Como avanzadilla e impulso armado de la resistencia popular, por cuantas intransigencias del Emperador Napoleón I Bonaparte extrajo para subyugar a España durante la ‘Guerra de la Independencia’, la guerrilla, materia con la que finaliza la tercera y última parte de esta exposición, se erigió en la práctica y destreza común del combate. Así, en la mitad del siglo XVIII, los ‘Ejércitos Regulares’ cada vez más profesionalizados y sobre los que el absolutismo asentaba su dominio, se empleaban más a fondo que en tiempos pasados con el principio de movilidad.
En esta tesitura, pequeños grupos militares inspeccionaban las líneas adversarias, capturando prisioneros al objeto de conseguir información de primerísima mano de las Tropas contendientes, o de sus maniobras, provisiones y métodos de ataque. De hecho, los campesinos de la zona intervenían como confidentes y colaboradores.
Este modelo de guerra que los franceses denominaron la ‘petite guerre’ o ‘guerra pequeña’, se asumió como destreza militar extendida por los ‘Ejércitos del Antiguo Régimen’.
Para ser más preciso, se transcribieron al español un número significativo de negociaciones, mayormente en lo que atañe al ‘Imperio Francés’, hasta manejarse en sus títulos y traducciones el correspondiente textual como ‘guerra pequeña’ o ‘guerrilla’. Por lo tanto, esta connotación precisó a todas luces la conceptuación de la palabra tras detonar la ‘Guerra Napoleónica’ (18-V-1803/20-XI-1815), también denominada, ‘Guerras de la Coalición’.
“Este modelo de guerra que los franceses denominaron la ‘petite guerre’ o ‘guerra pequeña’, se asumió como destreza militar extendida por los Ejércitos del Antiguo Régimen”
Desde este prisma, el prototipo de ‘guerra irregular’ conserva una dilatada tradición histórica como estrategia de choque entre el débil contra el fuerte; pero ‘la guerrilla’ como táctica civil de resistencia armada, era íntegramente novedosa. Hasta el punto, que en las proclamaciones preliminares de la Junta Suprema, de ningún modo se constata la pronunciación ‘guerrilla’ o ‘guerrilleros’, denominándose a las “formaciones de combatientes, partidas o cuadrillas”.
Asimismo, no se dispuso de este vocablo en las acciones revolucionarias antifrancesas de la ‘Vendée’ y la ‘Chouanerie’ de 1793-1801. Recuérdese al respecto, la sublevación de ‘Calabria’ de 1799 y, evidentemente, la ‘Guerra Española’ contra la Convención Francesa (1793-1795). Esta última hostilidad se trataba de agricultores del Suroeste francés, proyectados a la operación irregular cuando vislumbraban en peligro sus viviendas y haciendas por las ‘Tropas Regulares Españolas’.
Ya, en trechos de la ‘Revolución Francesa’ (5-V-1789/9-XI-1799), con la población presta a resistir y el fracaso de sus huestes, apenas le quedaba otra elección que bregar con los medios a su alcance: la ‘guerra pequeña’. Si bien, valga la redundancia, lo que diferenció a la ‘guerrilla española’ en la ‘Guerra de la Independencia’ no sería precisamente su singularidad, sino el desenvolvimiento de ésta. Porque, por vez primera, esta era la fórmula de determinación abierta a un Estado y para sus patriotas un derecho genuino a la autodefensa.
Por lo tanto, cabría preguntarse: ¿quiénes eran estos sujetos empujados a los avatares de la montaña y a esforzarse en este desafío? Indiscutiblemente, cada caso es distinto, pero existen algunas generalizaciones: la autodefensa se asumió como derecho del ‘Antiguo Régimen’. En los intervalos más dificultosos del siglo XVIII, los aldeanos hubieron de protegerse por sí mimos en infinidad de ocasiones, como de sus casas y labranzas derivados del incremento de atracadores, contrabandistas, salteadores de caminos, forajidos y ladrones.
En las franjas costeras y fronterizas bandidos constituidos asiduamente en bandas armadas, se hallaban dispuestas a lidiar con los recaudadores para apropiarse de los impuestos. Al mismo tiempo, que ‘Fuerzas de Voluntarios’ coordinadas por el Gobierno, trataban a duras penas de contrarrestarlo.
Como consecuencia de estos lances, numerosos lugareños de jurisdicciones y pueblos lograron destrezas de lucha en pequeñas agrupaciones autoorganizadas, o en unidades militares autorizadas poniendo en práctica el ‘acometimiento antinapoleónico’. Con lo cual, la ‘autodefensa’ configuró una de las condiciones previas de la resistencia popular armada; otra, residía en la disposición de la milicia con la apertura de la conflagración.
