El año 2023 ha de considerarse especialmente revolucionario y belicoso para el continente africano, que ha vivido en sus carnes una cadena de golpes de Estados. Este vaivén político ha ensoberbecido a Rusia que ha aumentado su protagonismo en la zona. Sin ir más lejos, la República de Malí se ha constituido en uno de sus más estrechos cómplices. Adquiere armamento de Rusia y recibe frecuentes encuentros de sus delegaciones, la última promovida en las postrimerías del año recientemente finalizado, en la que se dialogó de cooperación para explotar riquezas mineras.
En este estado, al igual que ocurre en otros como la República Centroafricana o Sudán, se desenvuelve como pez en el agua el Grupo Wagner, que prosigue en África activo a pesar del fallecimiento de su líder Yevgueni Prigozhin. Mismamente, los lazos de Rusia se hacen sentir con ímpetu en Burkina Faso, donde la junta militar que impera desde 2022 llegó a rubricar un pacto con Moscú para llevar a término la construcción de una central nuclear. De la misma forma, la junta burkinesa desestimó de lleno las antiguas alianzas alcanzadas en su día con Francia, en materia de seguridad y se reunió en numerosas ocasiones con el Ministerio de Defensa ruso, conviniendo incrementar la contribución militar entre ambos.
Dicho esto, en los últimos trechos los países del Sahel están sumidos en un proceso de aislamiento de Occidente, más en concreto de Europa con Francia en la delantera, que los ha reportado a buscar el respaldo en Rusia, menos implacable en sus condiciones y que, a su vez, se erige en una amenaza latente.
Según señalan diversos analistas, este entorno ha traído consigo un fortalecimiento de los grupos yihadistas, que han sabido servirse del desierto dejado en la lucha antiterrorista para conseguir posiciones y agigantar todavía más el desequilibrio, con el supeditado peligro que para el Viejo Continente podría tener un futuro en sus formas más insospechadas, la acentuación de la inmigración.
Ciertamente, podría decirse que en la última década los esfuerzos antiterroristas occidentales en el Sahel no han logrado disminuir la insurgencia regional, lo que ha favorecido el desplome de la gobernanza y a la eventualidad de juntas militares en Burkina Faso, Malí y Níger.
Fijémonos sucintamente que la junta de Malí, primero, a la que más tarde se añadió Burkina Faso y, por último Níger, donde se produjo un golpe de Estado, todas dan la sensación de estar manteniendo un mismo dibujo de quiebra con Francia, que se ha visto obligada a concluir su operación antiterrorista Barkhane en el Sahel, pero además con la Unión Europea (UE). Sin embargo, en Malí continúa desplegado un contingente español en el marco de EUTM, aunque sin poder adiestrar a las fuerzas malienses para mejorar sus capacidades militares.
Digamos, que los combatientes han degradado la visión antiterrorista occidental de contención, mediante la neutralización o detención de yihadistas y de acoplamiento de capacidades del Estado en favor de tácticas más acometedoras y relacionadas con Rusia, suscitando un sentimiento antifrancés y antieuropeo uniendo el desengaño del conjunto poblacional con la frustración de Occidente para amortiguar la insurgencia. Aparte de la marcha de las tropas francesas del territorio, la misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Malí (MINUSMA) también ha consumado su retirada, donde pese a no disponer de la capacidad suficiente de lucha contra el terrorismo, sí que era un mecanismo de disuasión. A ello se incluye que Níger ha resuelto eliminar sus acuerdos en materia de defensa y seguridad con la UE.
Y entretanto, estos tres actores han establecido una Alianza de Estados del Sahel (AES), tras renunciar al G-5 Sahel que se instauró junto con la República Islámica de Mauritania y la República del Chad, para enfrentarse a la intimidación yihadista en la zona y han puesto sus expectativas en Rusia. Esto se debe mayormente a que le brinda una colaboración más atrayente, afrontando sus requerimiento habituales de seguridad para el régimen y se enfila a sus posiciones antioccidentales y enfoque militarista.
