Opinión

¿Qué nos está pasando en Melilla?

Este domingo la Policía Nacional de Melilla acudió al edificio número 43 de la calle Aragón, del Barrio del Real, y retiró el cadáver de un hombre que llevaba varios días muerto. Nadie, ni familia, ni amigos ni vecinos lo echó de menos. Si no llega a molestar el hedor del cuerpo en descomposición, a saber el tiempo que habría pasado el cadáver en el interior de la vivienda.

Desde fuera podemos hacer infinitos juicios de valor, pero habría que tener en cuenta que en nuestro país la vida de las personas en edad laboral, que no trabajan para la Administración pública, atenta contra las redes vecinales que existían antiguamente. Es triste, pero es nuestra realidad.

Si alguien trabaja diez horas diarias lo último que quiere al llegar a su casa es ponerse de cháchara con la vecina. Si alguien trabaja de sol a sol no tiene tiempo físico para tener a su cargo a una persona enferma, a un niño o a un mayor que necesita de cuidados. Por eso no hay plazas libres en la mayoría de las residencias y guarderías públicas de nuestro país. No es que los hijos abandonan a los padres: es que los hijos ni siquiera tienen tiempo para ellos mismos ni para sus propios hijos y por eso tampoco tienen tiempo para los padres. Con sus excepciones, como es natural.

Ése es el problema de fondo que hay detrás de la baja natalidad que sufre España. No es fácil ser familia numerosa en nuestro país. Eso ya es casi una temeridad. Es un lujo que hoy se permiten parejas como la que formaron en su momento Angelina Jolie y Brad Pitt y que, por cierto, acabó con la carrera de la actriz.

Una de las cosas que más me gustan del sur, Melilla incluida, son las escenas de verano con los vecinos sentados a las puertas de sus casas, tomando el fresco y conversando. Ese costumbrismo vamos a verlo cada vez menos y, al final, no os quepa la menor duda: alguno de nosotros terminará como el hombre que murió en El Real sin que nadie le echara de menos.

Eso no es sólo un problema de Madrid o Barcelona. Nos ha pasado en Melilla, en uno de los barrios con más solera de esta ciudad. Aquí, por no tener, ya ni siquiera tenemos a la vecina chismosa que mira por el visillo. En Melilla, mientras menos sepas, casi mejor. Más de uno que yo sé que sabe más de lo que cuenta seguramente piensa que en Melilla, abrir la boca es un acto de osadía.

Tenemos que reconocer que Netflix, Facebook, Twitter, Instagram y TikTok están liquidando a radio-patio. Las redes sociales nos llenan de amigos ficticios que nos cuentan lo rico que comen, lo mucho que aman, lo bien que visten, lo mucho que se esfuerzan para tener el cuerpazo que tienen; lo que les gusta leer, lo que les hace llorar… En fin, antes una amiga te contaba que se iba a operar y ahora sube una foto a la entrada a los quirófanos y te deja preocupada pensando en lo mal que va la amistad.

El domingo, preguntando a los vecinos de la calle Aragón, comprobé que la mayoría ni sabía que habían encontrado a un vecino muerto. La mayoría dice que no vio cuando lo sacaron de su casa. Sorprendente es también que quienes sí lo vieron sin saber de qué se trataba, se lo tomaran con tranquilidad. Les pareció normal que en mitad de la noche la Policía y los Bomberos estuvieran sacando algo de una vivienda vecina y continuaron con sus vidas como si no hubiera pasado nada.

Eso está pasando hoy en España. Si nosotros estamos mal, imagínense cómo debe estar este problema de la soledad en el norte de Europa donde el clima extremadamente frío no invita a hacer vida en la calle.

Recuerdo que durante el confinamiento de marzo a junio del año pasado, en mi barrio veía llegar las ambulancias con personal con EPIs llevándose a vecinos de la calle contagiados de covid al hospital. Me parecía algo realmente triste, pero todo era incluso más triste de lo que yo creía.

Tras el confinamiento eché de menos a un vecino que siempre que paseaba con su perro por mi calle, se acordaba de saludar. Me contaron en la panadería que no había sobrevivido y que sus hijos habían alquilado la casa a estudiantes. Lo conocía de años, pero no recuerdo que nunca me hubiera dicho su nombre.

Vamos a un ritmo inhumano. Por eso cada vez cobran más fuerza los movimientos de ciudades ‘slow’, donde sus habitantes pelean por el derecho a disfrutar de la vida. A los políticos deberíamos exigirles que, ante todo, amen la vida y tengan ganas de vivir en un mundo mejor.

Hace poco, una amiga me aconsejaba comprar pan en una panadería determinada con el argumento de que el pan dura mucho y sabe a pan. De alguna manera eso es lo que queremos todos: que las cosas que consumimos sean auténticas. Deberíamos preocuparnos también por vivir una vida auténtica, pero eso cuesta mucho más trabajo.

Creo que la muerte de ese vecino del Real es una invitación a cuestionarnos qué estamos haciendo para escapar de un final como el suyo. Más de uno seguramente se asombrará con la respuesta. Eso si se llena de valor y es al menos honesto consigo mismo.

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