Fijémonos en una de las experiencias puestas en escena por los primeros Borbones, que precisaban del refuerzo de la nobleza, convirtiendo al ‘Cuerpo de Oficiales’ en su propia ‘Guardia’, en un coto cerrado, restableciendo a la nobleza en su tradicional status feudal como la ‘espada de la realeza’.
Esta evolución se difundió copiosamente en los años concluyentes del siglo antes mencionado, donde el ‘Cuerpo de Oficiales’ se identificó por ser exclusivamente noble y el Ejército en una pirámide social meramente feudal. En su base, la soldadesca perfilada por una parte del pueblo llano; además, de un estrato medio de ‘Oficiales Hidalgos’ y, por último, en la cresta la nobleza con título que imperaba en las posiciones superiores.
El respeto, la competencia y la deferencia social otorgada a las personas, suponían muchísimo más que la profesionalidad, y una sucesión de derrotas en las hostilidades producidas en los meses de otoño e invierno de 1808, en aquellos que teóricamente emprendieron la huida, aún permanecían dispuestos a guerrear, atinando en ‘la guerrilla’ un recurso como disyuntiva al hecho de ser incorporados sin instrucción en una ofensiva con derrota casi probable, y por oficiales de los que difícilmente se confiaba.
Y es que, en una partida perfectamente acomodada aspiraban a un salario diario, habitualmente por encima del percibido en el Ejército, una porción del botín prendido, comida abundante e inexistencia de la rigurosa disciplina militar.
“Numerosos lugareños de jurisdicciones y pueblos lograron destrezas de lucha en pequeñas agrupaciones autoorganizadas, o en unidades militares autorizadas poniendo en práctica el acometimiento antinapoleónico”
Entre la totalidad de la clase trabajadora es apreciable en las filas de la guerrilla, la ausencia de los jornaleros temporeros sin tierra, que a comienzos del siglo XIX representaban la mitad de la urbe campesina de España. Esta circunstancia explica el último, pero no menos trascendente cumplimiento previo, que repercutió en la guerrilla de manera fundamental para su emplazamiento terrestre.
Para ocupar el vacío de este campesinado, se echó mano de los pequeños sembradores que concurrieron en una cantidad preferente a las del resto de clases trabajadoras, tanto en lo que respecta para cubrir la ‘Tropa de Guerrilleros’ como los líderes.
A lo largo y ancho del extenso sector desde los límites fronterizos de Galicia que se encauza al Este y alcanza el litoral Cantábrico, hasta introducirse en las regiones de Castilla la Vieja y prolongarse a través del Norte de Navarra y Aragón en dirección a Cataluña, el pequeño campesinado y los renteros con contratos de arrendamientos indefinidos y a veces testamentarios, disfrutaban de derechos de propiedad o de propiedad virtual sobre la utilización de las tierras.
Obligatoriamente, es en dichas comarcas donde la conveniencia de este molde de campesinos era comparativamente alto y, por ende, bajo en el argumentario de los jornaleros, en los que la guerrilla en sus orígenes se sostuvo. Fundamentalmente, encajando en demarcaciones escabrosas, tanto terrestres como marítimas, donde los paisanos se familiarizaban con la defensa. Sin obviar, el matiz de quedar dentro de la Ley, o bien como bandidos desterrados. Pero, por encima de todo, con la premisa de resguardar las fincas y cosechas. Esta panorámica esclarece el motivo del porqué las ‘Fuerzas de Guerrilleros’ despuntaron al Norte de la línea que dibuja el río Duero.
Hasta el arranque de 1808, las correspondencias y los Ayudantes de Campo de Napoleón I Bonaparte en sus quehaceres por el Viejo Continente, transitaban a sus anchas y sin impedimentos vadeando el área enemiga.
Sin embargo, en España para desconcierto de los franceses, los residentes les tendían emboscadas, adueñándose de sus caballos y alforjas, hasta matarlos o hacerlos presos y proporcionar el botín a la autoridad competente, con la consecuente compensación o recompensa.
Tómese como ejemplo, la onza de oro obtenida por un pastor de la Junta de Ciudad Rodrigo, por aniquilar a un correo y trasladar sus monturas y mensajes.
Ni que decir tiene, que las autoridades alentaban a la resistencia popular, pero, conjuntamente, recelaban. Desde sus chispazos hasta la última etapa, las Administraciones patrióticas, o séase, las ‘Juntas Provinciales’, ‘Junta Suprema’ y ‘Regencia’ sentían los pros y los contras ante la coyuntura que su potestad soberana, de cuya actuación se había prescindido de las clases inferiores, y como tal, deambulase a merced del pueblo armado enmarañando el orden social.