Ni que decir tiene, que el patrocinio mostrado por Moscú se ha descifrado con el empaque del Grupo Wagner en Malí, donde dispondría de un contingente aproximado de 1.000 integrantes, mientras que en el caso de Burkina Faso no ha existido un despliegue en sí, pero sí ayuda militar de otro tipo. Igualmente, los grupos de defensa de los Derechos Humanos han condenado tajantemente el número progresivo de matanzas y atropellos de las fuerzas de seguridad, o por voluntarios de defensa u otros grupos armados que defienden al ejército contra la población, lo que agrava el contexto y origina más inestabilidad y susceptibilidad.
Así, los grupos yihadistas están ganando poderío en el Sahel. Ejemplo de ello es el Estado Islámico Provincia Sahel (ISSP, antiguo Estado Islámico en el Gran Sáhara), que ha incorporado a decenas de seguidores y se hace con la dominación de importantes sectores del territorio en la región.
"Hoy por hoy, la cresta de tentativas golpistas están salpicadas por multiplicadores regionales como la inseguridad, la pobreza, la corrupción o los forcejeos entre facciones que dividen aún más al Sahel y África Occidental"
Conjuntamente, desde la partida de las tropas francesas, ha logrado establecer cierta forma de régimen en algunas de las superficies bajo su control, principalmente, en el noreste de Malí y en la divisoria con Burkina Faso y Níger. Si la dirección de ISSP se acredita como más sugestivo que los líderes de las juntas en la región pueden proporcionar, será un desafío complicado de devolver.
Tal como indican los expertos, el gran escollo pasa porque se instituya un mini califato que empuje a guerrilleros de otros sitios como ya sucedió en la República Árabe Siria y la República de Irak, algo a lo que en el pasado ya emplazó Estado Islámico.
En lo que atañe al Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), la filial de Al Qaeda en el Sahel, se ha visto desalojado por Estado Islámico de algunos sectores de Malí, pero se ha hecho fuerte en el centro y próximo a la capital en el sur, Bamako, comenzando a interesarse en tomar ciertas demarcaciones en los países del golfo de Guinea y extendiendo sus acometidas a Costa de Marfil, Benín, Togo y Ghana.
Con estos mimbres, el Sahel, un suelo incógnito hasta tiempos recientes por Europa a pesar de sus conexiones antiguas con el continente africano, es un espacio en el que habitan unos 125 millones de individuos que no saben en su relato nómada de límites fronterizos y que se atinan cercados de múltiples conflictos, guerras e intemperancia militar que repercuten de lleno en la sociedad, como de un sinfín de excesos y represión violenta policial, desdicha, marginación, quebrantamiento de los derechos humanos, escasez de proyección urbanística, inconvenientes medioambientales, crimen organizado y terrorismo yihadista en ascenso.
En suma, una extensión de lugar de paso efímero y subsistencia de movimientos tribales, en los que se ha convivido con colisiones virulentas, étnicas e intercomunitarias. Una tierra que es un recinto que aguanta a los laberintos impetuosos entre los autóctonos, migrantes, componentes del crimen organizado, traficantes de todo género y grupos de terroristas yihadistas y que, en su conjunto, está acomodado por gobiernos debilitados con sociedades fragmentadas que digieren a más no poder todo tipo de enfrentamientos entre numerosos grupos locales.
Un Sahel que es contemplado desde Europa como turbulento y levantisco como resultado del soporte de transacciones comerciales ilícitas y que tienen como meta definitiva el tráfico de armas, drogas y personas. También, un comercio en los que juegan en apoyo interesado los terroristas yihadistas, dando amparo y transporte de sus productos al crimen organizado. De este modo, se llega a sacar a colación literalmente el Sahel como “la mayor incubadora del terrorismo del planeta”.
