Se nos queda en casa el gran capitán del Club Melilla Baloncesto, Juan Ignacio Romero, seguro. Es que le hemos gustado y él a nosotros; de manera que ese gigantón llegado del cordobés Valle de los Pedroches ha sido adoptado por la España africana, pero sólo porque ha sembrado cariño, sólo porque es un tiazo como la copa de un pino y no sólo por sus 2,15 metros de altura, sino por la anchura de su corazón.
Treinta y algo –pocos– años, seis tacos y pico en la llanura del Gurugú, allá por los arrabales del Cerro de San Lorenzo, con aires salitrosos del medio marino y mediterráneo, 200 partidos en las filas del Melilla Baloncesto que hoy preside un sefardí de categoría, don Jaime Auday. Maite que viene de docente a la ciudad de Pedro de Estopiñán. Juan Romero, hijo ensolerado en Melilla, gordo, enorme, como su puñetero padre. Nacho Romero se queda en Melilla, no podría ser de otra forma, porque se ha enamorado de la tierra que acogió, en su día, sus postreros años de jugador de baloncesto del más alto nivel. Seguro que Auday y Mustafa Mohand tienen cartas de pócker en la bocamanga, sí, sí.
Juan Ignacio Romero, natural de Los Pedroches –ay mi Córdoba de Julia, mi madre– y que sigue jugando baloncesto de altas miras, ha sido internacional absoluto español, jugador de la plantilla del Real Madrid y del sevillano San Fernando, a las órdenes de Javier Imbroda, pero es, sobre todo, un melillense comprometido. Sí, porque el gentilicio no es fácil lograrlo, es una cuestión de devoción y Nacho tiene devoción por Melilla.
Dejemos, si quieren, el aspecto deportivo, del cual el abajo o arriba firmante entiende poco, aunque entiende que estamos ante una gran figura del básquet.
Nacho, su esposa Maite Madroñal y su hijo, Juan –sin saberlo, porque es un querubín recién nacido– se han metido en el corazón de los melillenses. El veterano jugador se hace sitio a codazos para comprometerse con los más necesitados. Se tira de cabeza a los colegios para promocionar la práctica de las mejores costumbres: el deporte. Y luego tiene su propio ambiente, el íntimo, el de los seres humanos con corazón abierto, sin reservas.
¿Y cuál es ese ambiente íntimo? Es una familia que se reúne a diario en ‘La Oficina’, ergo, el Puente del Mineral. Allá vuelan las birras y navega sin complejos la amistad en grado sumo, es decir, desinteresada. Todo ello bajo el patronazgo de un gigantón que tiene el mismo corazón, tan claro, tan transparente como el que viaja con su hijo Juan. En tiempos de crisis, importar a un ser humano como Nacho Romero es un lujo que sólo pueden permitirse las grandes potencias de la sensibilidad humana.
Felices 200 partidos, felices siete años y pico, Nacho.
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