Cuando se habla de la muerte como parte de la vida, se ahonda en la filosofía y la lógica de la existencia natural de los seres humanos. En ese equinoccio vital y en días en los que la noche se equilibra en su duración con el día con la llegada de la primavera, se asiste a uno de esos episodios en el que el desprecio por la sangre inocente alcanza su mayor cota de maldad.
Hay una curiosidad expectante, mezclada con temor y gratitud, que nos permite experimentar la desgracia a una distancia confortable. Más allá de los sentimientos que provoca la muerte indiscriminada de tanta gente y fruto de la barbarie de la guerra y su provocación; con el infinito mayor grado cuando se trata de niñas y niñas atrapados en la sinrazón de la contienda y que nunca tendrán ocasión de crecer, entender, y menos de comprender, nos deja una besana, un surco difícilmente cultivable de esperanza.
Pero si lo anterior citado se siente y lamenta con sinceridad, desde la lejanía, hay acontecimientos de cercanía, pese a ser distintos, que por su lúgubre y radical monstruosidad su pegan a la piel. La denominada “vicaria” es la variante más execrable de la violencia de género, imposible que haya otro nivel comparable de crueldad. Dos pequeñas, dos infancias rotas, dos vidas segadas por quien, al menos, por contrato de sangre debió protegerlas siempre. En esta cima de la atrocidad que ni la locura atenúa si la hubiese, el debate palpita sobre si la ley de violencia de género, tal como está y con sus últimas mejoras añadidas, es suficiente para proteger a las victimas más vulnerables.
No supone poner es cuestión el esfuerzo de los poderes públicos el preguntarse si este esta protección es lo imprescindiblemente sólida. La ley debe ser garantista, sin duda, incluido para quien maltrata y es en potencia protagonista del asesinato. Pero en orden de garantías, la primera la vida y en este caso de las pequeñas que ya son trágico recuerdo. Mientras las dos cámaras de representación política, Congreso y Senado, en las que se debaten (o se supone) los intereses de la gente, derrochaban gran energía estéril en la violencia del matonismo verbal, el vituperio y el insulto (diversas “señorías” tuvieron un alarde de afán desde el ansia de ser vistas y oídas, que no escuchadas porque eso es demasiado ambicioso, por el líder), se conocían inquietantes detalles de este caso extremadamente turbador y su ámbito.
Si quien les asesinó, su padre, estaba, dice de ser, bajo una “orden de alejamiento” de la madre y custodia, difícil es de entender que tuviese a las pequeñas con él y además, fuera de control.
Se ha repetido por certeza, que un maltratador no puede ser un buen padre, por ello sus derechos deben ser limitados y, si acaso, más aún al ser la vida de pequeños y pequeñas la que está en vilo. Un sórdido juego de ira, odio y venganza llevado al extremo como este episodio, no el primero y desde la débil esperanza, aún esperanza en sí, que ojalá sea el último. Imposible llegar al total conocimiento del comportamiento humano y a sus salidas de esta condición, a su crueldad, pero quizás siga habiendo margen de mejora de la prevención ante hechos que por la irreparable pérdida de sangre inocente, exigen el esfuerzo. De nuevo, dos pequeñas almas, desde donde estén, lo ruegan.