El pasado jueves tuvo lugar una sesión conjunta de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior del Parlamento Europeo con participación presencial de parlamentarios europeos y telemática de parlamentarios nacionales de los diferentes estados miembros de la Unión.
La presidencia de dicha Comisión la ostenta el europarlamentario español Juan Fernando López Aguilar, del Grupo Parlamentario de Socialistas y Demócratas.
Durante la reunión se hizo referencia al segundo informe sobre el Estado de Derecho en los diferentes Estados Miembros de la Unión Europea, publicado en julio del año en curso y se hicieron algunos comentarios sobre el camino a seguir.
El grueso de las referencias al informe del año en curso fue para Polonia y Hungría por sus discrepancias sostenidas con la Comisión Europea en lo que se refiere a la independencia judicial y a la supeditación de la legislación nacional a la procedente de la Unión.
En lo tocante a las expectativas para el futuro, la mayor parte de los comentarios se orientaron, en consecuencia, a la capacidad coercitiva de la Unión Europea para hacer cumplir a los Estados Miembros los compromisos adquiridos al entrar a formar parte de la Unión en lo referente a las materias anteriormente descritas.
En mi opinión, eso está muy bien, pero es preciso acometer una reflexión más profunda orientada a los principios de comportamiento, fundamentalmente de los Gobiernos, en el marco de las democracias liberales que queremos conformar. Y creo que esta reflexión es necesaria porque, de no acometerla, corremos el riesgo de que nuestro régimen de convivencia degenere de manera importante. Los casos recientes de los derechos vulnerados de un niño en Cataluña, que no pretende más que acogerse a las disposiciones legales, reiteradamente respaldadas por diferentes tribunales, para disfrutar del derecho a utilizar el castellano en su formación escolar o el intento de algunas formaciones políticas de excluir a ciertos periodistas de sus ruedas de prensa en el Congreso de los Diputados, deben hacer sonar todas las alarmas.
En primer lugar, es preciso huir de interpretar la democracia como una alternancia de despotismos en la que, cada cuatro años, la mayoría elegida impone su programa de máximos. Las democracias deben caracterizarse por disponer de Gobiernos de las mayorías con vocación de gobernar para todos. Para ello, deben siempre prestar atención y respeto a los derechos de los ciudadanos que no respaldan su visión política. Lo contrario nos conduce a un ejercicio totalitario del poder incompatible con el respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Para ello, es básico evitar la deslegitimación de la oposición, que juega un papel irremplazable en los controles y equilibrios consustanciales con la democracia y el Estado de Derecho. La base para ello debería de ser el respeto a las posturas ideológicas de los demás. Nadie debería sentirse legitimado para despreciar la posición ideológica de aquéllos cuyos principios no comparte. De las ideas se puede discrepar. A las personas hay que respetarlas.
Considero, igualmente, esencial el reforzamiento de las instituciones y la salvaguarda de su prestigio social. Para ello ha de velarse, fundamentalmente, por su neutralidad política, de manera que no constituyan un mecanismo formal de alteración de los controles y equilibrios entre los poderes del Estado.
Es vital no empeñarse en alianzas políticas contra natura con el único fin de obtener réditos sectoriales e imponer planteamientos no compartidos por la mayoría social. Eso, en ocasiones, como la que actualmente vivimos en España, proporciona cierta capacidad de permanencia de un Gobierno en el poder, pero a cambio de limitar notablemente su libertad de acción en beneficio de intereses sectoriales y en perjuicio del interés colectivo al que el Gobierno de la nación debería de servir.
También es esencial respetar la independencia y libertad de los medios de comunicación en el marco de los límites establecidos por las leyes. Todas estas cosas pueden parecer obvias, pero cuando uno repasa los eventos, ya mencionados, registrados en nuestra actividad política reciente, de la vulneración de los derechos de un niño o de la privación de acceso a la información a medios de comunicación que no resultan de nuestro agrado, debemos reflexionar sobre ello.
Es imprescindible asumir y respetar la titularidad de todos los ciudadanos en el derecho a opinar sobre el devenir de la sociedad cuyo presente y futuro se administran, a la que pertenecen y de la que son propietarios. Nadie puede ser privado de ese derecho y ninguna postura, expresada de manera legal, puede ser despreciada o ignorada.
Es brutal e inaceptable atribuir la consideración de traidor a quien expresa reservas sobre el funcionamiento de algunos aspectos del Estado de Derecho en su propio país. Los totalitarismos de hoy no precisan de uniformes con correajes ni de botas militares. Se practican mediante la descalificación del adversario político y la creación de estigmas sociales que lo anulen políticamente.
El ser humano, el individuo, es y debe de seguir siendo el bien supremo en cuyo beneficio deben articularse las políticas públicas. Los Estados deben de estar al servicio de los ciudadanos y no a la inversa. La sacralización de los Estados conduce a la anulación de los individuos y en consecuencia al totalitarismo.
La democracia es un régimen de debate permanente porque es un sistema en perfeccionamiento continuo. Nada debe darse por hecho. Ello hace que las situaciones en algunas ocasiones parezcan ser menos estables que las que se perciben en regímenes menos democráticos, pero es un precio cuyo pago asumimos gustosos en beneficio de la libertad y del respeto a los derechos humanos. Esa aparente menor estabilidad debe estar siempre compensada por el respeto al sistema.
Es crucial, por último, poner en valor la pluralidad política y la convivencia sobre la base del respeto mutuo de los discrepantes. Una sociedad en la que, por la vía de los hechos, se priva a algunos ciudadanos del ejercicio de sus derechos más básicos, debe revisar con urgencia hasta qué punto se ponen en juego los principios del Estado de Derecho.
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