Ni que decir tiene, que el Desastre de 1898 supuso la fractura de la nación española y de su estructura social, pero sobre todo, el descalabro del Ejército, por aquel entonces, columna vertebral durante prácticamente el siglo XIX con el concepto estado-nación. En el imaginario colectivo quedaba el desmoronamiento de la imagen inmortalizada por el Imperio Español y el abatimiento como sentimiento social, unido al papel de las Fuerzas Armadas ante las circunstancias excepcionales del momento.
Estos ingredientes indujeron que se reprodujesen idénticos errores en el septentrión marroquí, porque el Ejército se desenvolvió de manera arcaica y disfuncional, tanteando más el prisma cuantitativo que el cualitativo, lo que determinó que entre los años 1895 y 1898, se enviasen partidas de hombres a Cuba sin apenas preparación y una estrategia pertinente para enfrentar una campaña que se saldaría en tragedia.
La quiebra militar y los resultados que adquirió para España la Segunda Guerra de Cuba (24-II-1895/10-XII-1898), no dieron la sensación de ser lo bastantemente gravosos como para alejar los viejos fantasmas de estilos tradicionales y procederes tácticos impulsados durante el citado siglo y que se perpetuaron en el primer tercio del XX, con acciones inalterables y poco prácticas del patriotismo con relación a las colonias desde Cuba al Rif. De este modo, no fueron pocos los que se opusieron drásticamente al enganche de soldados cuando las élites se lanzaron a la caza del envite colonialista en el Norte de África, partiendo del mismo patrón con el que en tiempos pasados se había afrontado la Guerra de Cuba. Me refiero a los sistemas de quintas, reservistas, excedentes de cupo, redenciones, etc.
Aquello terminaría causando tumultos sociales, huidas de prófugos y la renuncia de Antonio Maura y Montaner (1853-1925) al frente del Gobierno. Mientras tanto, la ciudadanía confiaba en la noción de España y su protección, pero no con los trazos gubernamentales de influencia para salvaguardarla de los límites fronterizos coloniales. Luego, tanto Cuba, como Puerto Rico y las Filipinas, implicaron una reacción en cadena generalizada.
Obviamente, cada uno de estos elementos acabarían predisponiendo la premura de la revisión de la Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército, dando pie a otra prescripción asentada en el sistema de cuotas y que valió para serenar las conciencias de los militares y políticos, atenuar las demandas populares e instaurar el Cuerpo de Voluntarios para el Norte de África. Sin embargo, esta Ley seguiría relegando a las clases menos favorecidas a expensas de los requerimientos propios de la milicia, siendo regularmente como se diría en palabras llanas, ‘carne de cañón’ para orillar el tándem de contrariedades que afloraron con la Campaña de Marruecos (1909-1927) y más en concreto, en la Guerra del Rif (1921-1926).
Por lo tanto, las certezas en el puzle de África en concatenación con la encrucijada de 1898, no más lejos de enderezar las fórmulas y subsanar los deslices ocasionados, nos reportaría al infortunio ocurrido en el Desastre del Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), porque aunque el contexto y los actores fueran otros, la labor bélica de la población española fundamentada en minúsculas capas medias con menos recursos y, sobre todo, en el extensísimo plantel de las capas bajas, prosiguió rindiendo cuentas dentro del entramado militar y político, cuantiosas desdichas individuales y colectivas que difícilmente quedarían en el olvido.
Dicho esto, los hombres que mayoritariamente quedaban inmersos en el campo de batalla eran en su conjunto analfabetos, con deficiente estado nutricional y apenas instrucción, a los cuales les quitaban o escamoteaban los alimentos, equipos y armas.
Indudablemente, el maremágnum de coyunturas infernales del escenario bélico les hacía ser más vulnerables a las enfermedades y no menos, a lo más impactante de la fragosidad del espacio geográfico: la violencia de los acometimientos ante un enemigo que se superaba en agresividad y furia, ahora deseosos de resarcir el agravio recibido y proporcionar cristiana sepultura a los cuerpos que todavía permanecían sin inhumar y abrasados por el ardiente sol africano.
