En un entorno de evidente polarización y demasiada incertidumbre, las presidenciales brasileñas han terminado transformándose en un plebiscito sobre el régimen constitucional. Ni que decir tiene, que el regreso de Lula da Silva (1945-77 años) representa taponar un desangre autoritario convertido en el fin tenebroso de una legislatura singular, porque el gigante sudamericano vuelve a establecerse dentro de la democracia institucional y la defensa de sus valores.
Y es que, no era para menos, al proyectarse dos modelos antagónicos: primero, entre un neoliberalismo autoritario, depredador y ultraconservador y, segundo, una socialdemocracia que visiblemente apuesta por la diversidad y la justicia social. Si bien, lo que estaba en juego era la conservación de la democracia brasileña ante los embates de una autocracia ultraderechista, agitada metódicamente por una autoridad que trata con contendientes abominables a la oposición y la prensa y contradice al Tribunal Electoral y Supremo, diseminando todo tipo de suspicacias sobre la seguridad de las urnas electrónicas.
Por lo tanto, veinte años más tarde de ser elegido por vez primera para el máximo cargo del país, Lula da Silva retorna a la Presidencia de Brasil. El alcance de las elecciones está cargado de simbolismo e hitos históricos, al ser el primer gobernante designado democráticamente para un tercer mandato. En cambio, Jair Bolsonaro (1955-67 años), es el primer presidente desde la redemocratización que no resulta reelegido y, al mismo tiempo, se afianza la posición de la izquierda en América Latina tras los logros electivos en Argentina, México, Perú, Bolivia, Chile, Colombia y Honduras.
La superioridad electoral por poco margen del fundador del Partido de los Trabajadores, encarna un inusitado resurgimiento político, pues Lula da Silva estuvo 580 días en la cárcel tras ser procesado por corrupción en 2018. Transcurridos tres años, el Tribunal Supremo de Brasil revocó las condenas por equívocos de procedimiento, falta evidentes de pruebas y parcialidad.
Sin duda, tras ser descartado de las elecciones presidenciales de 2018, ha reaparecido con ímpetu en 2022, logrando fraguar una alianza de políticos, empresarios e intelectuales de poco más o menos, cada una de las esferas políticas.
Valga como ejemplo, su antiguo competidor el ex gobernador del estado de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, de tendencia liberal, que se presentó como vicepresidente. Esto le favoreció para crear alianzas con contrincantes de larga data, así como con figuras destacadas de la política brasileña que antes lo habían excluido. Ahora, a pesar de las muchas salvedades, lo contemplan como la mejor de las opciones. Además, en los últimos cuatro años, Bolsonaro se ha encargado de arremeter despiadadamente contra las instituciones democráticas.
Con lo cual, el producto de las votaciones es una victoria para esta vasta alianza democrática, siendo incuestionable que las elecciones presidenciales han vuelto a estar punteadas por una pugna campal descomunal. Pero, en esta ocasión, el retroceso de Bolsonaro ha estado por encima que el de Lula da Silva.
El escueto triunfo electoral conjetura que a duras penas podrá gobernar en paz, porque los seguidores de Bolsonaro están masivamente representados en el Congreso y conforman una fuerte oposición. Ante este escenario irresoluto y los asuntos que le aguardan, el desafío para formar alianzas es incontrastable. De lo que se trata es de lidiar la pobreza progresiva y sacar del aprieto a más de treinta millones de personas en riesgo de pasar hambre, activando el crecimiento económico, tonificar la protección del medio ambiente y recobrar la posición que Brasil merece en el espacio internacional.
Según diversos observadores y analistas, el primero de los movimientos para Lula da Silva será peliagudo: Bolsonaro ha de admitir su derrota y cederle el poder. Al parecer, esto no es algo natural para el todavía presidente en funciones, tras amenazar en reiteradas ocasiones con no reconocer los resultados si no los valora limpio.
También es presumible que la transición sea algo estrepitosa, porque más de 58 millones de electores han depositado su confianza en el programa de extrema derecha defendido por Bolsonaro. Muchos de ellos se han declarado receptivos al caballo de batalla propagandística de este bando político.
En las próximas semanas la llamada dentro de las burbujas ideológicas en las redes sociales singularizará la modulación de las coyunturas, ratificando o evitando las sospechas de una fractura democrática.
“Hoy, líderes que como el derrotado Bolsonaro, menosprecian sin ningún tipo de complejos el ejercicio del periodismo y hallan en las redes sociales presumiblemente benefactoras del pueblo frente al manejo de las entidades mediáticas, el campo prolífico para el esparcimiento de sus odiseas y ficciones”
La operación más transcendental en Brasil, la reconciliación, una vez más se posterga por la atmósfera intoxicada tras las elecciones. Pero para evolucionar como sociedad democrática, los ciudadanos brasileños deben reconquistar el potencial de zanjar sus discrepancias sin violencia y hallar acuerdos. Y las opiniones, pensamientos e impresiones fascistas que se han generalizado en los últimos años deberían borrarse en el abismo.
