Séfora Vargas Martín es mediadora cultural y una de las primeras abogadas españolas de etnia gitana. Durante su etapa universitaria, mientras estudiaba Derecho en la Universidad de Sevilla, promovió agrupaciones, comités, asociaciones y distintas actividades en pos de los intereses y derechos del pueblo gitano. Un ejemplo para muchas mujeres gitanas que continuaron los estudios postobligatorios.
–¿Por qué decidió estudiar Derecho?
–Tengo que ser honesta. La primera vocación a la que quería optar era policía o militar, pero, a pesar de que en la familia había tradición militar, a una mujer gitana no se lo iban a tolerar. Mi madre solía bromear con que si me alistaba al Ejército, me ataba. Entonces tuve que elegir una carrera que se estudiase en Sevilla y que mis padres me permitieran. A pesar de todas las circunstancias, le tenía que estar agradecida porque ellos ya estaban haciendo un esfuerzo titánico en dejarme hacerlo.
–En aquel momento que una mujer gitana estudiase no era lo habitual.
Claro. En ese momento yo tenía 18 años y ahora tengo 42. Son muchos años ya. En aquel momento fue algo totalmente diferente y rompía de lleno con el concepto de gitanidad de entonces.
–Fue un ejemplo para muchas mujeres de la época que comenzaron a cursar estudios postobligatorios.
–Pertenezco a esa primera generación de mujeres gitanas que comenzaron a estudiar. Sería incapaz de decir que fui la primera porque hay ejemplos de mujeres que si no estudiaron Derecho, fueron otras cosas igual de loables y tienen muchísimo mérito porque son mayores que yo. Pero es verdad que en el mundo del Derecho éramos muy pocas las que estudiábamos y nos tocó una parte muy difícil: romper moldes y transformar valores. Conseguimos añadir a ese sentido de la gitanidad un plus más, como es que ser gitano es tener cultura, formación, estudios… Una vida plena en derechos e igualdad al resto de ciudadanos.
–¿Qué supuso aquello?
–Nos dimos cuenta que sin formación era imposible estar en un plano de igualdad con la sociedad mayoritaria. ¿De qué nos servía que la Constitución contemplase la igualdad si nosotros mismos, por el desconocimiento que habíamos pasado, no estábamos a ese nivel de la sociedad? No teníamos conocimientos para defendernos. Era imposible. Conocí a unas compañeras en la facultad y fundamos la primera Asociación de Mujeres Gitanas Universitarias en Europa, Amuradi.
–Su familia llevaba bien que estudiase una carrera, ¿pero cómo se lo tomó el resto de la comunidad gitana?
–La mujer gitana siempre ha tenido diferentes techos de cristal, muchos más que la mujer no gitana. La mujer en general siempre ha estado sometida a una discriminación histórica, sistemática y positivizada por ley. La mujer para leer, estudiar, trabajar o viajar necesitaba permiso marital o parental. A eso hay que añadirle que el pueblo gitano, en ese momento histórico, estaba en un estado de muchísima necesidad. Estábamos saliendo de una dictadura. La democracia es muy joven y restaurar lo que había sido destruido durante casi seis siglos no se consigue en tan pocos años. Nuestra lucha fue titánica porque teníamos el apoyo de nuestros padres y de nuestras familias, al menos en mi caso. Fuimos libres y nos ampararon, pero también teníamos nuestras limitaciones. Aún así, entendíamos que en nuestro código ético, no se podía hacer todo y que teníamos que esperar un tiempo.
–¿Cree que la situación ha cambiado tanto como en el resto de comunidades no gitanas?
–Si miramos la proporción, somos una minoría. Pero dentro de ella, el porcentaje de personas que están cursando, o ya lo han hecho, estudios de segundo grado o universitarios es enorme. Ha aumentado muchísimo. Hay muchos gitanos y gitanas abogados, médicos, traumatólogos… Mi prima es médica, otra es licenciada en Turismo, otra es periodista. Ya se puede hablar de cambio y de primeras generaciones que han tenido su fruto. Aún así, eso no quita que, de vez en cuando, haya gente que te critique o entienda que no eres ortodoxamente gitana.
–Cuando comenzó a estudiar y a romper estos moldes de los que habla, ¿tuvo alguna crisis de identidad?
–He tenido muchas crisis de identidad a lo largo de mi vida. Cuando comencé a estudiar Derecho, tuve un novio gitano y me pidió. Lo que en un principio pareció que él me iba a apoyar, luego no resultó igual. Me dio a elegir entre seguir con mi carrera universitaria o el rol típico de las mujeres de ese momento. Mi madre me enseñó que era gitana, me dio una educación cristiana evangélica, pero también me había educado para algo más. En aquel momento fui consciente de que no estaba preparada para eso y que no era la vida que yo quería. Quería tener una vida normal, poder elegir y ser quien quisiera. Aun así, después de eso, hay muchos otros momentos en los que, cada vez que das un paso que se sale del dogma, es como volver a empezar porque estás creando nuevas realidades. Eres punta de lanza para romper tradiciones que ya no se adaptan a las nuevas necesidades.
–¿Cómo se sintió al ser parte de esa punta de lanza?
–Hoy por hoy me siento muy orgullosa, pero no quita que en su momento lo pasé mal.
–Aparte de abogada, también es escritora. Tiene un blog y además publicó su primer libro el año pasado.
–Sí. Tengo que decir que ‘El precio de la libertad’ es el primer libro escrito en España por una autora gitana y que habla de violencia de género, abusos sexuales, radicalismo religioso, malas interpretaciones bíblicas, aborto, feminismo blanco, feminismo gitano… Me siento muy orgullosa de él. Tuve miedo al principio porque no sabía la repercusión que podía tener, pero alguien lo tenía que escribir y poner voz a esas mujeres. Había editoriales que quisieron transformar mi texto, cambiar la portada o no querían que hiciera presentaciones en sitios humildes. De ninguna manera iba a permitir que se contara en nombre de alguien que no es gitano. Era algo que tenía que contar yo cómo y dónde creía oportuno. Así que me lancé y lo hice yo sola.
–¿Un mensaje para las mujeres que la leen?
–Que sigan siendo inteligentes, que sepan elegir lo más bonito de las tradiciones y que rompan las que ya no son útiles. Que continúen siendo precursoras del cambio, de mantener las tradiciones más bonitas, pero que no se dejen mutilar ni limitar por algo por lo que no se sientan identificadas.
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