Opinión

Saint Malo, la poderosa declaración de intenciones de la defensa europea

El 4/XII/1998 en la localidad de Saint Malo de la Bretaña francesa y en el marco de una cumbre bilateral, el presidente de la República Francesa Jacques Chirac (1932-2019) y el primer ministro británico Tony Blair (1953-70 años), rubricaron la declaración conjunta que se valora el pilar fundacional de la política europea de seguridad y defensa, dispuesta explícitamente en el Tratado de Maastricht (7/II/1992).

Un cuarto de siglo más tarde, la Declaración de Saint Malo se suscribió entre dos Estados miembros y sin colaboración de la Unión Europea (UE), pero constituyó unos fundamentos esenciales que han sido durante años el soporte legal, y que a su vez ha conformado el florecimiento de la magnitud de seguridad de la Política Exterior de la Unión y de las misiones de paz y cooperación en materia de seguridad. Al mismo tiempo, puso el punto y final a cinco décadas de impedimento británico a la viabilidad de que el proyecto de integración europea abarcase el avance de una política de seguridad y defensa adecuada.

Ni que decir tiene, que este documento deshizo tres obstáculos que hasta entonces habían definido los debates: primero, postuló una “capacidad de acción autónoma” de la UE en materia de seguridad y defensa; segundo, interpeló “estructuras apropiadas” para las operaciones de adopción y culminación de decisiones y tercero, llevó a cabo una llamada a “fuerzas militares creíbles y medios para decidir usarlas”. Sin duda, se erigió en una potente declaración de intenciones que adquiere renovada fuerza en el reinante entorno de la guerra que se libra en Ucrania.

Y por si fuese poco, en las postrimerías de la década de los noventa, Saint Malo promovió el tratamiento en la UE de un espacio político cuyo proceso de formación había sido y es inacabado e indefinido, por causas de intransigencias intergubernamentales a la integración de un recinto angostamente coligado al núcleo duro de la soberanía estatal: la seguridad y la defensa.

Con estos mimbres, hace veinticinco años los gobiernos francés y británico formularon un compromiso sobre la defensa europea y con arreglo a esta declaración, la UE debía contar con la capacidad suficiente para un proceder íntegro patrocinado por fuerzas militares viables, los medios para determinar acerca del recurso a las mismas y la disposición para implementarlo, a fin de responder apropiadamente en caso de crisis. Conjuntamente, se instituía que la seguridad colectiva era un menester de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y que ésta ejercía una tarea preponderante en la defensa territorial de Europa.

Por aquel entonces, el ideal europeo desde su establecimiento por el Tratado de Roma, se había postergado de las cuestiones militares de seguridad y defensa. Todos estos componentes quedaban encomendados en primera instancia en la OTAN y de manera más insignificante en la UE Occidental, que a partir de una determinada circunstancia pasó a valorarse como el brazo armado de la Unión.

El Tratado de Constitución sancionado conjeturó el ápice de una inflexión emprendida con el Tratado de Maastricht, con la introducción decisiva de la defensa como un elemento de la esencia política que intentaba establecerse. Así, por primera vez en el dietario de la UE, se agregaba una cláusula de defensa mutua que configura una ruptura contundente con el pacifismo acostumbrado de la organización.

El motor principal de esta transición ha sido la voluntad denotada por una mayoría de miembros de la Unión de convertir la institución de un mero espacio económico a un ente de índole político.

Esa dilatada, espinosa e inacabable transformación de la política exterior de seguridad y defensa, totaliza un factor indispensable para calificar a la Unión como un genuino actor político. Ciertamente, la política de defensa europea ha sido más una actuación de voluntad que un requerimiento estratégico.

Dicho esto, el afianzamiento constitucional de una defensa europea no entraña que el futuro progreso de este calibre no disponga de al menos tres elementos de resistencia interna específicos.

Primero, existe un grupo de estados que pueden concretarse como atlantistas, precedidos por el Reino Unido, que contemplan no sólo infundado sino arriesgado otorgar a la Unión de una facultad autónoma de defensa común, si ello ayuda a amortiguar el nexo trasatlántico.

Para estos actores, una variable es conferir a la Unión de una capacidad militar de intervención exterior para contribuir en crisis de manera independiente, y otra diferente es que la defensa de Europa continúe siendo incumbencia fundamentalmente de la OTAN.

En este aspecto, cualquier impulso europeo que proporcione la disyunción de los Estados Unidos con relación a la defensa de Europa, es contemplada por este grupo de miembros como una intimidación indiscutible a su seguridad.

