Sesenta años más tarde de la ‘Crisis de los misiles’, cuando en instantes de máxima tensión internacional el mundo estuvo más cerca de una guerra nuclear, casi nueve meses después del primer chispazo de la guerra de Ucrania, con Vladímir Putin (1952-70 años) volcando sus amagos sobre la viabilidad de emplear armas tácticas nucleares ante los daños padecidos y Joe Biden (1942-79 años) zarandeando la sombra del Armagedón, las enseñanzas de aquel pulso atómico que encaró a Washington y Moscú, cobran más fuerza y relevancia que en ningún otro tiempo.
Es preciso remontarse al 22/X/1962, que podría haberse convertido en una fecha insignificante del calendario, pero la trascendencia de aquella jornada no tiene tanto que ver con lo que sucedió, sino con lo que pudo haberse desencadenado a un paso del abismo.
No cabe duda, que existe un titular del periódico ‘The New York Times’ que desvela la importancia de lo que se dispuso en aquellas semanas vacilantes: “Kennedy, listo para la confrontación con los soviéticos”. Dicha frase entrecomillada se hizo pública horas después de que el presidente de los Estados Unidos, a través de la radio y televisión, previniera a su país de que el adversario comunista les tenía en el punto de mira desde Cuba con varios misiles nucleares. Hoy nadie duda de que las deliberaciones alcanzadas nos eximieron de una tercera guerra mundial: en horas punzantes, el ser o no ser del planeta recayó en buena medida de los pasos dados por John Kennedy (1917-1963). Podría decirse que fueron dos semanas críticas para la Historia del siglo XX henchida de colisiones y provocaciones armamentísticas.
La denominada ‘Crisis de los misiles’ (16-X-1962/29-X-1962) no fue un incidente cualquiera de la Guerra Fría (1947-1991): durante aquellos fatídicos treces días, el mundo contuvo fuertemente el aliento, consciente de que cualquier paso en falso podía desatar una espiral nuclear de efectos descomunales.
Ni que decir tiene, que en el espacio soviético la inquietud fue más imperceptible, probablemente, porque la ignorancia de lo que sobrevenía era mayor. No parece admisible que ‘Pravda’, el diario oficial del régimen comunista, facilitara demasiadas pinceladas sobre la crisis. Algunos de los millones de personas que residían al otro lado de la ‘Cortina de Hierro’, tal vez, vislumbraran el peligro de los acontecimientos, gracias a las informaciones de ‘Radio Liberty’, una iniciativa que la Agencia Central de Inteligencia del Comité Americano para la Liberación puso en marcha para “ayudar a los pueblos oprimidos de la Unión Soviética a recuperar un gobierno democrático”.
Aquellas señales emitidas eran uno de los pocos recursos para franquear el ‘Telón de Acero’, con recados anticomunistas que intentaban desmontar el retraimiento de la resignada sociedad soviética. Pero los misiles se encontraban dispuestos en Cuba, donde un avión U-2 obtuvo las imágenes que accionaron la crisis nuclear. La isla solo llevaba tres años doblegada al régimen comunista infligido por Fidel Castro (1926-2016) que apenas había regresado de Sierra Maestra, pero ya se había erigido en un espléndido socio de la causa soviética.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas estaba en manos de Nikita Jrushchov (1894-1971), presidente del Consejo de Ministros desde 1958 que había censurado las purgas consumadas por Iósif Stalin (1878-1953), pero que permanecía contemplando a Estados Unidos como su principal adversario. Y Cuba era una plataforma ideal para amedrentar a los estadounidenses. Los dos bloques acaparaban unos arsenales comparativamente semejantes, discurriéndolos por el tablero que se había conformado desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
El poderío nuclear de ambos sistemas era lo bastante potente para no dejar piedra sobre piedra, por lo que cualquier hostilidad sobrevenida podía resultar decisiva, por no decir, aterradora.
