómetros de la costa del Sureste de China y con una dimensión de algo más de una tercera parte de Cuba, fue poblada durante centurias por tribus indígenas y designada Formosa por expedicionarios lusitanos en el siglo XVI. Subsiguientemente, se incluyó en el imperio chino desde el siglo XVII hasta que en 1895 Japón se la anexionó y la rigió en las siguientes décadas.
Tras el descalabro nipón en la Segunda Guerra Mundial, regresó a China bajo el mando del partido KMT. Cuando los comunistas de Mao Zedong obtuvieron la victoria en la guerra civil en 1949, el vencido Chiang y lo que todavía quedaba del Kuomitang escaparon a Formosa, donde se proclamaron como el gobierno legal chino, establecieron un régimen dictatorial y llamaron al país República de China. Si bien, es preciso incidir en varios puntos para desembocar en el desarrollo político y económico que desde entonces ha cosechado Taiwán.
“Taiwán es la parte que queda pendiente en el codicioso ‘sueño de China’ proyectado por el mandatario chino y que tiene puesto en la lejanía de 2049 el contorno de su consumación, convergiendo con el centenario de la fundación de la República Popular de las perplejidades de la guerra”
Primero, como anteriormente referí, el revés del KMT en 1949 se convirtió en todo un shock demográfico para Taiwán, porque en sólo un año hizo incrementar su urbe un 25%. Desde la China continental aparecieron en enjambre a la isla unos dos millones de sujetos, entre ellos, 600.000 soldados. Por aquel entonces, su PIB per cápita era menor a US$1.500, parecido al de algunos estados africanos.
Por otro lado, su economía se orientaba casi íntegramente a la agricultura como legado de la colonización japonesa, que utilizaba a Formosa como un valioso silo para su impulsivo esparcimiento colonial. Pero la producción estaba condicionada: la amplia mayoría de campesinos se desenvolvían como jornaleros y el 10% de los propietarios disfrutaban del 60% de las tierras cultivables.
La dirección de Chiang Kai-shek impulsó en esa década un giro agrario radical en la que sustrajo propiedades a los dueños de más de 3 hectáreas y se las confirió a los pequeños agricultores. Con el aliciente de conservar su propio terreno, los nuevos propietarios invirtieron gradualmente en mejores métodos de riego, componentes mecanizados y fertilizantes.
Así, en el período de 1960 se duplicó el valor de la productividad agrícola de Taiwán, que se transformó en un exportador primordial de azúcar, arroz, plátano y té. A raíz de aquí, con los beneficios de las facturaciones agrícolas, el régimen asentó su eje en la industrialización para suplir bienes comerciados por bienes de elaboración local. El ascenso de la mejora del PIB respondió a la uniforme economía exportadora, que circuló de la agricultura a procesar bienes de consumo. Y para cautivar a los inversores extranjeros, el gobierno gravó las importaciones y estimuló fiscalmente a los proveedores que transfirieran al exterior e implantó en 1966 la primera zona procesadora de exportaciones de Taiwán con terrenos, energía y mano de obra experta. En sólo dos años, la región logró su máximo volumen con más de 50.000 trabajadores de 120 empresas de electrónica, entre ellas, Phillips, Texas Instruments e IBM.
Al unísono, numerosos campesinos se ejercitaron en edificar talleres en los terrenos que les había proporcionado el gobierno para elaborar efectos de firmas japonesas que les surtían materiales directos, equipos y conocimientos técnicos a cambio de minúsculos costos de fabricación.
En su etapa más culminante, o séase, entre las décadas de 1970 y 1980, Taiwán llegó a convertirse en el mayor productor de calzado deportivo y paraguas y uno de los preferentes vendedores de textiles. Conjuntamente, en cinco años se construyeron entre otras instalaciones, un aeropuerto innovador, más dos puertos, dos líneas ferroviarias, la primera autopista del estado y una central nuclear, una planta siderúrgica, una refinería petroquímica y un astillero.
Estos diseños implementados en proyectos lustrosos, sentaron las bases del progreso de Taiwán enfocado a una economía avanzada y su consecuente acrobacia tecnológica. De este modo, el país ostentaba el sobrenombre de los cuatro “tigres asiáticos”, junto a Hong Kong, Singapur y Corea del Sur, cuyas economías resaltaron entre los años 1960 y 1990, respectivamente, con subidas de más del 7% del PIB.
Segundo, para renunciar a la economía agraria y perfeccionar con prestigio la vertiginosa industrialización, precisaba de abundante mano de obra preparada. Por fortuna, operaba con ella y esto se refiere a la representación y transmisión de la colonización japonesa. Fijémonos en un dato revelador: la cifra de matrículas escolares en Taiwán fueron en los inicios del siglo XX de apenas 10.000, a poco más o menos de un millón hacia 1945. Ya entre los años 1950-1960 y bajo la influencia del KMT, el régimen se involucró en la tarea de incrementar y optimizar el sistema educativo, poniendo mayor acento en los campos científicos y técnicos al objeto de suscitar el desarrollo agrario e industrial. Sobraría decir, que este contexto desembocó en nuevas generaciones de científicos, ingenieros y trabajadores eficientes que forjaron el salto cualitativo y cuantitativo industrial y tecnológico, escalando en la cadena de valor de la manufactura global.