En síntesis, en un diagnóstico de la presidencia de Lula da Silva entre los años 2003 y 2010, respectivamente, los cimientos cardinales han estribado en la lucha contra la pobreza y la indagación de la justicia social. Toda vez, que en esta campaña ha dado continuidad a estos valores, aunque ha recalcado su objeción al derecho del aborto en una tentativa de aproximarse al electorado evangelista influyente en Brasil.
Por su parte, las reglas de juego de Bolsonaro han estribado en contrafuertes de ultraderecha cifrados en el lema “Dios, patria, familia y libertad”, y su táctica en campaña ha estado acentuada por la desinformación, afín a la que materializó en los comicios de hace cuatro años.
En cierta manera, en las que serán las últimas elecciones de su dilatadísimo relato político de más de cuatro décadas, Lula da Silva se ha topado con Bolsonaro, que es su antítesis ideológica, consolidándose como un emblema de solvencia popular capaz de hacerle frente en cuantiosas parcelas sociales, a pesar de la incompetencia que ha demostrado su administración.
La experiencia acumulada de la izquierda en el poder es una confirmación de inversión en los lugares donde justamente la extrema derecha se ha presentado inoperante: como la protección del medio ambiente, porque Lula da Silva está dispuesto a convertir el estado en una potencia verde; o la educación, la sanidad pública, las políticas de asistencia social para repeler a los más pobres, la cultura de la que Bolsonaro desterró el ministerio, la ciencia, la investigación y la tecnología.
De hecho, Lula da Silva ha declarado abiertamente su aspiración de entretejer un ejecutivo de concentración nacional y no del Partido de los Trabajadores, insistiendo en la sutileza de frente amplio para enclaustrar a la extrema derecha que ha puesto en práctica durante la campaña electoral.
Obviamente, ello lo concreta la hoja de ruta de dos mujeres moderadas: la senadora y centrista Simone Tebet, la tercera más votada en la primera vuelta y que es una vía a los electores de centro y centroderecha, y la evangélica Marina Silva, la principal especialista brasileña en gestión pública medioambiental y afiliada a la red de sostenibilidad.
La pacificación de un país contrapuesto en dos dicotomías casi semejantes será el principal reto. El entresijo político ya hace meses que ha absorbido a la sociedad, donde existe una colisión persistente en las redes sociales y en los grupos de WhatsApp, que para una parte sustancial del electorado es el único medio de información. Muy al contrario, Bolsonaro y uno de los mecanismos más poderosos de noticias falsas del mundo, se ha salido con la suya a la hora de crear hostilidad en cada uno de los recintos de la ciudadanía.
A resultas de todo ello, si hubiese que referirse concisamente a las claves que han reportado a Lula da Silva a la victoria, habría que aferrarse a cinco interpretaciones que la compilan en su epílogo.
Primero, el agudo rechazo a Bolsonaro es uno de los principales ingredientes que esclarecen el triunfo del dirigente progresista, quién acogerá su tercer mandato el 1 de enero próximo tras haber presidido entre 2003 y 2010. El efecto dominó de antipatía a Bolsonaro y mayoritario entre las mujeres, se acrecentó en los últimos meses, en medio del empalago de la población al clima de convulsión nutrido por el propio mandatario durante su mandato.
En atención a la última encuesta previa realizada a las elecciones, el 50% de los votantes no daban el brazo a torcer que no emitirían su voto a la ultraderecha bajo ninguna suposición, mientras que ese porcentaje alcanzaba el 46% en el caso del dirigente del Partido de los Trabajadores.
Segundo, el repulso al líder de la ultraderecha se amplificó forzosamente tras su gestión aventurera de la pandemia. En la cima de la crisis epidemiológica, Bolsonaro empequeñeció la turbulencia del virus al que catalogó literalmente de “gripecita”, mientras miles de individuos fallecían y demoró la adquisición de vacunas al entender que su validez no estaba probada.
Y en paralelo, Lula da Silva consiguió reivindicar en su campaña algunos de los instantes más inhumanos de la epidemia, fundamentalmente, en la comunicación de la radio y televisión, acusando a su rival de la mitad de las víctimas.
Tercero, la enfermedad epidemial sacudió fuertemente a la mayor de las economías de América Latina y agravó el paro, especialmente entre las mujeres. Pese al insignificante mejoramiento de las tasas de desempleo en los últimos períodos, Bolsonaro se vio apremiado a capotear con otra de las perturbaciones reinantes, tras la detonación de la guerra de Ucrania: la inflación.
