Opinión

Dos años desde la reinstauración del Emirato Islámico de Afganistán

Tras dos intensas décadas de conflicto bélico contra Estados Unidos y el resto de potencias occidentales que resultaba aborrecible y era combatida fuertemente, han transcurrido dos años (15/VIII/2021) desde la reinstauración del Emirato talibán y su posterior retorno al poder, en los que se han desvanecido por completo la figura de la mujer del engranaje público y no ceden a sus imposiciones pese a los recortes en ayudas. Sin lugar a dudas, el escenario aberrante de las mujeres es la tesis principal por el que ningún estado aún no ha reconocido de modo oficial al régimen teocrático, pero ni el retraimiento, las sanciones ejecutadas o el ya mencionado recorte de las ayudas, han servido para que los islamistas reculen en sus insaciables pretensiones.

Como si la eventualidad social y humanitaria enardecida por más de cuarenta años de lucha infernal no hubiesen sido lo suficientes, una ventisca perfecta se cierne sobre los ciudadanos afganos que todavía persisten aferrados en el país. Así ha precisado la Organización Mundial de las Naciones Unidas (ONU) el deplorable entorno en que se halla inmerso Afganistán, desde que los incondicionales del movimiento fundamentalista islámico talibán se hicieran con la supremacía del territorio.

El incremento de los precios, la interrupción de las ayudas internacionales como fórmula de castigo, la devaluación de la moneda local o las arduas sequías, son algunos de los motivos que han influido en la catástrofe que se desboca. Si antes de la fecha inicialmente contrastada ya existía una crisis humanitaria en toda regla de proporciones inverosímiles que afectaba a millones de personas, la premura del contexto ha proseguido avanzando y declinando a un ritmo inquietante.

Y es que, a lo largo y ancho de su semblanza, Afganistán, se ha considerado como un país inconsistente y trémulo, ubicado estratégicamente entre las estepas de Asia Central, la meseta de Irán y el valle del río Indo.

Pero, no más lejos de la inestabilidad en cuanto a su equilibrio interno por la sincronía de las numerosas etnias que residen en el territorio, uno de los mayores componentes desestabilizadores que ha coaccionado históricamente la nación han sido las muchas intrusiones e intereses de otros actores dentro de sus límites fronterizos.

Desde su génesis como país políticamente independiente en el año 1747 y con unas divisorias que no fueron concluyentemente constituidas hasta terciados el siglo XX, diversos imperios han pretendido someter Afganistán al contemplarlo como un territorio crucial en sus políticas expansionistas en la región. Buen ejemplo de ello lo desenmascara la hostilidad sostenida entre Gran Bretaña y Rusia durante el siglo pasado en sus afanes por la dominación regional distinguida como ‘el Gran Juego’.

“Las mujeres afganas se sostienen como buenamente pueden en las tinieblas más tétricas: íntegramente distantes de la vida pública. Porque, para ellas, este aniversario de la toma del poder por parte del grupo islamista con más sombras que luces, anuncia el punto tenebroso en el tiempo en que su disposición se ha deteriorado de manera inconcebible e injustificable”

En este aspecto, el zarandeo y las oscilaciones que han imprimido el entorno de Afganistán en las últimas décadas, parecen estrechar vínculos con estas injerencias extranjeras y sus derivaciones, que con el propio hábitat del pueblo afgano o los desencuentros habidos entre los grupos étnicos que lo integran. No obstante, supuesta y remotamente a cualquier interés expansionista propio, el acceso de las tropas norteamericanas en Afganistán en el año 2001 acontecía en el marco de la lucha de Washington contra el terrorismo. Por entonces, el régimen talibán que había escalado peldaños al poder en 1996, se topaba ofreciendo amparo al líder de Al-Qaeda y principal responsable del atentado del 11-S, Osama bin Laden, con cuatro ataques terroristas suicidas cometidos en Estados Unidos durante el 11/IX/2001.