A resultas de tales acaecimientos, muchos de los contemporáneos, especialmente, los afines a las cuestiones políticas y militares, optaron por centrarse en los lamentos de publicitación sobre la derrota consumada, salvando eso sí, algunas pretensiones: intentando que la indiferencia repentina de las vicisitudes sorteara en lo posible cualesquiera de los reproches a sus intervenciones.
Es más, en numerosos intervalos terminó empleándose a fondo como arma arrojadiza, según el interés, sin evaluar y poner remedio a las ramificaciones sociales que los sucesos de la guerra estaba teniendo en el país. Tal es así, que las esferas liberales o progresistas exigían responsabilidades sobre el trato ofrecido a los soldados y, por su parte, los conservadores descifraban las acusaciones como injurias al honor del Ejército. Mientras, que en paralelo a los intelectuales, aunque contrarios al avance del conflicto, no prestaron demasiada atención a la disposición de las tropas batidas o de los repatriados que paulatinamente retornaban.
Sin inmiscuir, que algunos medios de la historiografía prescindieron a toda costa el más mínimo indicio de un diagnóstico profundo de este curso tenebroso, porque entrañaba compartir el fracaso de una muerte anunciada durante un período en la que los referentes históricos se asentaban única y exclusivamente en mostrar a España como ‘nación triunfadora’, ponderando en incidencias retrospectivas de manera gloriosa y poniendo énfasis en hazañas de figuras destacadas, que por otro lado, en ningún tiempo antes habían ocupado las páginas de infortunios militares.
“El tenaz aguante rifeño y los enfrentamientos hispano-marroquíes alcanzaron su cenit en 1921, cuando se ocasionó el Desastre de Annual: cataclismo militar con manantiales de sangre que aclararon los espejismos de grandeza hasta convertirse en energía térmica disipada, en este caso, abrasada en el cielo de la sombra rebelde”
Con estos mimbres, al comenzar la Primera Guerra Mundial (28-VII-1914/11-XI-1918) dirigía el Gobierno Eduardo Dato e Iradier (1856-1921), que no tardó en hacer saber el punto de vista de neutralidad ante el conflicto. En estas circunstancias y desafíos que hacían peligrar el sistema de la Restauración, la realidad delicada de la dirección con vaivenes incesantes, fusionado a los descontentos obreros, más la espiral de los nacionalismos locales y de republicanismos, así como la plasmación e influencia de las Juntas de Defensa, que a la postre dieron lugar a la crisis institucional de 1917.
Estos obstáculos quedaron disipados con la claudicación del Gobierno, influido por la Corona a los imperativos de un grupo compacto de las Fuerzas Armadas y la instauración de un nuevo ejecutivo conducido nuevamente por Dato. Con lo cual, el rompecabezas castrense se adentraba reiteradamente en la vida política. Aunque los máximos dirigentes estaban desgranados por las tiranteces entre ‘africanistas’ y ‘no intervencionistas’, en cuanto al atolladero de Marruecos y, como no, al entuerto por los ascensos en función de los méritos de guerra y el escalafonamiento.
Recuérdese al respecto, que con anterioridad el Ejército había sido emplazado a sostener el régimen con el beneplácito de la Corona y el Gobierno. Estas reseñas dieron origen a que numerosos integrantes militares instasen al patrocinio de sus intereses corporativos, incluyéndose los ascensos por escalafón y el mejoramiento de la sanidad. Multiplicadores nada desdeñables de los que subsiguientemente resultaron las Juntas de Defensa.
Para ser más preciso en lo documentado, a partir de 1917 y durante el ciclo que se identificó por una eminente conflictividad social, la cúpula militar iría contrayendo de manera prolongada el encargo de ser garante del orden público.
