Hasta hace no muchos años en política se “quemaban las naves”. Singularmente, a la hora de concursar en las urnas y por ello optar al poder renovándolo o recuperándolo, se trataba que no hubiese marcha atrás: o se mandaba o se opositaba. Más allá de las mociones de censura en el transcurso de la legislatura (hubo un tiempo muy afanoso en ello), en la orilla y antes de la batalla electoral, el transporte que llevaba a tal momento portando el programa de intenciones con el conjunto de promesas, prácticamente, era destruido. Era el todo o nada con las armas disponibles.
Se iba con todo y otra cosa no valía. Ahora no tanto por si acaso, cuenta más el cálculo ante las más que probables exigencias de pactos por eso de la fragmentación y que nadie quiere quedar en la oposición, abrevadero de tanto odio y soledad. Ante el escrutinio de los apoyos, aparentemente, las marcas de las distintas formaciones políticas parecen claras. Es el “conmigo (la luz) o el contra mí”, pero una vez los resultados hablan ya no importa tanto de donde vengan las luminarias si se trata de poder, en este caso compartido.
Desde siempre se vino hablando de la necesidad de que gobernara la lista más votada tras el pitido final del encuentro con los votos. Ese respeto, ansiado, higiénico, justo y lógico, quedó para el debate político a conveniencia pero sin voluntad y determinación resolutiva. Ya se sabe, dependiendo de cómo venga la lluvia así se prepara el campo. Hoy, sin duda, es más necesario y difícil que nunca habida cuenta de que en la sociedad de intereses para formar gobiernos, en su disparidad, poco se mira la cualidad de quienes se ofrecen a apuntalarlos. Todo sea por una porción de mando bajo tantas y tantas excusas de “estabilidad, interés general, cuestión de estado, comunidad o ciudad…”.
Llegado el tiempo en el que los equipos en litigio se multiplican en la cercanía a la ciudadanía y que conjugan hasta el hastío el verbo prometer en primera persona futura conciliando esto con la expectación a la hora de la configuración de las listas de aspirantes que tantos episodios de “desvelo” ocasiona, otra maquinaria funciona a pleno rendimiento. Es aquella donde se calcula y exponen las posibilidades de algo prácticamente obligado, pactar.
Todos los partidos políticos se lanzarán al encuentro con esa ansiada mayoría suficiente, la absoluta, que evite la dependencia de aquel otro (u otros) a los determinó, incluso, como enemigo y que de pronto, como por ensalmo, se “necesita” convertir en complementario y socio. Exigencias del guion de estos tiempos.
Ya no parece posible llegar a la orilla de la contienda electoral y adentrarse tierra firme en los lances de la disputa sin mirar de reojo a los lados y hacia atrás. Conviene dejar las naves fondeadas por si llegara al caso frecuente de volver a embarcarse y tomar otro rumbo. Eso sí, con el mismo destino final; el poder y sus dominios.