Desde aquel mismo instante y en el devenir de los siguientes veinte años, los soldados americanos se establecieron en Afganistán al objeto de centrar sus esfuerzos en la pugna contra los talibanes y el grupo terrorista del Dáesh.

Durante este período cargado de sucesos, los Estados Unidos de América consignó más de 80.000 millones de dólares a la guerra en Afganistán, al igual que fue testigo del nombramiento democrático de tres presidentes de la transición política desde el Emirato hacia la República Islámica de Afganistán, como de una mejoría moderada y paulatina en la salvaguardia de las libertades y los derechos humanos.

Si bien, en atención al pacto alcanzado por el expresidente Donald Trump en 2020, el 30/VIII/2021 a las 19:29 horas despegaba desde el aeropuerto de Kabul el último avión C-17 americano que todavía permanecía en tierra afgana. Dicha partida del territorio se materializaba a cambio del compromiso de que ningún grupo terrorista actuaría nuevamente, incluyendo al grupo Al-Qaeda.

A partir de este momento, llamémosle crítico, la cadena de hechos que llevaron a los talibanes al poder se aceleraron y en tan sólo pocas semanas, tanto las autoridades como las fuerzas de seguridad afganas, desprovistas y perturbadas a causa de la corrupción y los forcejeos internos producidos, desistieron ante la ofensiva del grupo islamista ultraconservador.

Pocos meses más tarde, un nuevo Gobierno de corte islámico radical ya se había establecido de facto en Afganistán, y el recién nombrado emir talibán, Hibatullah Akhundzada, restableció el Emirato Islámico de Afganistán al que las tropas norteamericanas habían puesto fin en 2001. Pese a los apremios internacionales a los talibanes para la plasmación de un equipo de Gobierno en el que se completasen mujeres y gestores de otras minorías étnicas no pastún, la etnia a la que incumben la mayoría de los talibanes y la más significativa en el territorio afgano, el Ejecutivo constituido quedó distante de desempeñar los requisitos. Entre los principales integrantes del Gobierno interino, destacan el emir, líder político y militar, Hibatullah Akhundzada; el primer ministro, el mulá Muhammad Hassan Akhund; el viceprimer ministro, Abdul Ghani Baradar o el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid.

Curiosamente, poco más o menos, la mitad de las personas de este Gobierno se encuentran comprendidas en la lista negra de sancionados del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Así, pese a que este Ejecutivo pretendió fraguar un retrato más comedido y progresista que sus antecesores en el régimen de 1996, a día de hoy, es la confirmación de su taxativa del islam, la prescripción de la Sharía y las frecuentes críticas sobre quebrantamientos de los derechos humanos no han dado ningún rastro de ese hipotético cambio a la Comunidad Internacional.

Esto ha inducido que Afganistán haya tenido que contrapesar un sinfín de sanciones asignadas tanto unilateralmente por países como Estados Unidos, como de modo colectivo en materia económica, política y diplomática. Una inhabilitación que proyectaba exigir a los talibanes a no violar los derechos y libertades de las mujeres, las minorías y los niños y niñas.

Pero, por encima de todo, estas inhabilitaciones han avivado demasiadas inquietudes entre las organizaciones humanitarias. Y es que, como en cada uno de los conflictos, los principales perjudicados por las fórmulas punitivas irremediablemente recaen en los ciudadanos afganos. Si su realidad era desfavorable con anterioridad a la recalada de los talibanes y la imposición de estas medidas, ahora todo es fatídico.

En estos instantes, cerca de veintitrés millones de afganos, más de la mitad del conjunto poblacional, se ven severamente amenazados por las pésimas condiciones de hambre e inseguridad alimentaria; y entre ellos, ocho millones se hallan en una circunstancia de emergencia sanitaria.

El entumecimiento de miles de millones de dólares, en afganis afganos, la divisa de Afganistán inmovilizados en los bancos y sociedades financieras en el extranjero durante la segunda mitad del año 2022, junto a la inmovilización de los fondos internacionales y ayudas al desarrollo, han acabado por enardecer una imponente contracción de la liquidez y del dinero efectivo en circulación.