Desde entonces y con el señuelo de conservar el orden, la contracción del poder militar frente al político era inquebrantable, culminado con el golpe de Estado (13-15/IX/1923) del Capitán General de Cataluña Miguel Primo de Rivero y Orbaneja (1870-1930), siendo ayudado por la Corona y sectores sociales que defendían sus intereses.
En todo ello, no ha de dejarse en el tintero que el Desastre de Annual apresuró la desintegración democrática de la Restauración, induciendo a tres crisis de Gobierno con múltiples cambios. Llámese el Gobierno de Maura, entre agosto de 1921 y marzo de 1922; el Gobierno de José Sánchez-Guerra y Martínez (1859-1935), entre marzo y diciembre de 1922 y, por último, el Gobierno de Manuel García Prieto (1859-1938), entre diciembre de 1922 y septiembre de 1923.
En definitiva, la forma autoritaria de gobierno a modo de dictadura parecía reproducir la receta de urgencia que terminaría determinando el desconcierto político de la Restauración. Pero, más bien, estaríamos hablando de una estructura de contención institucional al regazo de un lapso económico apacible.
Por ende, los tentáculos represivos de Primo de Rivera no liquidaron el resentimiento interno del Ejército, aun cuando se moderó el apretón de los africanistas tras la satisfacción del Desembarco de Alhucemas (8/IX/1925). Toda vez, que en 1930, la dictadura perdía fuelle a la sombra de la Gran Depresión (1929-1939) que irremisiblemente atajó su éxito económico y su final confluiría en una fase de transición que habría de culminar con el anuncio de la Segunda República. Pero este resquicio quebrado no se finiquitaría hasta el golpe de Estado (17-20/VII/1936) encabezado por Franco, Queipo de Llano y Mola, aunque con una visión social y política distinta.
Si bien, para rematar la tesis en cuanto al componente militar y sus variables, hay que retrotraerse en el tiempo para redundar en la política exterior española apuntalada en dos principios discordantes. Primero, la renuncia a cualquier compromiso con alianzas que en cierta manera pudiesen involucrarla en complicaciones ajenas. Y segundo, la autodeterminación de no ceder ni un ápice de territorio sobre el que se poseyese soberanía. La colisión entre ambas nociones se hacía indiscutible, pues durante la época del imperialismo una pequeña potencia como España no estaba en condiciones de mantener un reducto colonial sin una política de alianza acorde.
Como es sabido, la punta del iceberg acabaría disipándose con la guerra hispano-estadounidense (21-IV-1898/10-XII-1898) y la consiguiente pérdida del Imperio Ultramarino, pero lo que nadie sospecharía que años más tarde, España tocaría fondo cuando un contendiente ágil, maniobrero e insaciable, le ocasionaría no pocos descalabros como los rifeños, atacando y diezmando una fuerza superior en tamaño.
A pesar de todo, el aislamiento internacional de España entre las postrimerías del siglo XIX y los preludios del XX, puede traducirse en función de fuerzas concéntricas: el tablero geopolítico estaba supeditado por los alicientes de las potencias circundantes y la diseminación de los espacios españoles, significando para cualquier probable aliado un sinfín de inconvenientes que no se veían recompensados con lo minúsculo que España podía contribuir a una alianza.
Llegados hasta aquí, España se topó con no pocos complejos ante las exigencias ineludibles en tierras africanas y un enemigo pionero en las luchas anticoloniales: el bereber levantisco, definido por su índole claramente arrogante e intrépido, independiente e incansable ante cualquier adversidad.
Años más tarde de desatarse la hecatombe de 1898, las élites españolas empiezan a interesarse por algunos de los proyectos del Norte de África. Entre los pretextos que revelan esta atracción se hallan los intereses de otros estados occidentales, además del hambre o sed por recuperar una reputación bastante dañada y los designios mineros de la zona de Marruecos.
