Uno de los “pasatiempos” preferidos de Salvador Soler (Melilla, 1954) son los grupos de colección de fotografías en Facebook. Él figura en dos –uno de fotos antiguas y otro de fotos modernas- y sube imágenes “de vez en cuando”.
Nació en una casa en el barrio de Falda de Camellos y conoce bien Melilla, puesto que, de pequeño, vivió en Polavieja, el Hipódromo y el Real. Allí, al vivir muy cerca del Real Cinema, se aficionó al séptimo arte y cada vez que podía se acercaba a ver las películas que proyectaban. Una vez que no disponía de dinero para la entrada, Pepe, el portero, le permitió pasar gratis.
En el Real también comenzó la escuela. Uno de los colegios se encontraba donde el antiguo Cine Español, en la calle Valladolid. Dos o tres colegios más por el Real y, cuando se urbanizó el barrio Virgen de la Victoria –que, según Salvador, prácticamente lo “inauguró” su familia-, pasó al colegio del Patio del Cura, que ya no existe como tal.
Eran tres hermanos con sus padres. En el barrio jugaba a lo típico de la época, “lo que había”, como la bicicleta y al fútbol. No había maquinitas, claro.
Más tarde estuvo un año en el antiguo instituto del Mercado Central, de donde se cambió al Leopoldo Queipo, que entonces no tenía nombre. Allí realizó el bachillerato elemental.
Cuando salía de clase del instituto, por la tarde, iba a una academia. Algunos sábados, cuenta, tenía que ir por la mañana al instituto. Incluso, en los días previos a los exámenes, asistía a la academia los domingos por la mañana.
Salvador recuerda con claridad que había muchísimas academias en aquella época en la ciudad autónoma. Cita tres –Cervantes, San Juan Bosco y San Luis Rey- en cuestión de 150-200 metros. Y en el antiguo Calvo Sotelo, otra academia y un colegio más arriba. Su vida era instituto por la mañana, comida, instituto por la tarde, merienda y academia, para salir ya de noche.
Total, que hasta que no llegaba el fin de semana apenas tenía tiempo de esparcimiento. Era entonces cuando se juntaba con sus amigos. No existían las posibilidades de hoy en día, pero, aun así, disponía habitualmente de dos planes, uno mejor que otro. Su favorito, los guateques en casa de algún amigo. La segunda opción, la discoteca, y podía ser Chez Manú, en una esquina frente al cine Perelló, o el Olimpo, detrás del Ánfora. O también la discoteca Hornabeque, en el foso, cree recordar que propiedad de un capitán de Artillería.
También rememora Salvador que alguna vez acudió a alguna fiesta en La Hípica, con 14 ó 15 años, y que, si tenían él y sus amigos la suerte de que los dejaran entrar, les exigían llevar corbata. La mayoría la guardaba en el bolsillo, se la colocaba para pasar y se la quitaba en cuanto podía. Salvador solía utilizar alguna de su padre, porque la del instituto era “muy cantosa”, y bastante que la llevaba puesta todos los días como para repetir el fin de semana.
La corbata se popularizó, o esa es la impresión que transmite Salvador, cuando llegó la época de los pantalones de campana. Entonces sí que se la ponía para lucir delante de los amigos.
Con 17 años, entró voluntario en el Ramix 32, donde hizo la mili y ya se quedó. Pasó los cursos de cabo y cabo primero y más tarde se presentó a suboficial. Disfrutó de un tiempo en la Academia de Madrid, de donde salió siendo sargento, y se marchó dos años a Bilbao. Volvió a Melilla, se casó y tuvo dos hijos. Tiempo después, lo ascendieron a oficial y se marchó a la península, pero regresó.
Se aficionó al fútbol sala y participó en torneos, primero, en equipos militares, generalmente de su cuartel, con distintos nombres –Artillería, Ramix 32 o Santa Bárbara-, y después en un equipo local, Progeisa FS. En 1992, debido a un accidente, tuvo que dejar la práctica en activo y estuvo de entrenador durante cuatro o cinco años. Finalmente, abandonó el fútbol sala por motivos laborales.
Ahora vive en el barrio de la Victoria con su madre, que va a cumplir 90 años, pero aprovecha que está jubilado para ver a sus hijos y a sus nietos a Retamar (Almería), donde también tiene casa.
Hace ya tiempo que está en la reserva y jubilado, pero, por lo que le cuenta uno de sus hijos, que ha seguido sus pasos, el Ejército es “totalmente diferente de lo que había actualmente”.
En cuanto a la ciudad, pese a vivir en ella, la percibe “muy cambiada”. En parte, le parece positivo, ya que cree que hay “muchas cosas que se están haciendo muy bien”, como el cuidado de los fuertes y de El Pueblo, y que Melilla está “mucho más moderna ahora”.
También ha variado el ocio: de los antiguos chiringuitos donde ahora está el puerto Noray a la Plaza de las Culturas o a la Cuesta de la Topo –“como la llamaban antes”, en la Alcazaba- o la zona del Cargadero del Mineral con el paso de los años.
Ello no es óbice para que añore la Melilla de aquellos tiempos. “Muchas veces paso por la Avenida y es un desierto. Antes estaban la Avenida y las calles adyacentes llenas de gente. Hoy en día voy por allí y da pena verla”, afirma con lamentación.
“Me gusta todo lo que se está arreglando, pero hay muchas cosas que no se han respetado. ¡Con la cantidad de comercios minoristas tan grande que había en Melilla y hoy día no sólo es que estén cerrados! ¡Es que han echado abajo los edificios!”, exclama.
Y, si no, la calle Margallo, otro lugar emblemático de Melilla que “tendrá una acera muy bonita, pero ya no es lo que era”, dice, y le viene a la mente cuando, desde la parte de abajo hasta el mercado antiguo, se colocaban escaparates en la noche de Reyes para las compras de última hora para los hijos. Una noche su hermano pequeño se perdió allí. Será por los recuerdos, dice, pero la prefería como estaba antes.
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