Para ser más preciso en lo fundamentado, desde el regreso de los talibanes, el Producto Interior Bruto (PIB) ha caído empicado en torno a un 40%, únicamente las ayudas internacionales acogidas por Kabul ya representaban el 43% del PIB del territorio. Conjuntamente, el repecho de los precios de los alimentos básicos, la devaluación de la moneda local o la consumación de una temporada de cosecha que ha debido de afrontar la peor sequía en veinticinco años, no han hecho más que empeorar extremadamente esta disposición por momentos insostenible.

Por fortuna, la presión ejercitada por las organizaciones de ayuda humanitaria y ONGs internacional sobre el Banco Central y otras fundaciones bancarias para liberalizar el capital afgano estancado, así como la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que prescinde a la mayor parte de las ayudas humanitarias de ser castigadas como medidas de apoyo al régimen talibán, consiguieron apaciguar las limitaciones de asistencia.

En este aspecto, la Organización de las Naciones Unidas a tratado de defender ante todo el puntal de las agencias humanitarias a los millones de afganos que se atinan en unos momentos peliagudos y que están contemplando el derrumbamiento de todos los servicios básicos.

Por otro lado, los representantes talibanes en Afganistán han responsabilizado tajantemente de la decadencia de la crisis humanitaria a los actores occidentales. “No es el resultado de nuestras actividades. Es el resultado de las sanciones impuestas a Afganistán”, atestiguaba literalmente uno de los emisarios talibanes oficiales en la oficina de la capital qatarí de Doha, Muhammad Suhail Shaheen.

Añadía rigurosamente Shaheen: “durante los últimos seis meses hemos hecho lo que estaba en nuestra mano por ayudar el pueblo de Afganistán. Pero necesitamos que la Comunidad Internacional coopere económicamente con nosotros, que no castigue al país imponiendo sanciones injustificadas”.

Pese a la inclemencia de tragedias económicas, sociales, políticas, diplomáticas y climáticas que asolan Afganistán, la crisis más imperiosa es, sin lugar a dudas, valga la redundancia, la crisis humanitaria que ha instado a ellas. La coyuntura inverosímil de los civiles afganos es íntegramente indescifrable.

Sobraría mencionar en estas líneas, que Afganistán se encuentra ubicado en la estela de los principales estados emisores de refugiados con más de 2,8 millones de individuos desalojados fuera de sus límites fronterizos, mayoritariamente en Irán, India, Pakistán o Tayikistán, más otros 3 millones dentro del mismo territorio. De la misma forma, en torno a 170.000 ciudadanos se vieron en la tesitura de renunciar a sus hogares durante el largo conflicto, ahora a cuenta gotas están siendo reubicados.

En este círculo vicioso, la adversidad e infortunio se ha extendido como un manto de consternación sobre el núcleo del país, induciendo a que numerosas familias hayan tenido que recurrir a medidas descorazonadas para salvar su supervivencia y conservación. Son incalculables los testimonios de ciudadanos afganos que han debido de deshacerse totalmente de sus pertenencias para subsistir, o que han recurrido a la venta encubierta de órganos para al menos adquirir algo de sustento.

De hecho, el número de sujetos que se han visto obligados a vender sus riñones en el mercado negro, han llegado hasta tal punto, que ha incitado al desplome de su precio. Fijémonos en el Informe divulgado por ‘Sky News’, un canal de televisión británico de veinticuatro horas de información como el primer europeo en su género, donde muchos afganos se han quejado de que el valor del riñón ha caído hasta los 150.000 afganis, (unos 1.400 euros) en el caso de la mujeres, y 200.000 afganis (algo más de 1.850 euros), en los hombres. Entretanto, las redes de provisión asentadas por los Gobiernos previos y las partidas de gasto público sufragadas en más de un 75% de las ayudas internacionales provenientes del Banco Mundial y el resto de la Comunidad Internacional, refieren la única red de seguridad para la ciudadanía afgana.