Conjuntamente, se confirma una propensión punteada por el afán civilizador de la región: el simple hecho de que Marruecos suscitara encanto entre los actores colonialistas europeos, sumamente atractivo para los intereses estratégicos y comerciales y ser llave de travesía entre el Mediterráneo y el Atlántico y el África Subsahariana y la Europa Mediterránea, apareja razones más que clarividentes por la riqueza de su suelo y subsuelo.
Y es que, la política que proyectaban cristalizar los países de Europa sobre el Imperio jerifiano estaba bordada por el respeto formal al statu quo prescrito en la Conferencia de Madrid de 1880. Esta manifestación se hizo ostensible al valorar la composición de la organización territorial marroquí, porque en aquellos trechos Marruecos se distribuía en dos bloques de enorme importancia en cuanto a los tiempos futuros.
Primero, hay que referir la bled-es-majzen que envuelve los sectores subordinados a una suprema autoridad nacional, centralizada e indiscutida como país distintivo del orden, no impidiendo que la autoridad central incurriese en todo tipo de abusos contra sus poblaciones, pero igualmente, con prácticas contrapuestas a su continuismo como Estado, despuntando la arbitrariedad y subsiguiente desequilibrio. A este contexto atañen los recintos urbanos y territorios adyacentes que habitualmente estaban comunicados y con acérrima vigilancia en sus accesos.
Y segundo, las demarcaciones que no reconocían a la autoridad del sultán, únicamente una supuesta paternidad espiritual, denominándose bled-es-siba. Digamos que un territorio insurgente y agitador, enemigo a cualquier consigna o advertencia extranjera que mínimamente descompusiera sus tradiciones seculares y maneras autónomas de representación.
Por lo demás, estas superficies eran habitadas por tribus, clanes locales o grupos de individuos con un área vinculada, cuya autoridad central recaía en su jefe y que de manera espontánea se agregaban a una cofradía religiosa. Claro ejemplo de este último entorno es el enclave rifeño del Norte, propiciando numerosos levantamientos locales y poniendo en serio peligro al sultán, al empujarlo a amortiguar sus tentativas de dominación.
“Los traspiés y despropósitos expansionistas junto a las intransigencias nativas remataron la naturaleza del concepto de Protectorado, transformándose en una dirección directa de rúbrica colonialista”
Inicialmente se preconizaba un enfoque tendente a auspiciar los lazos hispanos marroquíes típico del primer regeneracionismo. O séase, hacer de Marruecos un estado independiente y aliado de España.
Pero las inestabilidades del Imperio jerifiano, tanto en su carácter gubernativo como de recursos, tonificó el denuedo colonialista de las potencias europeas en este territorio, particularidad que se cuajó con la expedición de embajadas específicas, predominio comercial en las bahías y una mayor intromisión política que ayudó a desmejorar la realidad marroquí. Y por si fuese poco, Francia dispuso poner fin a la política de observancia del statu quo en el Noroeste de África, pasando de un extremo a otro con una especulativa incursión pacífica. Amén, que los conflictos aparecieron aceleradamente, más aún, cuando la visual germana colisionaba abiertamente en el Mediterráneo con los propósitos británicos y franceses.
Posteriormente, al ardor osado de las influencias que se acrecentaban por el asunto marroquí, se emplazó a la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) en el que quedó suficientemente despejado el encaje prioritario de Francia y España como valedores de aquella comarca, siempre y cuando se acatara la facultad del sultán, la integridad del territorio jerifiano y la holgura económica. Y entretanto, se vislumbraba un vasto devenir de conexiones entre Madrid y el Norte de África, pero no exentas de arduas rigideces.
Progresivamente, los acuerdos subsiguientes al escenario de Algeciras, pincelaba la presencia española en el Rif, prefacio del avispero marroquí, además de Yebala y las plazas de Ceuta y Melilla con 23.000 kilómetros cuadrados.