"En el contexto retratado en estas líneas, la Unión Europea dispuso abrir brecha en la arquitectura de sus capacidades militares, una obra de calado emblemático que hunde sus raíces en el último reducto de los estados nación, e ingresa además de lleno en un área acaparada para el patrocinio de la articulación transatlántica"

Segundo, se constata otro grupo de socios que regularmente se han declarado como neutrales o no alineados, a lo que hay que matizar que peculiarmente son remisos a nuevas evoluciones en materia de defensa, dado que no están por la labor de adjudicarse otras responsabilidades en este terreno. Su posicionamiento es problemático en la medida en que la neutralidad da la sensación de poseer como cumplimiento razonado la presencia de dos extremos sobre los que conseguir la equidistancia, por lo que una vez consumada la confrontación entre bloques, este punto de vista de imparcialidad está falto de sentido.

Sin embargo, en estos estados perduran tres legados de la Guerra Fría (1947-1991) que no serán sencillos de franquear. Llámense el soberanismo, o séase, el principio de que su defensa es un asunto rigurosamente nacional que no ha de estar en manos de los deberes de otros; el aislacionismo o la negativa a implicarse en alianzas que puedan llevar consigo empeñarse en coyunturas militares en las que no estén estrictamente implicados sus intereses de seguridad; y por último, el pacifismo o rehúso a la utilización de la fuerza militar si no es en la defensa escrupulosa tanto de su soberanía como de su territorio.

Por estos argumentos, este grupo de estados neutrales que ya han puesto considerables oposiciones al encaje de una cláusula de defensa común en el Tratado Constitucional, previsiblemente seguirán siendo más adelante un serio entorpecimiento al desarrollo de la defensa europea.

Y tercero, nos topamos con otro grupo que se incorpora a la teoría atlantista con algunos principios soberanistas. La enseñanza de los países del Este doblegados durante décadas a la supremacía arbitraria soviética, hace que su apreciación de seguridad sea más aguda que en los territorios de Europa Occidental. O lo que es lo mismo, tienen más convicción en el colchón de seguridad que les aporta los Estados Unidos por medio de la OTAN, que en el probable desarrollo de una defensa europea autónoma.

Pero a este atlantismo extremado, por momentos más acusado que el de los europeos atlánticos, ensamblan su rechazo a supeditar la recuperada soberanía nacional a las grandes potencias occidentales. Por este doble rasero, los países del Este distinguen el tratamiento de la política de defensa común con desconfianza e incluso como un peligro. Sus intereses dominantes en Europa se centralizan en la órbita económica, mientas que su confianza estratégica la encomiendan en Estados Unidos, un aliado que les brinda mayor protección en este ámbito y con menor probabilidad de intromisión en sus políticas nacionales de seguridad y defensa.

En definitiva, adelantándome a lo que posteriormente fundamentaré, puede sostenerse que la voluntad política en la Unión para desenvolver una política de defensa común no es acorde y ni tan siquiera mayoritaria. El caballo de batalla resulta en que las evoluciones que están por venir en materia de defensa común se hallan direccionadas más en consonancia de la voluntad política de los Estados, que de las imprecisas disposiciones constitucionales. Máximamente, cuando la cláusula de asistencia integrada con tantísimo empeño al Tratado, reside en una simple observación al Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas.

En esta perspectiva, el Tratado Constitucional viabiliza poder evolucionar en el perfeccionamiento de una defensa europea, pero no asegura que este progreso vaya a desencadenarse.

Es más, converge un consenso extendido en el seno de la Unión de que la defensa de Europa debe seguir siendo competencia exclusiva de la Alianza Atlántica, como se identifica en el Tratado al apuntar que la OTAN “seguirá siendo, para los Estados miembros que forman parte de la misma, el fundamento de su defensa colectiva y el organismo de la ejecución de ésta”.

En opinión de diversos analistas, esta conformidad continuará en vigor en la Unión por un tiempo amplio, y por tanto, en sentido estricto resultará complejo referirse a una auténtica defensa europea.

El único ingrediente que puede revolucionar esta previsión en la interpretación de predisponer el resuelto desarrollo de una defensa europea al margen de la Alianza Atlántica, recaería en el éxito de las tesis aislacionistas en una teórica administración norteamericana. Así, únicamente en la hipótesis de que los Estados Unidos determinaran desligarse gradualmente de la OTAN, adquiriría significado estratégico la plasmación de una defensa europea autónoma e independiente.

Estar de acuerdo con este consenso sobre una segmentación de facto de compromisos mediante la cual la OTAN continuaría encomendándose en la defensa de Europa, mientras que la UE contraería de manera independiente operaciones en el exterior en las que la Alianza Atlántica determine no implicarse, no representa omitir que existen estados que valoran que una dimensión de defensa es un imperativo inexcusable desde la vertiente de la lógica política interna de la Unión.