Tercero, en la década de 1970 aparecieron algunos inconvenientes para Taiwán. Me explico: el golpe de la crisis del petróleo de 1973 en forma de inflación y la sucesiva subida de los sueldos de los trabajadores taiwaneses, entre otros elementos, quitaron competitividad al estado, que dispuso aventurarse por un sector cada vez más competente: la tecnología.
Tanto el gobierno como el sector privado ofrecieron sustanciales inversiones al progreso de nuevas industrias como la electrónica, los semiconductores y la tecnología de la información. Siendo trascendental la plasmación en 1973 del Instituto de Investigación de Tecnología Industrial, que marchó como un artificio que deslumbró en Taiwán a científicos e ingenieros con sutileza para que introdujeran sociedades con apoyo público y financiación privada.
Y como colofón, la superación de este proyecto se cristalizó en 1980 con el nuevo Parque Científico de Hsinchu, aflorando el mayor productor de chips: TSMC (Taiwán Semiconductor Manufacturing Company). Esta entidad junto a United Microelectronics Corporation, emplazaron a Taiwán como la principal en semiconductores, con más de la mitad de la fabricación mundial de chips avanzados.
En la última etapa de los 80, el fuerte desarrollo desmejoró la mano de obra, a lo que se añadió una mayor autonomía para accionar capitales gracias a la flamante democratización del país. Esto trasladó a TSMC y otras muchas marcas taiwanesas a mover gran parte de su producción en la que iba a ser la nueva fábrica del planeta: la China continental.
El gigante asiático que había manejado innovaciones para avivar su economía, consiguió conquistar a las fructíferas empresas de la isla. China brindaba a los inversores extranjeros prerrogativas fiscales, terrenos a bajo coste y mano de obra cuantiosa. Así, las firmas taiwanesas operaban con unas 4.000 fábricas que colocaban más de 2 millones de trabajadores en la China continental.
Con esta fructuosa táctica, Taiwán consiguió apuntalarse como potencia tecnológica mundial. De la misma manera, fue vital para el florecimiento de China, hasta tal punto, que en 2005 siete de los diez principales exportadores de productos chinos pertenecían a empresas taiwanesas.
Más recientemente, el incremento de los costes laborales y la desaparición de incentivos fiscales en China, fusionado a las tiranteces políticas con Taiwán, han reportado a diversas compañías taiwanesas a reasentar parte de sus fábricas a Vietnam y otros países del sudeste asiático.
Y cuarto, al compás del avance económico, la política de Taiwán deambuló de una cruenta dictadura a una democracia. Incluso con anterioridad a fracasar en la guerra y aislarse en la isla, el KMT superpuso un sistema dictatorial que se alargaría en las postrimerías de los 80. Ya en 1947, se desencadenó una de las etapas más tenebrosas con el conocido “Terror Blanco”, en el que las autoridades acorralaban a supuestos comunistas o cómplices de China. Según fuentes consultadas, en las siguientes cuatro décadas se eliminaron a decenas de miles de individuos y se capturaron hasta encarcelarlos, al menos 140.000.
Durante esta extensión de tiempo, Taiwán permaneció sumida bajo la ley marcial, la más amplia del siglo XX que redujo inexorablemente las libertades políticas y civiles. El “Terror Blanco” principalmente despiadado en las primeras dos décadas, forjó un entorno extendido de locura, susceptibilidad y un sinfín de denuncias.
En los trechos que perduró la dictadura, los agentes taiwaneses se toparon con una fuerte resistencia de la sociedad que clamaba un vuelco democrático. Además, el apremio internacional discurría perceptiblemente, mayormente desde que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) expulsara a Taiwán en 1971 y un número importante de estados cortaran relaciones diplomáticas, tras dar la razón a Pekín como el gobierno genuino de China.
No ha de soslayarse, que se ocasionó un afanoso envite de Estados Unidos para continuar abogando por Taiwán después de abandonarlo en 1979, pero a cambio de una rotación con el horizonte democrático. Aunque inicialmente prosiguió el régimen autoritario, gradualmente se interpuso un procedimiento de liberalización política, arrinconando definitivamente la ley marcial y dando paso a nuevas fuerzas políticas. Lo que posibilitó el sendero hacia un sistema multipartidista y el afianzamiento de los valores democráticos.
Finalmente, el punto culminante de todos estos progresos se produjo con la primera elección presidencial directa en 1996, el camino irrefutable en la transición de Taiwán a la plena democracia. Si bien, el resultado plural de las elecciones presidenciales y legislativas recién celebradas en 2024, deberá descifrarse en políticas pragmáticas y consensuadas que tonifiquen y afiancen la democracia taiwanesa.
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