Y ante el citado desmoronamiento, la población se halla indefensa y desahuciada en medio de una ‘crisis de crisis’.

Pero si existe un colectivo considerablemente sensible que se pueda indicar que es el más afectado por todo este entresijo, esos son los menores afganos. Según un reporte difundido por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), Afganistán es “el peor lugar del mundo para nacer”. “No hay infancia”, afirma la jefa de Comunicación, Promoción y Compromiso Cívico de UNICEF en Afganistán, Samantha Mort. “Todo consiste en sobrevivir y llegar al día siguiente”.

Los niños y niñas en Afganistán hacen frente diariamente a la desdicha, la violencia, la reclusión, la falta de una atención sanitaria básica y la inseguridad alimenticia. Más de 14 millones de personas que se encuentran en serio peligro por desfallecimiento son menores. Asimismo, el arduo acceso al agua potable y la elevada asiduidad de los reclutamientos de niños soldado en las facciones terroristas han convertido a Afganistán en uno de los estados con las tasas de mortandad infantil más superiores.

En los últimos dieciséis años, más de 28.000 niños han fallecido o han resultado heridos de importancia en conflictos armados, lo que significa el 27% de cada uno de los fallecimientos infantiles en el planeta. De seguir así, durante el año 2023 podrían morir hasta 140.000 niños, a lo que se añadirían más de un millón de menores de cinco años aquejados por la desnutrición aguda, aseguraba la ONU en un comunicado.

Llegados a este punto de la disertación, cabría preguntarse: ¿cuáles han sido los principales cambios en la estructura de la sociedad talibán? Tal y como desgrana al pie de la letra el grupo de estudios internacional estadounidense ‘Instituto para la Paz’, “los talibanes han evolucionado desde la guerrilla desmadejada de los primeros años de la insurgencia a un movimiento organizado hasta formar un Gobierno paralelo en amplias porciones de Afganistán”.

“Como si la eventualidad social y humanitaria enardecida por más de cuarenta años de lucha infernal no hubiesen sido lo suficientes, una ventisca perfecta se cierne sobre los ciudadanos afganos que todavía persisten aferrados en el país”

O séase, nada más manifiesto de este pseudogobierno que los gobernadores en el anonimato de la oscuridad. Una estampa política surgida hace una década y que en este momento posee una valor trascendental. Son ellos quienes han compatibilizado las impositivas políticas sociales asignadas por los altos cargos de la organización, promoviendo iniciativas para aproximarse a la ciudadanía, detonando la antipatía de los afganos al Gobierno de Kabul, algo así como un paradigma de corrupción institucional y practicado en el acoplamiento de las ofensivas militares.

El repliegue de las tropas internacionales ha privado a las fuerzas afganas de la capacidad de descartar a estos componentes. Ahora, los talibanes incluyen una delegación de paz, sostienen conversaciones con Estados Unidos, el Gobierno afgano y con los estados del Golfo, debaten soluciones humanitarias con Naciones Unidas y oenegés, son dinámicos en las redes sociales y constituyen comités civiles para conocer de primerísima mano la situación real de las comunidades locales.

Actividades que en ningún tiempo han acabado de esclarecer los escepticismos sobre sus declarados propósitos de acoger un futuro prototipo democrático disconforme a sus principios.

En la parcela política se constata cierta incompetencia para ofrecer un punto de vista homogéneo, fraccionados como se encuentran entre corrientes tradicionales y modernizadoras, entre flexibles políticas locales y rígidos edictos ultraconservadores derivados de las múltiples identidades étnicas que actualmente acomodan a la organización. Y si bien en algún instante puntual los talibanes podrían exhibir un programa de consenso, su ferocidad es difícil de dar de lado. Lo cierto es que sus fuerzas de combate continúan procediendo con total crueldad hacia la población civil. No haciendo oído omiso a la comisión independiente para los Derechos Humanos, la insurgencia ha sido responsable de nada más y nada menos, que 2.978 bajas civiles, sin contar otras barbaries como ejecuciones extrajudiciales o torturas.