Tómese como ejemplo el caso de la República Francesa, en aquel momento no sólo se aventuraba por el desenvolvimiento de una defensa autónoma en base a un raciocinio interno de cimentación europea, sino que lo concebía igualmente sobre un discurso estratégico. Este talante convertiría a la UE en un actor determinante de la seguridad, enteramente autónomo e independiente de los Estados Unidos.

De este modo, la Unión aportaría su granito de arena para encajonar un orden mundial más multipolar, en el que Estados Unidos dispondría de una extraordinaria dominación. En esta visual, la Unión habría de conducirse como una pieza de contención de la única superpotencia imperante.

Esta doctrina que habitualmente no se muestra de forma directa, pero que viene imprimiendo de manera trabada la política exterior y de seguridad francesa, e incluso la que atañe al eje franco-alemán, sostiene un importante respaldo en términos de valoración pública en unos cuantos miembros de la Unión.

Además, es imprescindible percatarse que en la Unión se confirma una grieta doctrinal, entre aquellos que prosiguen juzgando el vínculo trasatlántico como el componente aglutinador de la defensa europea y aquellos que siendo conscientes de este escenario, sueñan con instaurar una defensa autónoma. Este asunto cardinal para desentrañar propiamente una estrategia de seguridad europea, quedaba irresuelto y permanecía en cada uno los debates que concurren en materia de seguridad y defensa dentro de la Unión.

Sabedor de esta dicotomía, la Estrategia de Seguridad Europea bulle con significativas dosis de indeterminación entre ambos enfoques, aunque puede advertirse cierto patinazo hacia visiones más autonomistas. Así, el documento se reduce a encasillar a la OTAN como “una importante expresión de las relaciones trasatlánticas” de cara al Tratado Constitucional que la reconoce “fundamento de su defensa colectiva”.

"Saint Malo, puso el punto y final a cinco décadas de impedimento británico a la viabilidad de que el proyecto de integración europea abarcase el avance de una política de seguridad y defensa adecuada"

Por ende, el pasaje defiende el multilateralismo conveniente centralizado en las Naciones Unidas. Este punto implanta el primer engranaje que se quiere poner en movimiento a la hora de la verdad. Asimismo, se discrepa entre un socio global, los Estados Unidos y la presencia de actores regionales como China, Japón, Canadá y la India y con Rusia desempeñando un lugar diferenciado entre ambas jerarquías.

Esta bifurcación sobre el futuro de la política de seguridad y defensa tampoco parece que pueda prevalecer a través de las consagradas cooperaciones consolidadas, e incluso en la nueva cooperación combinada que traza el Tratado para esta materia concreta. Si bien, este procedimiento puede ser efectivo en tanto que fueran justamente los países neutrales o los socios, los que suscitaran indicaciones al avance de este formato militar de la Unión.

En ese imaginario, los estados poderosos hallarían el dispositivo “para avanzar más deprisa e ir más lejos”. La dificultad subyace en que el desafío doctrinal se muestra entre las dos principales potencias militares de la Unión, Reino Unido y Francia y hasta ahora ha existido un acuerdo sobre el hecho de que cualquier iniciativa de defensa europea estuviese carente de credibilidad, si no incorpora a la principal potencia militar de la UE: el Reino Unido. Luego, puede corroborarse que aquellos países que esperan asignar a la Unión de una defensa común al margen de la Alianza, habrán de observar que no prevalece una aprobación interna proporcionada, como para equipar a la UE de ese grosor, además de imponerse distintos condicionantes estratégicos que hacen de esa preferencia una amenaza para la seguridad de Europa.

Queda claro, que mientras no se consiga un consenso real sobre las metas de la política de seguridad y defensa a largo plazo, los progresos que vayan obteniéndose en este terreno tendrán objetivamente una base inconsistente. Y es que, las concepciones de seguridad y defensa resultan más enrevesadas de lo que pudiesen parecer.

Así como distingue la Estrategia de Seguridad Europea “las agresiones a gran escala contra un Estado miembro resultan hoy improbables”. Esto comporta que referirse a la defensa europea en sentido minucioso, referente a la exclusiva defensa del territorio, resulta ostensiblemente insuficiente. En cambio, en muchos momentos la seguridad europea se pone en juego a miles de kilómetros de las fronteras de la Unión. Por lo tanto, la política de seguridad europea en el marco de la Declaración de Saint Malo, habría de centrarse en la mejora de operaciones de gestión de crisis en el exterior, más que en la salvaguardia militar de su territorio.