La Junta Suprema parcamente alcanzó Sevilla tras dispersarse de Aranjuez y ante la progresión de Napoleón I Bonaparte, el 28/XII/1808 prescribió su primer Decreto, instaurando y reglamentando a los combatientes civiles a los que catalogó como una facción voluntaria para “introducir terror y consternación en sus exercitos”. Sin desposeerlas en absoluto de su anticipación e iniciativa, la Junta amoldó estas formaciones recientemente facultadas con la conducción firme del Ejército, concediéndole categoría y sueldo de militares, exceptuando como integrantes a los soldados incorporados.
Esto significaba que no admitía el alistamiento de los prófugos, entretejiéndose un armazón expeditivo y asequible de ampliar la resistencia sin demasiado gasto, para un patrimonio patrio prácticamente en quiebra.
Simultáneamente, se les confería un incentivo al dejar que mejorasen decentemente con el saqueo del contrincante y encumbrasen sus nombres con hechos merecedores de perpetua notoriedad.
El Decreto se prolongó durante la incursión de Napoleón I Bonaparte en 1808, una situación tan deplorable para la causa, que la prescripción no se supo en diversos sectores de lo que quedaba de la extensión patriótica.
No obstante, la cuantificación de contendientes civiles y el riesgo de ser ejecutados como bandoleros, se agigantó en los meses siguientes en los que se legitimó las guerrillas como milicias reconocidas, a pesar de no estar uniformadas hallarían su respaldo en la Junta Suprema.
Con otra Disposición, tomarían protagonismo como corsarios terrestres en idénticos términos jurídicos atribuidos a los corsarios marítimos. El Decreto de fecha 17/IV/1809 lo confirmaba literalmente porque “habiendo conseguido Napoleón I Bonaparte por las artes más baxas y viles apoderarse des sus principales fortalezas u cautivar á su Rey, ¿no es bien claro que es preciso que sean paisanos los que se reúnan ahora para combatir a sus huestes? A repeler la fuerza con la fuerza, y el arte con el arte; y que conoce bien que en las lides deben usarse armas iguales…”.
Lo cierto es, que las guerrillas se militarizaron únicamente como evasiva para preservarlas. No inspiraba otras medidas para ubicarlas al resguardo militar o político más compacto. La Junta Suprema remitió un oficio a los mandos del Ejército Francés, previniéndoles de los razonamientos para procurarles patente de corsario terrestre.
Posteriormente, la Regencia que en 1810 reemplazó a la Junta Suprema como Gobierno de España, dos años más tarde, asumió una serie de normas para supervisar más directamente la creciente ‘Fuerza Guerrillera’, tras fusionar algunas de las partidas enormes en cupo y liderazgo del ‘Ejército Regular’.
Mismamente, la ‘guerra de guerrillas’ aglutinó antecedentes hispanos, surgiendo una especie de fábula generalizada en suma por los corresponsales y redactores del siglo XIX. Me explico: esta praxis en el combate o de contrarrestar las acometidas del invasor francés, se arraigó a la naturaleza española, anárquica e individualista.
Una pericia que se vale de embates móviles a pequeña escala contra un rival mucho mayor y menos versátil, con la encomienda de aminorarlo e imponerse con el desgaste, eludiendo la confrontación manifiesta y arremetiendo sorpresivamente, para diluirse entre la población civil y su desaparición en grupos inapreciables y sin atuendo identificativo. Queda claro, por qué esta terminología se acuñó en el conato de invasión de Napoleón I Bonaparte, hasta establecerse en réplica destacada y pródigamente resuelta en la ‘Guerra Napoleónica’.
Las partidas de guerrilleros lo disciplinan todo al hostigamiento, en vez del bloqueo convencional del terreno, persiguiendo el deterioro de una guerra atomizada y diseminada en cualesquiera de los puntos donde lo apreciasen, sin atinarse a deferencias geográficas. A diferencia que en los umbrales, el reclutamiento y los enfoques se ceñían al territorio, porque su aspiración no era en lo inmediato la recuperación del enclave, sino servirse de él para truncar que el adversario se apoderase o se moviera sin obstáculos, como pez en el agua.
Con esta hechura, se entreve una vigilancia descentralizada en el que la guerrilla acontece por y a través del Estado, sin ocupar ninguna parte de él. Amén, que similar movilidad era extraordinaria en los años 1810 y 1811, respectivamente, cuando la partida del Rey D. Fernando VII (1784-1833) entró en disputa al Sur de Madrid, próxima a la frontera portuguesa al Oeste y hasta al Este en las divisorias valencianas y aragonesas. En atención a su plano de acción, empezaba por el Sur de La Mancha y se alargaba sobre unos 500 kilómetros de Oeste a Este, comprendiendo una superficie aproximada de mil quinientos metros cuadrados.