Aunque el indicador flaqueó ligeramente en la recta final de la campaña, en parte por unos subsidios concedidos por el Gobierno al combustible y la subida de los tipos de intereses, el precio de los alimentos siguieron disparándose, lo que claramente se apreció en el bolsillo de los más necesitados.
Cuarto, desde que Bolsonaro llegó a lo más alto el 1/I/2019, ha duplicado sus arremetidas a las instituciones, máximamente, al Tribunal Supremo y llegó a asistir a manifestaciones en las que algunos de sus incondicionales respaldaban a capa y espada una participación militar.
Bolsonaro, un hipocondríaco de la dictadura militar que encabezó Brasil entre los años 1964 y 1965, si acaso, dio un paso al frente y sentó las bases de una argumentación de estafa electoral, al poner en tela de juicio la confabulación de las urnas electrónicas, introducidas en Brasil desde 1996, pese a que desde aquel tiempo no constan demostraciones de denuncias.
Y quinto, a lo largo de su recorrido en la cruzada electoral, el líder del Partido de los Trabajadores mencionó una y otra vez sus ocho años de Gobierno, en los que Brasil experimentó un período de prosperidad económica al crecer una media del 4% y gracias al boom de las materias primas.
Las referencias y puntadas a sus dos anteriores mandatos calaron hondo en los anuncios de la campaña, quien hizo hincapié en los rendimientos que alcanzaron los bancos y empresas privadas, al tiempo, que quitaba a Brasil del mapa del hambre. De esta manera, agitó dicha reminiscencia en la sociedad para rescatarla y, a su vez, transformarla en material de campaña.
En otras palabras: los puntos precedentes van concatenados con el antibolsonarismo, la errática gestión de la pandemia, los fantasmas de la tasa de la inflación, la fobia a una quiebra democrática y, por último, el espectro a contemplar cualquier pasado que es considerado más óptimo que el actual.
Echando un vistazo a las elecciones de 2018, éstas se definieron por la toma del poder de la ultraderecha alterando enteramente la fisionomía política de Brasil, porque la ventaja no solo se produjo a nivel presidencial, sino que también se mostró en el Congreso Federal, los gobiernos y órganos estaduales y municipales.
Por mencionar un ejemplo, el partido del presidente ganador se erigió en la segunda bancada en la Cámara de Diputados con 52 sillas, mientras que anteriormente ocupaba una. En este órgano, la ultraderecha aumentó 63 escaños en correlación con las elecciones de 2014. Sobre todo, a partir de los desgastes de las fuerzas calificadas de centro que dejaron 62 puestos.
Conjuntamente, en numerosos estados la ultraderecha demostró su crecimiento y apogeo en el escenario político. Así, representantes de este movimiento como Donald Trump, ganó en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2017; o Viktor Orbán, que recobró el cargo de primer ministro de Hungría en 2010; como Matteo Salvini, designado vicepresidente del Consejo de Ministros italiano en 2018; o Marire Le Pen, consiguiendo el segundo lugar en las presidenciales francesas de 2017. A este tenor, se agrandaba el protagonismo de la derecha radical en los parlamentos de países como Alemania, Italia, Austria, Hungría, Países Bajos, España, Reino Unido y Eslovaquia.
En Latinoamérica, en los intervalos puntuales de las elecciones brasileñas de 2018, imperaban partidos de derecha como Colombia, Chile, Argentina o Ecuador y, a la par, se robustecían las fuerzas que procedían contra los gobiernos de Bolivia, Nicaragua y Venezuela. La respuesta hispanoamericana se sentía enfervorizada con la política de Trump. Luego, el paisaje político tomó el cariz de años preliminares, porque con la nueva sucesión de fuerzas se metamorfoseaba la cuestión de la escasa credibilidad en las sensaciones socialistas, que por otro lado predominó en la etapa subsiguiente al derrumbamiento socialista europeo y se arraigaba la fábula del capitalismo prodigioso y valedor dirigido por Estados Unidos.
No ha de soslayarse, que en esta órbita donde despuntó la derecha radical brasileña, anteriormente había sido satisfecha por inclinaciones retrógradas y fascistas, supuestamente allanadas desde el fin de la dictadura militar en 1964. Si bien, los agentes impetuosos de los nuevos gobiernos no presagiaron que, al cabo de algunos años diversos elementos, entre ellos, la profundización de la crisis económica con su mayor resonancia entre la población, o las continuas frustraciones administrativas y el descorche de otros procesos de corrupción efectuados por sus dirigentes y mandatarios, inducirían a un deterioro vertiginoso de su autoridad, que indudablemente pasaría factura en las próximas elecciones.
Con el golpe de efervescencia, la inconsciente derecha demócrata posibilitó el atajo a sus propios enterradores, hasta desenmascararse la caja de pandora con sus múltiples conflictos y nuevas alimañas escondidas resultaron del amontonamiento hasta reagruparse, cogiendo aliento y asaltando al poder con la insignia de que únicamente los ultraderechistas con su doctrina mesiánica podrían levantar el estado. En ese forcejeo de fuerzas concéntricas quedaron sesgados numerosos moderados de derecha y centristas, a los cuales, el coletazo les resultó como el tiro por la culata.
