Cada Estado que forma parte de la Comunidad Internacional posee unas peculiaridades geopolíticas diferentes, que, obviamente, para bien o para mal, determinan su conexión con el conjunto de las naciones y estas pueden ser por motivos políticos, económicos, territoriales, etc.
Con Ucrania se tercia un entresijo de coyunturas complejas y de especial calado que con el resto. Primero, por cuestiones de su juventud como Estado independiente, porque prevalece desde 1991, cuando por entonces se descompuso la Unión Soviética; segundo, la disputa de su formato geomorfológico a nivel de límites fronterizos con zonas en replique con la Federación de Rusia; tercero, su multiplicidad étnica, religiosa y lingüística que atomiza la unidad como país y propicia desencuentros en su población y una manifiesta discordancia entre regiones; y, cuarto, la más que controvertible política exterior ucraniana, con diversas aproximaciones en las últimas etapas a enfoques disonantes, ya sea la Unión Europea, UE o la misma Rusia entre otros, candente desde el establecimiento de Ucrania como Estado, que le han hecho juzgar como un socio frágil y poco fidedigno.
Al mismo tiempo, Ucrania, ha sido y es históricamente un Estado que ha padecido un sinfín de vicisitudes y alteraciones en su superficie o hechura política, porque para Rusia simboliza más que una república ex soviética que dosifica a una colectividad lingüística y cultural. De ahí, que, en la percepción soviética, Ucrania todavía sea distinguida como una prolongación de sí misma, si más no los espacios del Este como Lugansk, Donetsk, Hórlivka o Mariúpol.
“Hoy por hoy, los puntos determinantes y, a su vez, de fricción para Ucrania, pasan por lograr una soberanía nacional que le otorgue no estar sometido en la materia energética y una sustentabilidad económica acorde para desechar las imposiciones ajenas como la de Rusia”
Con estas connotaciones preliminares, en los últimos trechos Ucrania se ha topado en la tesitura de aproximarse o no a Europa y a Rusia, a pesar esta última de su retórica belicista, según el presidente que se encuentre en el Gobierno y la dicotomía administradora de la que se trate, donde esta patria no puede dejar de depender de quien llegó a ostentar con intensidad el liderazgo del bloque Este en la Guerra Fría: el colosal Imperio de la Unión Soviética.
Hoy por hoy, los puntos determinantes y, a su vez, de fricción para Ucrania, pasan por lograr una soberanía nacional que le otorgue no estar sometido en la materia energética, y una sustentabilidad económica acorde para desechar las imposiciones ajenas como la de Rusia.
Con lo cual, el rompecabezas de Ucrania ha de hilvanarse como una causa y no desde las relaciones entre los actores envueltos en el laberinto, si verdaderamente se aspira a contar con un análisis minucioso de la realidad que subyace, como más profundo en el instante de considerar sus predisposiciones. Por lo tanto, lo que aquí bulle es una colisión de naturaleza intraestatal en toda regla, pero igualmente, interestatal, y en el que el componente geopolítico es el denominador común.
Sin inmiscuir, el protagonismo de los estados de América Latina ante un advenimiento de progresión como la anexión de Crimea por parte de Rusia, que dejó al descubierto las incompatibilidades reales en la región y puso a prueba la verdadera capacidad de complementación de los gobiernos.
En otros términos, es incontrastable que esta disyuntiva es fruto del interés de Occidente en acercar a Ucrania hacia sus amplitudes o cuerpos económicos, e incluso agrandar su cobertura política y militar. Mismamente, es innegable que la medida a modo de réplica de Rusia por anexar Crimea, como el ejercicio de una política activa externa de cara a lo que se entiende como un desafío a sus intereses nacionales, se hayan barajado como ingredientes de escalada de dicho conflicto.