Es verdad que en 1945 se había instaurado la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y que esta contrajo la encomienda de salvar los sufrimientos “a la humanidad de las próximas generaciones”, pero entre los cincuenta y uno estados que lo constituían se encontraban la URSS y los Estados Unidos, y no parecía nada fácil que alcanzaran un acuerdo.
Hasta aquel mes de octubre, la guerra imprimía el sello de ser fría o se estaba librando en algunos países distantes de Asia o África. No obstante, por citarlo con palabras al pie de la letra del propio Kennedy, la metamorfosis de Cuba en una base estratégica concretaba “una amenaza explícita para la paz y la seguridad de las Américas”.
De hecho, cuando inmerso hasta el fondo en la crisis un corresponsal cuestionó al presidente de los Estados Unidos si era consciente de que la presencia de misiles nucleares en Cuba podía producir la colisión “decisiva” contra la URSS, Kennedy contestó que no le inquietaban las amenazas y que estaba preparado para tomar las medidas “precisas”.
En boca de los expertos, Cuba era algo así como una pequeña pieza tornadiza dentro del entramado de la Guerra Fría, pero estaba tan próxima a Estados Unidos, que era como una arma encarando al rostro de los estadounidenses. De ahí, que fueran tan decisivos los pasos acompasados que siguió Kennedy conforme se precipitaban las coyunturas. El primero era necesariamente para que el 9/X/1962 un avión espía U-2 sobrevolara Cuba, si bien, el aparato no pudo realizarlo hasta pasados cinco días por inconvenientes atmosféricos. Ya, el 14 de octubre, despegó hacia la demarcación occidental de la isla y visualizó claramente lo que podrían ser bases de lanzamiento de proyectiles rusos tipo SAM.
Cuarenta y ocho horas después, reveladas e inspeccionadas las fotografías pertinentemente, el consejero de Seguridad Nacional, George Bundy (1919-1996), interrumpió la ojeada de la prensa habitual del presidente Kennedy, algo agotado aquella mañana con los preparativos de las elecciones en el Senado. Quizás, es desde este intervalo, cuando se inicia uno de los trances más peliagudos de la Historia.
Las ilustraciones tomadas no dejaban lugar a dudas: el propio Kennedy llegó a insinuar que las siluetas de los misiles en la base de San Cristóbal eran tan evidentes “como las de varias pelotas de fútbol en un terreno de juego”. Theodore C. Sorensen (1928-2010), consejero y asesor especial del presidente, expone en su libro que la disposición de los misiles rusos quebrantaba la promesa de Jrushchov.
Hay que recordar al respecto, que este había garantizado que no ocuparía Cuba, como asimismo, que la URSS no pretendía interponerse en la política de Estados Unidos y que las medidas de seguridad tan solo eran de carácter defensivo. Pero las fotos desenmascaraban una contradicción incuestionable: los misiles aparecían en Cuba, eran soviéticos con miras ofensiva y perfectamente alcanzaban un blanco apostado a 1.100 millas náuticas. O lo que es lo mismo: tanto Washington como Dallas, San Luis o Cabo Cañaveral, eran aspirantes a ser devastados en un santiamén.
Entretanto y a velocidad de vértigo, la Casa Blanca confeccionó varias suposiciones sobre la estampa de los misiles, entre ellas, podríamos estar hablando de ser meramente una herramienta de chantaje, o un artificio, un aval para escudar la Cuba comunista de Fidel Castro, o una simple ostentación de fuerza nuclear.
Algunos analistas desentrañan que la Guerra Fría se tradujo en una disputa para adjudicarse el poder global y un credencial hegemónico. Sin embargo, entienden que en la ‘Crisis de los misiles’ no hubo por parte de los soviéticos una tentativa de inducir a un escenario de conflicto. Los misiles se instalaron para proteger a Cuba y meses antes Estados Unidos quiso invadir la isla desembarcando en la bahía de Cochinos.