El dilema es que en cuanto a las misiones en el exterior preside el preciso consenso entre los miembros de la Unión. Aun habiendo acordado una estrategia común e integrada en este tipo de misiones de paz y gestión de crisis en el texto constitucional, no todos los estados están en la misma dirección de comprometerse con estas operaciones. Esta ausencia de consenso está contenida en la redacción del Tratado, al acogerse a la receta de la cooperación estructurada para que algunos miembros evolucionen a mayor revoluciones y con más ahínco.

Sin lugar a dudas, el uso de herramientas de cooperaciones reforzadas ha adquirido importantes satisfacciones en la UE. Vicisitudes como la adquisición del euro o la plena libertad de circulación de personas, se han logrado por acomodar este molde de cooperación. Pese a ello, este patrón encierra algunos escollos, como la amenaza de moldear una Europa a dos o más velocidades que deteriore la cohesión de la Unión, o la instauración de un comité de grandes potencias con facultad para resolver y comprometer el posicionamiento del conjunto de la UE.

A este tenor, al igual que cuando citaba la defensa colectiva y también con relación a las misiones en el exterior, aparece un contraste entre las principales potencias sobre cómo modular estos mandados entre la UE y la OTAN. Francia pretendía conceder a la Unión de plena autonomía para resolver y desarrollar estas misiones de gestión de crisis al margen de la Alianza Atlántica. En contraste, otros estados como Reino Unido, era de la opinión de procurar preeminencia a la OTAN y en caso de que ésta prefiriese no comprometerse, valerse de los recursos de la Alianza.

La unanimidad que se apoya en esta cuestión es el apremio de una íntegra conexión con la OTAN, así como la persistencia de no duplicar capacidades. De la misma forma, se ha perfilado una compleja maquinaria de consultas y coordinación para etapas de crisis y no oscilaciones que engloba un protocolo de seguridad en la conducción de la información confidencial.

En consecuencia, en el contexto retratado en estas líneas, la UE dispuso abrir brecha en la arquitectura de sus propias capacidades militares, una obra de calado emblemático que hunde sus raíces en el último reducto de los estados nación, e ingresa además de lleno en un área tradicionalmente acaparada para el patrocinio de la articulación transatlántica. Este rumbo se inaugura en Saint Malo, donde más que a una cumbre bilateral entre dos socios comunitarios, se concurre al entendimiento entre dos panoramas de la defensa europea asiduamente contradichas.

Subsiguientemente, avanza con los Consejos de Colonia, Helsinki y Santa María de Feira, donde se redactan apartados fundamentales en razón de objetivos y capacidades tanto civiles como militares. Y se amolda con el impulso de un coloquio euroatlántico sobre la base de la OTAN y la UE, tan repleto de buenas intenciones como embarrado de suspicacias y tensiones. Desde ambos bordes del Atlántico se ha tanteado explorar un marco común de entendimiento que habilite el incremento de las capacidades, sin acortar los intereses y competencias de la OTAN.

Y mucho menos, sin dar el espinazo a los compromisos alcanzados y sin relegar del proceso decisorio a los socios atlánticos no comunitarios. Todo ello, sin ocasionar perjuicio alguno de la seguridad del continente.

Con lo cual, la reunión de Saint Malo, antecedida del Consejo Europeo de Pörtschach, presumió la aceptación de un nuevo actor en el tablero europeo de la seguridad y la defensa: la UE. Curiosamente, este acontecimiento de la historia de la integración se originó al margen de las citaciones comunitarias, en la que el denominado “Caballo de Troya” de los Estados Unidos, Gran Bretaña, asumía por vez primera la concepción de que “la Unión debe tener capacidad para la acción autónoma, apoyada por una fuerza militar creíble, los medios para usarla y la disposición de hacerlo, con objeto de dar respuesta a las crisis internacionales".

Finalmente, en aquellos tiempos perduraban en la Unión dos posiciones confrontadas sobre la definición y aspiración de su defensa. Para algunos, el propósito conclusivo de la causa debía residir en proporcionar a la Unión de una defensa común que aprobara la plena autonomía estratégica y la capacidad de defensa propia al margen de la OTAN. En cambio, para otros, la política de seguridad y defensa europea había de estar compenetrada y ser suplementaria a la efectividad de la Alianza Atlántica, y la defensa de Europa continuar siendo un compromiso primordial de la OTAN.

Junto a lo anteriormente aludido, se mantienen algunos estados tardos a contraer una responsabilidad de defensa allende de sus límites fronterizos, y otros fuertemente recelosos y escépticos en ceder su soberanía. Cada una de estas divergencias se proyectan en el juego de palabras con la que el pasaje del Tratado Constitucional y la Estrategia Europea de Seguridad debían hacer frente a las tesis más sensibles.

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