Con lo cual, difícilmente puede soslayarse que el entresijo en el Sahel se ha transformado en un peliagudo avispero donde las múltiples crisis, de signo y procedencias distintas, se intercalan unas sobre otras. Paradójicamente, conforme se desencadenan los acontecimientos, paulatinamente el paisaje se va descomponiendo, al tiempo que cada vez es más incomprensible omitir su verdadero calado geopolítico.
Si los golpes de Estado en la región responden a lógicas propias, igualmente comparten algunas peculiaridades, como un evidente ingrediente antifrancés. En este momento las juntas militares de Malí, Burkina Faso y Níger han imprimido esa tendencia en una alianza militar, con todo lo que ello envuelve.
Decía al pie de la letra el presidente en funciones y líder de la cúpula golpista de Malí, el coronel Assimi Goita: “He firmado hoy con los Jefes de Estado de Burkina Faso y de Níger la Carta de Liptako-Gourma que instituye la Alianza de Estados del Sahel (AES), que tiene como objetivo establecer una arquitectura de defensa colectiva y de asistencia mutua para el beneficio de nuestras poblaciones”. Por otro lado, el ministro de exteriores maliense, Abdoulaye Diop, comentó en un acto de índole informativo: “Esta alianza será una combinación de los esfuerzos económicos y militares entre los tres países. Nuestra prioridad es la lucha contra el terrorismo en los tres países”.
Citado con esta fórmula grandilocuente, los rasgos de este consorcio repican a algo así como a las de una mini OTAN del Sahel, con una orientación antiterrorista en un territorio golpeado por varias insurgencias yihadistas, cuyas demoledoras secuelas han tenido mucho que percutir con el rehúso a la estampa militar occidental y el sostén popular a los golpistas. El término de Liptako-Gourma que confiere nombre a la carta fundacional, es una zona fronteriza entre los tres estados que se creen el foco candente de esta maraña. En atención al análisis realizado por el Global Terrorism Index, Burkina Faso, Malí y Níger son comparativamente el segundo, el cuarto y el décimo estado más agitados del planeta incididos por las zarpas aciagas del terrorismo.
Pero es indiscutible que más allá de los empeños antiterroristas, esta alianza entrevé un ofrecimiento de apoyo bilateral ante las imposiciones de entidades como la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y la Unión Africana (UA), que han reprobado a los regímenes golpistas de los tres estados. Mirando a Níger, la CEDEAO advierte con una interposición militar si la sublevación que culminó con la destitución del presidente Mohamed Bazoum no es devuelta.
Las conversaciones para prescindir de una acción bélica de estas características prosiguen. El presidente de Nigeria, Bola Tinubu, el principal hacedor detrás de la permisible intervención, ha señalado que esta podría sortearse si los golpistas se comprometen seriamente a materializar una posible transición a una autoridad civil en el plazo de nueve meses. En contraste, la Junta reclama un mínimo de tres años antes de celebrarse unas elecciones. El llamado Consejo Nacional para la Salvaguarda de la Patria, desbarató una negociación militar con Benín, culpándole de haber “autorizado el despliegue de soldados, mercenarios y materiales de guerra”, previsiblemente de cara a una hipotética injerencia.
En esta situación irresoluta, la alianza militar sugiere otro desafío para las potencias de la CEDEAO, puesto que el traslado de tropas a Níger corre el riesgo de convertirse vertiginosamente en una campaña regional de amplia magnitud. El tratado suscrito es manifiesto en su artículo 6: “Cualquier ataque a la soberanía y la integridad territorial de una o más de las partes contratantes será considerada una agresión contra las otras partes y dará lugar al deber de asistencia (…) incluido el uso de la fuerza armada para restablecer y garantizar la seguridad”. Sin inmiscuir, que dispone el deber de que los tres estados ayuden a evitar o sofocar insurrecciones internas.
La noticia se ocasiona tras varias reuniones, declaraciones de intenciones y normas conjuntas entre los dirigentes de los tres países y el general ruso Andrei Averyanov, una de las principales figuras emblemáticas del servicio de inteligencia ruso.