En cuando a la pericia de ambos actores, podríamos estar refiriéndonos de un juego a dos bandas, porque ni los estadounidenses sabían nada de las aspiraciones de Moscú, ni contrariamente. Había investigadores que tanteaban descifrar palabras, estrategias, etc. Pero al final se trabajaba para pronosticar lo que el contendiente procuraba materializar, sin conocer con absoluta certeza las causas de sus actos.
Efectivamente, no se sabía con exactitud si los misiles se habían solapado en Cuba para defender o atacar, pero sí que era incontestable que Moscú deseaba sorprender de alguna manera a los americanos.
Tras numerosas conjeturas, el ultimátum del presidente y su equipo recayó en valerse de una cuarentena a todas las embarcaciones de cualquier procedencia que se encaminaran a Cuba: quedaba suprimido el acceso de cualquier buque e inmovilizados aquellos que transportasen armamento ofensivo. Además, se intensificó la vigilancia militar.
Con el transcurrir de las horas, Kennedy avisó que el lanzamiento de un proyectil nuclear desde Cuba, significaría de forma inmediata “una adecuada respuesta de represalia contra la URSS”. La posición estadounidense trató de sortear la posibilidad de una guerra nuclear, pero sin desistir a desafiar los riesgos potenciales. El concepto del bloqueo realzaba ese trazado y rápidamente lo alentaron las administraciones de Reino Unido y Alemania Federal y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Ahora bien, ¿qué ocurriría si los soviéticos trataban de infringir el bloqueo o no contenían sus flotas? Por doquier, el escepticismo y la alarma se adueñaron de la situación. La inseguridad alcanzó cotas inimaginables y en el Viejo Continente rondaba la convicción hacia los americanos: En un sentir extendido “si los rusos les amenazaban, era seguro que los estadounidenses sabrían cómo detenerlos. Los americanos habían ayudado a Europa occidental y en ésta se sabía que los rusos no tenían una técnica muy perfeccionada. A pesar de que causaban mucho ruido, el ejército no eran tan poderoso como el de la potencia occidental”.
Pero, por encima de todo, la fatalidad de una guerra nuclear era factible. Convenir una salida honorable que complaciese a las dos partes no iba a ser una tarea sencilla. Hubo nervios, tanto en la Casa Blanca como en el Kremlin, e instantes en los que se barajaba que el curso de las eventualidades se descontrolaba. Los dispositivos de poder estaban ahí y la rivalidad era notable. Afloró el relámpago de que se liberara un arrebato mundial bilateral y, por tanto, un estrago calamitoso.
Kennedy exhibió voluntad con el bloqueo y la réplica de Jrushchov fue contundente: “No ordenaré a nuestros barcos que se desvíen”, avisando a los Estados Unidos que si hundía alguno de sus barcos, estallaría la guerra.
Mientras las armadas comunistas se aproximaban a Cuba, se desenvolvió otro frente cuando los Estados Unidos requirió a la ONU el desmantelamiento de los misiles soviéticos. El embajador americano Adlai Stevenson (1900-1965) desbarató el supuesto recelo del soviético Valerián Zorin (1902-1986), cuando probó las fotografías tomadas por el U-2 en una reunión del Consejo de Seguridad. Posteriormente, el secretario general U Thant (1909-1974) planteó un aplazamiento del bloqueo amparado por Jrushchov, que obviamente, ambicionaba ganar tiempo para trasladar los misiles a Cuba.
Tres días después del llamamiento de Kennedy a los americanos, o séase, el 25/X/1962, el Papa Juan XXIII (1881-1963) invitaba a las dos potencias que no siguieran impasibles ante el sobresalto de la Humanidad.
El entresijo infranqueable comenzó a encauzarse en la jornada siguiente, cuando ambos países convinieron un resquicio diplomático para rebajar la tensión que sacudía el mapamundi. La oferta de Jrushchov fue retirar los misiles de Cuba si Estados Unidos se comprometía a no invadir la isla, como a no abogar invasiones a terceros. Igualmente, instó a Kennedy que se eliminaran los misiles UGM-27 Polaris que los estadounidenses tenían dispuestos en Turquía. A cambio, el presidente de Estados Unidos solicitó al dirigente ruso que fuera él quien diese el primer paso.