En definitiva, la susceptibilidad que generan entre la población es infranqueable, particularmente, en trechos como estos, en el que la capital da cobijo a miles de refugiados que arrastran tras de sí verdaderas historias de consternación. Si uno tuviera que describir brevemente a los talibán, podría decirse que están primordialmente decepcionados, ya no es un movimiento etnonacionalista pastún, como parecían ser en los tiempos de los noventa. En este momento existen tayikos, turcomanos, uzbekos, e incluso hazaras y eso entraña una notable diferencia desde lo que eran antes de los atentados del 11/IX/2001.

El andamiaje de poder en los insurgentes es sutilmente irregular. Mientras el líder de la organización se convierte en el principal garante de promulgar los edictos fundamentalistas, otros emblemas destacados compiten seriamente por una indiscutible liberalización y solución negociada.

Sin una posición conjunta de futuro, diseminados entre diversas comunidades con intereses específicos y en medio de numerosas fricciones internas, el asedio talibán de la capital no presumiría la restauración del antiguo Emirato Islámico, sino el comienzo de un nuevo y sombrío cambio del conflicto: la deflagración de una guerra civil de proporciones inimaginables.

De manera, que las milicias populares que combaten contra los insurgentes podrían voltear contra el Gobierno en cualquier momento, mientras estados como Pakistán o Irán financiarían a sus propios grupos armados contra los talibán, que ahora mismo no se encuentra capacitado para apuntalar sus triunfos territoriales.

Si nos detenemos en un momento dado en esta turbulencia, los talibanes pueden avanzar perfectamente en una provincia porque el contexto es fluido: da la sensación de que avanzan, adquieren titulares con sus ocupaciones, pero finalmente no pueden hacerse con demarcaciones enteras. Ello denota más luchas, desconcierto y derramamiento de sangre y al final son los civiles quienes se llevan la peor parte.

El grupo insurgente se hará con el poder, pero no lograría alargarlo en el tiempo y es por ello por lo que la guerra civil es incuestionablemente un sendero que se vislumbra en cualquier momento. Según los estudios de varios expertos, sin un fortalecimiento de las estructuras del Gobierno afgano, el frágil Ejecutivo de Kabul podría ser el preludio de una descomposición de gran alcance, terreno garantizado para el regreso de los grupos yihadistas como Al Qaeda o Estado Islámico, un escenario terrorífico.

En consecuencia, veinte largos años de guerra sangrienta en Afganistán han dado para mucho a los talibanes. A lo largo de dos décadas, el grupo ha experimentado profundos cambios en sus postulados de gobierno, como en su acercamiento a la población, en el razonamiento del influjo internacional o en su propia hechura. En opinión de destacados miembros de su cúpula, algunos inevitables y otros dificultosos de armonizar con los principios fundamentalistas que siempre los han acompañado.

Pero el recelo se esparce por las connotaciones que rodean al talibán del pasado, cuando por entonces encarrilaron uno de los regímenes más represivos del planeta: recuérdense las ejecuciones públicas perpetradas, lapidaciones sumarias, interpretaciones estrictas de la ley religiosa islámica, exclusión al trabajo para las mujeres y las niñas tenían prohibido pisar la escuela.

Este es, hoy por hoy, el ser o no ser del Emirato Islámico de Afganistán: mientras la ciudad se desploma al desorden por el pánico del nuevo gobierno a cargo del grupo extremista que ha propuesto amnistía para quienes cooperaron con occidente y estabilidad para los ciudadanos, las mujeres afganas se sostienen como buenamente pueden en las tinieblas más tétricas: íntegramente distantes de la vida pública. Porque, para ellas, este segundo aniversario de la toma del poder por parte del grupo islamista con más sombras que luces, anuncia el punto tenebroso en el tiempo en que su disposición se ha deteriorado de manera inconcebible e injustificable.

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