A pesar de ello, el asentamiento del Protectorado Español habría de aguardar al año 1912, porque hasta entonces las refriegas derivadas de la intransigencia local marroquí totalmente disconforme a la aceptación del dominio en aquel territorio, se convirtió en la punta de lanza de constantes acometidas y enfrentamientos, que acabarían causando miles de bajas entre civiles y combatientes de ambos bandos. Uno de aquellos embates corresponde al Desastre del Barranco del Lobo (27/VII/1909) con más de 1.200 bajas producidas.
Durante esta acción, las decisiones transmitidas desde la capital de España al Ejército eran incontestables y directas para reprimir a los sublevados con el bombardeo de poblaciones, la quema de viviendas y campos de cultivo en un paraje de evocación infausta, diseminando el estupor de una autosuficiencia baladí por parte de individuos excedidos de autocomplacencia y sin empatía hacia los hijos del pueblo, que, a su vez, se sentían acogidos por una bandera que generaba una riada de huérfanos y viudas y unos pocos predilectos. Sin duda, este primer fracaso debía de haberse aprovechado para allanar males derivados de unas tropas de levas infundidas en una ilusoria superioridad, pero parcamente motivadas, demuestra a todas luces la inepta interacción, además de la deplorable experiencia heredada durante 1898.
Con esta temeridad se pensó en culminar de una vez por todas la crisis marroquí, pero los intereses de los dos bloques emergentes europeos, estos son, primero, la Triple Alianza formada por Alemania, Italia y el Imperio austrohúngaro y segundo, la Triple Entente, conformada por la alianza franco-rusa, la Entente Cordiale franco-británica de 1904 y el acuerdo ruso-británico de 1907, desplomarían definitivamente los afanes de conservar vivo el statu quo en Marruecos.
Los traspiés y despropósitos expansionistas junto a las intransigencias nativas remataron la naturaleza del concepto de Protectorado, transformándose en una dirección directa de rúbrica colonialista. La praxis colonial desenvolvió en las gentes marroquíes, y por añadidura, en el Magreb, tal como reza el título de esta disertación, un sentimiento etnocéntrico que se limitó a una feroz resistencia al modelo colonialista que engarzó el Tratado de Fez (30/III/1912) y su aplicación descompuesta en la práctica. El tenaz aguante rifeño y los enfrentamientos hispano-marroquíes alcanzaron su cenit en 1921, cuando se ocasionó el Desastre de Annual: cataclismo militar con manantiales de sangre, retrocediendo en el tiempo para caer en la cuenta de las tragedias de Cavite o Santiago de Cuba, que aclararon los espejismos de grandeza hasta convertirse en energía térmica disipada, en este caso, abrasada en el cielo de la sombra rebelde.
La decadencia de Annual y el fallecimiento de Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), van a ser el punto de inducción para una lucha encarnizada entre España y las Fuerzas Tribales de Abd-el Krim (1883-1963), convertido en líder carismático del movimiento anticolonial, aunándose los ímpetus de dos sectores propiamente contrapuestos del Ejército: primero, los ‘africanistas’, con la distinción de Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) y José Millán-Astray y Terreros (1879-1954) y, segundo, los ‘no intervencionistas’, encaramados por Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) y Primo de Rivera.
Los síntomas nocivos de una guerra improductiva y las tensiones internas en el interior del Ejército, cesaron tras enormes esfuerzos y el apoyo de Francia con el consabido Desembarco de Alhucemas y el laberinto de los contingentes indígenas.
La humillación de Annual había destapado la sagacidad y capacidad de organización de las Tribus del Rif, evidenciando la semblanza del bereber insurrecto y, a la par, el fiasco estrepitoso del Ejército Colonial Español y su ineficacia para contraer un papel moderno tras la fisura del 98.
Finalmente, a pesar del profundo rechazo de gran parte de la población, si lo contrastamos con la Guerra de Cuba, los nuevos criterios colonialistas tendidos por una buena parte de las clases económicas, políticas y militares, situaron a España de cara a renovados pasos extra peninsulares en el Norte de África. Tales motivaciones fueron las que imprimieron el acontecer de una aventura colonialista sin fundamento y con el elevado coste humano reprimidos a sangre y fuego.