Recuerdo que en una de mis primeras intervenciones desde el atril de oradores del Congreso de los Diputados, aproveché la ocasión para poner de manifiesto algo que me producía malestar desde mi llegada al mismo. Se trataba del permanente ejercicio de descalificación previo promovido por parte de la izquierda, en todas sus modalidades, contra los posicionamientos ideológicos de los representantes de las formaciones de la derecha. No importaba el qué se debatiese, que la valoración previa de los representantes de la izquierda era peyorativa, cuando no abiertamente insultante, contra los representantes de la derecha. Más adelante comprendí que no se trataba de una técnica oratoria, sino de una convicción real existente en la izquierda de que ellos tenían derecho a proferir esos insultos y los otros eran dignos acreedores de recibirlos. Y es que cuando uno se instala en las autodenominadas fuerzas del progreso y sitúa al otro, quiera o no, en las fuerzas de la negación del mismo, es difícil recuperarlo para el diálogo sosegado sobre el debate de los asuntos públicos, los que a todos nos conciernen.
Esta semana se han debatido y votado en el Pleno del Congreso, presentadas por PP y Vox, dos enmiendas a la totalidad a una Proposición de Ley Orgánica del Grupo Socialista para la reforma del Código Penal al objeto de añadir al mismo un tipo delictivo presuntamente nuevo. El de coacciones en las inmediaciones de los centros sanitarios especializados en la práctica de interrupciones voluntarias del embarazo o abortos. Lo cierto es que el delito de coacciones para impedir a alguien actuar libremente en el ejercicio de sus derechos u obligar a alguien a hacer algo contrario a su voluntad ya está recogido en el Código Penal, no pareciendo, a priori, necesario, regular una modalidad específica de este delito sino dejar a los jueces la capacidad de dimensionar el grado de ejecución del mismo y asignar la pena correspondiente a la interpretación que de ese grado de ejecución, el tribunal se forme.
Sea como fuere, el argumentario esgrimido por la diputada designada por el Grupo Socialista para debatir las enmiendas, la señora Berja, no se apoyó sobre las bondades o maldades de las enmiendas que se presentaban o sobre las de la proposición que se enmendaba sino sobre el derecho que asistía a los Grupos enmendantes para hacerlo, en representación de la parte de la sociedad a la que representan. Al decir de la señora diputada, la perspectiva de los grupos enmendantes sobre la práctica del aborto era restrictiva de un derecho inalienable de las mujeres y por lo tanto no tenían derecho a opinar sobre ello y punto. Sobre la base de esa actitud totalitaria, protagonizada, lamentablemente, por una de las diputadas más jóvenes del Parlamento, ningún debate es posible ya que se niega al oponente la legitimidad para posicionarse, simple y llanamente porque es de derechas. Como si, por serlo, sólo se representase a sí mismo y no a una buena parte de la sociedad española.
Durante esa misma sesión se produjo un hecho que ha tenido mucho más eco mediático. El de la renovación de cargos en varias instituciones del Estado entre las que se incluía el Tribunal Constitucional. Aquí se vino arriba la conciencia ética y moral de la nación española, ostentada por algunos representantes de la izquierda, sin que se sepa muy bien quién les ha otorgado tal potestad. Tras haber alcanzado un acuerdo, se opusieron a cumplir lo acordado, expresando reservas, algunas de muy grueso calado, sobre los candidatos propuestos por la derecha. Lo cierto es que cuando ese monopolio de la conciencia ética y moral de la nación lo ejercen otros, ellos mismos lo califican de inquisitorial y yo les doy la razón. Tras un largo período persiguiendo la posibilidad de proceder a estos relevos y de reprochar a sus adversarios el no hacerlo posible, se pone de manifiesto, nuevamente, la cara más feroz del totalitarismo. O es lo que yo digo o no hay acuerdo y por lo tanto no hay renovación. No sería malo que todos nos acostumbrásemos a entender que la negociación requiere renuncias y que la obligación de hacer que el sistema sirva al interés colectivo nos lleva en ocasiones a valorar la necesidad de reconocerle al otro la legitimidad de tener su punto de vista sobre la dirección en la que debe avanzar nuestra sociedad y a partir de ahí, aplicar las reglas de la matemática democrática para ponderar la opinión en función de la representación de los españoles que cada uno ostenta. No es democráticamente concebible que creamos que la única posibilidad aceptable es la que satisfaga el 100% de nuestras aspiraciones, a no ser que uno sea muy totalitario.
Hace poco, paseando con mi familia por el Parque del Retiro en Madrid, en un fin de semana de mucha afluencia de público por el buen tiempo dominante, me crucé con un individuo que no volvería a cumplir los cincuenta, es decir, presuntamente maduro, que vestía una camiseta con una leyenda en su parte delantera que decía literalmente: “por supuesto que soy mucho mejor que tú, facha de mierda”. Yo no me siento ninguna de las dos cosas, ni facha, ni de mierda, pero lo cierto es que el texto de la camiseta de marras interpelaba y sobre todo hacía reflexionar sobre el grado de obcecación instalada en algunos individuos que los hace prácticamente irreconciliables con la realidad y con el entorno.
Existe un viejo aforismo militar que establece que “toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar”. Pues bien, a pesar de los ánimos triunfalistas y propagandísticos del Presidente Sánchez, las cosas no van bien en España y él lo sabe. Lo malo es que pueden ir aún peor si el ala izquierda de nuestro panorama político no se apea de una vez por todas de esa falaz creencia para la que no existe fundamento ético alguno sobre la cual se apoya la pretendida superioridad moral de la izquierda.