El estudio de la orografía más que su posesión, era la clave de la consecución de los objetivos. La agreste y frecuentemente árida topografía española, ganó peso y relevancia en esta modalidad de guerra.
Luego, lo que aquí se dirime es la misión que la guerrilla se echó a sí misma sobre las espaldas, radicando en una movilización insistente de fricción y agotamiento del enemigo, manteniendo a las Fuerzas en amenaza constante y con la intimidación de una irrupción desprevenida. Algo así, como una contienda persistente en el tiempo y espacio que de jornada a jornada, irremisiblemente se perpetuó. En definitiva, en contraste a los ‘Ejércitos Regulares’, la campaña de estación con intermedios entre ellas, no existía; al igual, que apenas difería el día de la noche para la materialización de marchas impuestas con recorridos inexplorados o desconocidos.
Cómo ya se ha planteado, la guerrilla no pugnaba por la victoria que complicaba al que trataba de hacerse con el dominio, sino en el triunfo a menor nivel logrado en los eslabones más deleznables de las columnas, vanguardias y retaguardias, con la incumbencia de desvalijar abastecimientos, armas, caballos o hacer prisioneros a Oficiales de alto rango.
Los guerrilleros tendían a abordar siempre y cuando superasen en su conjunto a quienes habrían de medirse, presintiendo mínimas posibilidades de salir airosos. Fijémonos en el patrón adoptado por las guerrillas navarras, normalmente necesitadas de munición, entraban en combate con un solo cartucho. Además, de la merma anterior, la duración dedicada en recargar el mosquete, carabina o arcabuz, tiraba por tierra el componente de ir a la cabeza en la maniobrabilidad de las operaciones.
Esta era la justificación de la técnica de una única descarga en los prolegómenos de la asechanza y seguidamente, la colisión cuerpo a cuerpo con hojas incisivas: barras con puntas de acero penetrantes y punzantes, o una espada capturada y lanzas, dagas y bayonetas.
Algo así, como un estilo de batalla al modo campesino que provocaba al competidor no habituado, más bajas que a sus agresores.
La guerrilla aparejaba otros procedimientos que aspirar a la protección de reductos estáticos. En el instante que el contrario invadía y estacionaba destacamentos en poblaciones y aldeas, esta disgregación de forcejeos concretaban una de las metas: el mando francés acababa atenuado en la cifra de hombres que arrojar contra los Ejércitos principales o con los que arrinconar a las guerrillas.
En consecuencia, los propósitos de la guerrilla podrían compendiarse en cuatro materias específicas.
Primero, tener a raya, extenuar y amilanar a las Tropas que a la inversa, intervendrían en su prejuicio o de sus aliados; segundo, sustraer los racionamientos de alimentos, principalmente en lo que concierne a las ‘Tropas Imperiales’ que subsistían de lo que generaba el cultivo; tercero, facilitar el procesamiento de información con la inteligencia militar y, cuarto, mantener encendida la llama de la moral de resistencia en las circunstancias más dificultosas.
Universalmente, la ‘guerrilla patriótica’ atrapaba estos ideales, porque su mera presencia era temible, paralizando y problematizando el entramado de los 300.000 activos pertenecientes a las huestes francesas, que Napoleón I Bonaparte consagraba a la ocupación de la Península Ibérica, salvaguardando las líneas de comunicación, en vez de disponerlas a neutralizar al Ejército anglo-portugués como era su empeño.
Finalmente, las vicisitudes históricas desgranadas en los dos textos que preceden a esta narración con las limitaciones requeridas para su desarrollo, tienen como foco de luminiscencia el ‘Dos de Mayo de 1808’, corroborándose las señas de identidad de un alzamiento consciente y voluntario en toda regla del Pueblo Español para la custodia de la Patria, haciendo frente al maremágnum de inestabilidades que auguraban los invasores extranjeros y la Dinastía Bonaparte.
Curiosamente, en el Bicentenario del fallecimiento de Napoleón I Bonaparte, la República Francesa se cuestiona entre rememorarlo como la figura que expandió por Europa los símbolos y lemas revolucionarios, o como el golpista que repuso la servidumbre de la esclavitud en las colonias galas y encendió en el continente una guerra inacabable.
Sin duda, la evidencia tradicionalista con un amplio margen revisionista que lo califica de segregacionista, opresor, déspota, homófobo y heraldo de los totalitarismos, en los que no tiene una visión clarificadora de cómo recapitularlo, ni en cuál de las encarnaciones complejas le corresponde encajarlo. Porque, para vergüenza y estigma, Francia dio el primer paso para deshacer la esclavitud; pero, con su artífice, Napoleón I Bonaparte, tristemente se convirtió en el único Estado que la reavivó.
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