De este modo, la ultraderecha se sirvió lo que ha venido en llamarse “anti-establishment energy”, supuesto que concibe que, para hacerse con la presidencia de cualquier país, el candidato está llamado a ser distinguido como alguien que se resiste al orden constituido. Es más elemental para los votantes saber cuánto va a ahondar en los cambios del sistema, que si sus convencimientos provienen de la izquierda o derecha.
Es así, como en buena parte del conjunto poblacional se generó el sentimiento de conceder el mando a una fuerza política que se desplegaba como no comprometida con cualquier pasado corrompido, ni con estrategias que empujaron a la deplorable recesión económica, conviniendo a la suerte una transformación que providencialmente les resultara salvadora.
Llegados hasta aquí, la población brasileña convivió muchos años de infortunio y corrupción, hasta estar ansiosa por un cambio en el que Bolsonaro capitalizó la frustración e indignación y el fracaso con las clases políticas de izquierda, centro o derecha, aupándose como la fuerza del futuro.
Después de la primera vuelta electoral a la presidencia, existió un momento que hubiera resultado definitivo para imponerse a la ultraderecha, con una oportuna recomposición de las fuerzas democráticas en su sentido más amplio. Pero los demócratas, desalentados por el batacazo padecido en las urnas, prefirieron el ascenso de los ultras que el triunfo de la izquierda.
Y qué decir de los medios de comunicación y las redes sociales que decididamente se prestaron a la victoria de la extrema derecha. La mayor parte de ellos, como siempre fruncidos a los intereses de los que mejor le compensan, no se reservaron en aprobaciones y elogios a los ultra y en brindar un retrato distorsionado de Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores, como la fuerza ilegítima que era la culpable de todos los males sobrevenidos.
Las plataformas digitales reforzaron la quimera petista y urgieron al voto de castigo contra ese partido, retando el poder tradicional de seducción de que gozaban anteriormente la televisión, la prensa o las concentraciones. Así, todo tipo de recados y vídeos en WhatsApp, Twitter y YouTube fueron monopolizados por los ultras como campaña propagandística en un grado superior a las fuerzas de izquierda. En estas estructuras se emplearon sin ningún recato, las denominadas ‘fake news’, transmitiendo farsas disfrazadas como hechos constatados.
“El regreso de Lula da Silva representa taponar un desangre autoritario convertido en el fin tenebroso de una legislatura singular, porque el gigante sudamericano vuelve a establecerse dentro de la democracia institucional y la defensa de sus valores”
De ahí, la frecuente difusión de videos grabados por Bolsonaro, enalteciendo sus bondades y tildando al resto, haciendo de las redes sociales como aquel púgil que incesantemente machaca en el ring el rostro de su adversario para debilitarlo, hasta que en un momento dado encuentra el puñetazo perfecto para noquearlo.
En consecuencia, con la perpetuación de la polarización asimétrica en un país con instituciones democráticas frágiles y una extrema derecha punzante, Brasil parece parar los pies al fascismo, ahora con tareas hercúleas y una izquierda latinoamericana que, más allá de pretensiones ideológicas o apariencias cavilosas, afronta sus propias crisis internas, dificultades estructurales, atropellos ancestrales y diversas maneras de desempeñar el poder.
Por ende, la izquierda irrumpe con reciedumbre en pleno siglo XXI en medio de una manifiesta indiferencia por la democracia, en el que se ha vuelto normal el florecimiento de liderazgos mesiánicos en todas las amplitudes y desde ambos polos de la configuración político-ideológica.
O lo que es lo mismo, personalidades espoleadas por millones de admiradores de carne y hueso que se transforman en los principales fustigadores del sistema electoral que los encaramó a lo más alto. Se trata como casi siempre de procuradores de la política que remolcan en su ADN una concepción sutilmente imperativa, creyéndose a sí mismos la de redentores de su patria.
En ese fervor y ambición reescriben el dietario diario para amoldarlo a su narrativa paladín; además, implantan y ceban cábalas conspirativas para enmendar sus argumentaciones radicales y apartan a todo aquel o aquella que no concuerda con sus patrones.
Hoy, líderes que como el derrotado Bolsonaro, menosprecian sin ningún tipo de complejos el ejercicio del periodismo y hallan en las redes sociales presumiblemente benefactoras del pueblo frente al manejo de las entidades mediáticas, el campo prolífico para el esparcimiento de sus odiseas y ficciones. Y en el horizonte, ante la consagración de la izquierda, la deriva antidemocrática se verá abocada a retroceder, al menos por ahora.
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