Mientras se dilataba la encrucijada de propuestas, una nave soviética alcanzó la zona en cuarentena y ya el 27 de octubre, un avión U-2 sería abatido en el área cubana por un proyectil SAM. El aparato se hallaba sobrevolando la isla en labores de observación. La contestación a esa agresión se convirtió en uno de los lapsos más tensos de la crisis: Kennedy, verificó una advertencia: si volvía a ocasionarse un episodio de esas características los soviéticos podían encontrarse en la antesala de represalias.
Pero éstas, por fortuna no se cristalizaron: Jrushchov acababa de remitir un comunicado desde Moscú corroborando que admitía, sin más vacilación, las condiciones que el presidente estadounidense le había propuesto.
Llegados a este punto de la disertación, para los Estados Unidos la resolución del conflicto comporta la ganancia de un considerable potencial de poder, digamos, que en forma de influencia y en una doble interpretación: primero, a nivel interno, de cara a las esferas más críticas de su política y, segundo, a nivel exterior, del estado frente al marco internacional.
La imagen de Kennedy se revaloriza ampliamente: durante el recorrido de la crisis y por el proceder con que contrajo el cauce de la misma. Sin inmiscuir, las evasivas del Pentágono, cuaja una centralización de las medidas, manteniéndose en contacto directo con los jefes de las naves encomendadas a consagrarse en la cuarentena, e impartiendo las consignas a tomar en cada momento. Ésta era una primicia en el raigambre naval militar, gracias al excelente grado de perfeccionamiento de los medios de comunicación estadounidenses.
Otro de los advenimientos en la conclusión de la crisis en la política interna norteamericana hay que ubicarla en la parcela electoral. Dada la inminente celebración de las elecciones para la Cámara de Representantes, algunos razonamientos han reprobado las teorías electoralistas subyacentes en algunas de las determinaciones tomadas por Kennedy.
En el plano internacional, el alcance del conflicto le va a equivaler a los Estados Unidos el epíteto de única superpotencia existente en la escena del momento. A pesar de la laguna de ingredientes materiales que fundamenten un nuevo reequilibrio del poder a merced de los Estados Unidos, éste se forja en razón de la reputación conquistada por Washington frente a Moscú.
Prestando atención con cierto enfoque a las secuelas de la crisis de Cuba en los Estados Unidos, hay que subrayar el efecto dañino que para la política exterior estadounidense ha dispuesto el afán de la lógica esgrimida en Cuba, con rastros positivos en posteriores conflictos.
Queda claro, que los factores que habían definido las decisiones asumidas por la administración americana, más la superioridad nuclear norteamericana y la utilización del discurso proveniente de la doctrina de respuesta graduada van a ser sobrevalorados en su debida forma.
El desacierto de la sobrevaloración de la influencia de la superioridad nuclear en cualquier conflicto específico está recogido en las palabras del filósofo, sociólogo y politólogo francés Raymond Aron (1905-1983) cuando literalmente redacta: “Las armas nucleares se paralizan y la guerrilla resiste a los cañones y a los helicópteros. Sin embargo, la tesis del gigantismo americano no es falsa, pero es necesario buscar en otra parte, en el orden económico e ideológico los verdaderos fundamentos”.
En cuanto a la sobrevaloración servida a la utilización de la lógica de respuesta graduada, será irrebatible desde el instante en que la misma se reconozca idónea para cualquier conflicto. Pero la misma no dará resultados provechosos como en el tema de Vietnam, donde se empleará una ampliación intercalada de la potencia de los bombardeos.
Ésta sería, por referirlo de algún modo, la enseñanza mal asimilada que la crisis de Cuba ha proporcionado a la futura elaboración de la política exterior americana.