"Rusia se empuña el influjo en el Sahel sirviéndose del repecho de Occidente, motivado por el legado colonial y el naufragio de las intervenciones antiyihadistas"
Esto hace imaginar una creíble ayuda de la Federación Rusa, como mínimo en la esfera diplomática hacia esta alianza. Y no ha sido el único encuentro de alto nivel a la zona en los últimos meses. A Rusia le seduce no sólo el hecho de que la mayor parte de África sostenga una orientación antioccidental, sino también alimentar unos vínculos lo más amigables posibles. Una alianza militar apuntalada entre los cabecillas de tres regímenes descalificados no sólo por las antiguas potencias coloniales europeas y Estados Unidos, sino igualmente por sus más cercanos del lugar y respectivamente retraídos y faltos de socios con peso, sirve perfectamente a estos propósitos.
Está por vislumbrarse si esta alianza, más allá de lo puntual, termina vertebrándose en una asistencia activa como la que confluye entre los integrantes de otros organismos análogos como la OTAN o la Organización para el Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) encabezada por Rusia. Si bien, lo que se está definiendo es que en estos recovecos del Sahel actúan fuerzas vigorosas que comparten un ideal común, estando proyectadas a aplicarse para conseguirlo. Continuar rebajándolo en cuanto a su encaje, como han hecho sistemáticamente potencias como Francia, no deja de ser una equivocación.
Pero para comprender el escenario reinante del Sahel, es imprescindible volver atrás una década, cuando a instancia de los representantes de Bamako, Francia emprendió la operación militar Serval. El curso de Malí se volvía cada vez más insostenible para el gobierno central, que presagiaba su desintegración y estaba al borde del colapso. En tanto, el norte resistía invadido por grupos yihadistas y los tuareg con fines y motivaciones discordantes, pero su alianza transitoria inquietaba con hacer añicos el país. Tras la intervención de Francia, parecía que la vuelta a la normalidad era viable. Las principales localidades del norte asechadas por grupos armados, fueron devueltas en cuestión de semanas y las milicias se diseminaron en el desierto maliense después de padecer daños significativos.
A pesar de todo, el bálsamo se desvaneció. Las Fuerzas Armadas no consiguieron desbaratar de manera categórica a las formaciones islamistas combatientes, las cuales pudieron rehacerse tras varios meses. Para impedir su retorno, París determinó transformar la Operación Serval en Barkhane y ampliar su interposición a los países del G5 Sahel, que además de Malí comprendía Burkina Faro, Mauritania, Níger y Chad. No obstante y a juicio de los especialistas, teniendo en cuenta que la Operación Serval parecía haber sido un éxito momentáneo, Barkhane no corrió la misma suerte.
Estas tesis se contrarían con otras reflexiones de entendidos en la materia, resaltando otra evidencia sobre el terreno. En términos de soberanía, Malí, Burkina Faso y en menor disposición, Níger, han observado cómo espaciosas áreas de sus enclaves están fuera de su control y el movimiento de grupos armados no estatales permanece ensanchándose, constituyendo una amenaza para numerosos estados del sur, como Costa de Marfil, Togo y Benín.
Frente al fiasco de la Operación Barkhane después de años de actuación militar y a la evolución de los grupos yihadistas, las impresiones públicas en el Sahel se han vuelto contra la antigua potencia colonial, actualmente responsabilizada de la violencia que aqueja especialmente a los civiles.
Para muchos residentes del Sahel, resulta inconcebible que un ejército con medios espléndidamente desarrollados, no haya sido capaz de vencer a contendientes con prácticas antiguas y blindados con fusiles automáticos. Los analistas interpretan que Francia se ha envuelto en un doble pasatiempo: el país habría defendido, e incluso provisto, a los grupos yihadistas para capitalizar el desconcierto que causan y así garantizar los recursos naturales de los estados desestabilizados.
