Esta es la historia de un hombre bueno, la de Sergio Cipriano, un veterano melillense, nacido en el Protectorado, que descubrió su vocación literaria no hace tanto. Un escritor solidario, un escritor que dona sus derechos de autor a organizaciones humanitarias. ‘Soy emigrante’. Efectivamente, la vida de Cipriano comienza en Marruecos y transcurre en innumerables confines. De vez en cuando hace escala en Melilla. Es el padre de ‘¡Oh, Rusadir!’. Y, como es emigrante, –así se describe Sergio– entiende perfectamente el fenómeno de la migración, de todas formas la línea que separa emigración e inmigración es de tenue trazo, finísimo y afín
Ya lo hizo en el campus melillense de la Universidad de Granada, lo volverá a hacer en casas regionales y el sábado se marchó a la Asociación Cultural y Recreativa ‘Los Cabales’, rodeado de socios y amigos, para regar un hermoso libro de anécdotas y mejores sentimientos al foro cabal.
La aventura literaria de Sergio comienza con ‘La alambrada’, primera creación de una trilogía dedicada al fenómeno migratorio a la que le falta el último suspiro. Lo hace desde el corazón de quien entiende qué pasó en Melilla a partir de 2005, aunque no deba entenderse propiamente como historia de esta ciudad sino como una explosión social de gente necesitada procedentes del Subsáhara o de Centroáfrica.
Escribe con demasiado corazón.
Manuel Céspedes, delegado del Gobierno en 1992, se encontró con un gran marrón cuando a mediados de año irrumpieron en Melilla casi 100 inmigrantes centroafricanos sobrepasando la alambrada de espino del linde fronterizo y se plantaron en chabolas montadas en la avenida de la Duquesa de la Victoria, antes General Mula, uy, perdón, General Mola. Don Manuel dijo públicamente que “quien abandona su pueblo, su familia y se expone a un viaje sembrado de peligros e injusticias muy desesperado tiene que estar”. El otrora delegado de Gobierno tuvo la misma óptica que tiene desde años Sergio Cipriano, el punto de mira de la desesperación y de la potencial tragedia humana.
En ‘Los Cabales’, Cipriano estuvo muy cómodo, bien arropado y bien entendido. De alguna manera, su obra se convirtió en libro de apostolado social entre gentes que entienden el pormenor de angustia de los seres humanos, de cualquier ser humano, sea cualquiera que sea su color o condición social.
‘¡Oh, Rusadir!’ es un canto de exaltación y llanto pero no ya de esta ciudad, porque su título, dicho así, suena a literatura tirando a la caspa. Nada de eso, es un alegato a la dignidad de la persona anónima que parte de quien, como Sergio Cipriano, ha conocido a muchas personas de fácil o difícil –a veces, imposible– condición social.
Y lo que rompe el corazón es que el autor no tenga interés alguno en la materia económica, que una organización humanitaria sea la receptora de sus derechos de autor. Y él –el escritor–, tan pancho, departiendo con sus amigos, colgándose el sombrero de la humildad y siempre con la sonrisa en su faz de inequívoca buena persona. ¡Oh, Rusadir!, o mejor incluso, ¡Oh, Sergio Cipriano, qué pedazo de caja de cambios tienes!.
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