Idénticamente, como en el caso de los Estados Unidos, en el de la URSS el colofón del conflicto arrastra derivaciones tanto a nivel interno como en lo que atañe al influjo internacional del Estado soviético: Jrushchov, liga a las indirectas declaradas en el seno del campo socialista por los dirigentes chinos serios reproches.
Frente a las irrupciones del Sóviet Supremo, que definitivamente logra el declive de Jrushchov en 1964, el dirigente soviético obtendrá unas conclusiones contrarias de la crisis. Desenlace que le reportarán a afianzar la obtención de la meta buscada por la instalación de los misiles en Cuba.
En 1963, Jrushchov, no daba el brazo a torcer que “el objetivo en Cuba era impedir la intervención americana en la isla”. Y en este aspecto, se origina una modificación con respecto al entorno precedente del conflicto, habiéndose comprometido los Estados Unidos como contrapartida a la retirada de los misiles de Turquía y a no intervenir en la isla. Lo que conjeturaba para Washington ceder en su zona de influencia directa un régimen ideológicamente hostil y contrapuesto, porque desde 1961 Fidel Castro había manifestado en numerosas ocasiones la naturaleza marxista leninista del régimen cubano.
La servidumbre estadounidense de no intervención poseerá una incidencia trascendente en el ascenso del prestigio de Cuba ante la totalidad de estados del Tercer Mundo y muy particularmente, en Latinoamérica.
Una segunda acción que Jrushchov despliega ante el Presidium como un triunfo de cara a los Estados Unidos, es la consecución de un acuerdo secreto por el que el presidente estadounidense se compromete a prescindir en un plazo de pocos meses los misiles de alcance medio incrustados en Turquía y apuntando hacia el espacio ruso. Es decir, esta última reorientación de la política defensiva soviética revela a todas luces, que los representantes de la URSS también habían extraído su lección aprendida de la ‘Crisis de los misiles’.
Conscientes de su desventaja estratégica y convencional pone en funcionamiento el extenso programa de rearme, que llevará a la URSS a refrendar junto a los Estados Unidos los ‘Acuerdos SALT’ en 1972, por los que Washington acepta expresamente que ya no es la única superpotencia del momento.
En consecuencia, la ‘Crisis de los misiles’ muestra de manera explícita por sus protagonistas y las peculiaridades de su desarrollo, la presencia de un sistema bipolar a nivel internacional.
El número de intervinientes se simplifica exclusivamente a dos, ante el inconveniente de que uno o varios terceros actores enreden la hoja de ruta de equilibradores de la balanza, ya que únicamente Estados Unidos y la Unión Soviética disponen de la base material que les habilita a poner en práctica el lenguaje de la disuasión. Así pues, la magnitud nuclear comprime la cantidad de participantes a dos.
Curiosamente, seis décadas más tarde, cuando las intimidaciones y provocaciones nucleares de Putin se exceden en sus maquinaciones y son tomadas en serio por Biden y los dirigentes europeos, muchos son los que emplazan a explorar en las experiencias postergadas de la ‘Crisis de los misiles’.
Por aquel entonces, el intercambio comunicativo entre Kennedy y Jrushchov consiguió desactivar un escollo insalvable. Bien es cierto, que no se constatan submarinos rusos con cargas nucleares en el mar Caribe, pero parece intuitivo que si uno posee esas armas, cualquier variable o incidente inesperado podría haber avivado una escalada que se hubiera ido de las manos.
Y es que, hoy por hoy, la aldea global no está ni mucho menos más segura tras aquel recoveco puntual, porque tanto Cuba como Estados Unidos, persisten enrocados en su contienda legendaria, mientras que Rusia está empantanada hasta el cuello tras sus zarpazos en Ucrania.
Prueba de ello y según se desprende de las imágenes recientes obtenidas vía satélite, Putin tiene desplegados once bombarderos nucleares preparados para transportar misiles con ojivas atómicas (siete Túpolev Tu-160 y cuatro Túpolev Tu-95) en una base de la fuerza aérea próxima a los límites fronterizos con la República de Finlandia y el Reino de Noruega.
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