En resumen, algunos sugieren que la Francia neocolonial habría intensificado las complejidades en el Sahel con la finalidad de desvalijar las riquezas de estos países de modo más eficaz.
Producto de este horizonte extremado, desde el año 2020, un rosario de golpes de Estado dirigidos por militares que valoraban a sus regímenes incompetentes y sometidos a Francia, han sacudido con sus artificios contra los estados del Sahel, englobando a Malí, Burkina Faso y Níger.
Las juntas militares que en este momento rigen han acabado conquistando el gancho de la población, empleando para ello argumentaciones políticas incontrastables, como la pugna por la soberanía nacional y contra el neocolonialismo francés, o recapitulando las resultantes con sus implicaciones del colonialismo acaecido.
En los prolegómenos del golpe de Estado en Níger, la junta que se alzó con el poder continuó el patrón de los golpistas en Malí y Burkina Faso, al emprender una fase de enemistad con Francia. Así, inmediatamente a apartar sus tropas de Malí y Burkina Faso, París hizo lo mismo en Níger. Llegados a este punto, otras potencias, incluida Rusia, esparcen su proyección y son vistas como socios políticos, económicos y de seguridad más ventajosa que el antiguo colonizador.
A resultas de todo ello, el sentimiento prorruso no es algo novedoso en el Sahel. Me explico: durante el período de la descolonización, la por entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, creó estrechos vínculos con regiones africanas y los preservó en su lucha por la independencia. Y en plena Guerra Fría (1947-1991), Moscú no titubeó en facultar a muchos líderes y élites africanas. Es así, como Rusia se exhibe con una trama trabada en África: en ningún tiempo se erigió como potencia colonial, pero a diestro y siniestro alentó a las corrientes independentistas.
Regresando al presente, recuérdese al respecto que durante la II Cumbre Rusia-África celebrada en San Petersburgo entre los días 27 y el 28 de julio de 2023, Moscú no tardó en ratificar su pretensión expresa de conservar relaciones igualitarias con África y el presidente Vladímir Putin puso sobre la mesa un nuevo “orden mundial multipolar” sin “neocolonialismo”.
Consecuentemente, Rusia se empuña el influjo en el Sahel sirviéndose del repecho de Occidente, motivado por el legado colonial y el naufragio de las intervenciones antiyihadistas. Moscú propone a los líderes opresores de la zona el apoyo militar del Grupo Wagner, como punta de lanza de su empaque armado, pero la progresiva aparición rusa ayudará a desequilibrar la región. O lo que es lo mismo: el embate golpista en el Sahel ha dado origen a una alianza de juntas militares.
Como se ha expuesto en esta disertación, Rusia comparte un pacto con el régimen implacable de Malí que confía en desplegar a otros territorios del Sahel, al objeto de consolidarse como el actor más destacado en esa estratégica y fluctuante demarcación, eslabón terrestre entre el Golfo de Guinea y el norte de África.
Con intrusiones precedentes en conflictos armados como los habidos en Ucrania, Siria y la República Centroafricana, este grupo de mercenarios está fusionado con fuertes vínculos al Kremlin y ha venido a reemplazar a las tropas de París que estaban destacadas desde hace varios años en Mali, con la premisa de asegurar la unidad de la excolonia francesa.
Hoy por hoy, la cresta de tentativas golpistas están salpicadas por multiplicadores regionales como la inseguridad, la pobreza, la corrupción o los forcejeos entre facciones que dividen aún más al Sahel y África Occidental. Amén, que la incapacidad tachada de los estados occidentales para moderar este galimatías, ha enardecido en estas colonias francesas la sensación de aborrecimiento hacia Occidente. Mientras tanto, otros actores sacan tajada de esta desmembración y del enorme vacío de poder en las regiones más distantes: en su lugar ha irrumpido Rusia, que no deja de conquistar protagonismo gracias a la confabulación de su compañía de mercenarios con los líderes golpistas en el epicentro del terrorismo global.