Pero, si estas certezas no son adecuadamente ponderadas desde un marco más amplio e incluyente de otras valoraciones y coligadas al desenredo del conflicto bipolar, se corre el riesgo de recrear lecturas improcedentes o mal encaminadas en lo que realmente está aconteciendo, responsabilizando meramente a un actor del desgaste de las relaciones internacionales o aseverando que se está trazando una nueva era de neoimperialilsmo.
Por todo ello, pretendo desgranar el punto de partida hasta un final bélico al que nunca habría que ver llegado, planteando los paralelismos internacionales o más pertinentemente interestatales, en un molde teórico que suscita varias incógnitas desde un modelo relacional entre los actores que abundan. Es decir, desde la clarividencia de poder que aglutinan los Estados, en la trama de un tablero global falto de autoridad central.
Evidentemente, esto no entraña retraerse del ideal institucional en este orden, me refiero al que adjudica un grado de incidencia trascendente al Derecho Internacional y las instituciones intergubernamentales. Aunque esta crisis, como así otras que se reproducen en diversos lugares geopolíticos del planeta, especialmente las que se suceden en la esfera Índico-Asia-Pacífico y Oriente Próximo, han dejado de mostrar su devaluación e incluso alcance.
No obstante, es posible realizar una estimación de lo acaecido desde el Derecho Internacional, algo que es perentorio para aquellos protagonistas extenuados y que habitualmente quedan en un segundo plano.
Inicialmente hay que comenzar exponiendo que los límites fronterizos geofísicos de Ucrania se circunscriben con siete estados, estos son Bielorrusia, Polonia, Eslovaquia, Hungría, Rumanía, Moldavia y Rusia. Asimismo, el relieve está fundamentalmente constituido por tierras llanas, como estepas y mesetas y comprendiendo una cordillera montañosa al Suroeste, los Cárpatos y el sistema abrupto de la Península de Crimea.
Del mismo modo, el sustrato poblacional se desmenuza en un 78% de ucranianos, por el 16% de rusos y el resto fraccionado en grupos minoritarios, mayoritariamente rumanos, tártaros, polacos y húngaros. Si bien, una de las esencias de este reparto es el relativo al idioma, porque el 25% de los nacionales ucranianos conciben el ruso como el habla materna, cabiendo destacar, valga la redundancia, que el ucraniano es la única lengua oficial y la que se transmite en los colegios.
Otro matiz de relevancia es su entramado religioso, estando configurado por el 52% de ortodoxos pertenecientes al Patriarcado de Kiev, más un 26% de ortodoxos del Patriarcado de Moscú, un 8% de la iglesia católico-oriental y, por último, el 6% de ortodoxos vinculados a la iglesia ucraniana independiente.
Distinguidas y tenidas en cuenta algunas de las premisas que contribuyan a una mejor interpretación de lo que se pretende fundamentar, la crisis de Ucrania se prendió en noviembre de 2013, cuando la parálisis de las negociaciones de un acuerdo de asociación comercial con la UE, indujo a una sublevación contra la dirección dirigida por Víktor Fiódorovich Yanukóvich (1950-71 años).
Por entonces, el primer representante ucraniano ansioso por alejar a Ucrania de la órbita de influencia de la Federación de Rusia y arrimar al Estado a las entidades comercio-económicas, e incluso al ámbito político-militar de Europa, los insurrectos hicieron sentir su insatisfacción en Kiev, primordialmente, en la Plaza de la Independencia como en otros sectores occidentales y centrales de la nación. Llamémosle, en los círculos de Ucrania reacios a perpetuarse junto a Moscú.
Desde esta envolvente, en 2014, la radicalización del movimiento terminó por conseguir lo que desde las perturbaciones árabes de Túnez y Egipto los politólogos llaman ‘golpes de la calle’, esto es, la retirada del discutido y objetado gobernante ucraniano y su inmediata sustitución por una delegación interina conducida por Oleksandr Valentínovich Turchínov (1964-57 años).
El 11/III/2014 ocurrió lo que podría estimarse como un punto de inflexión en la crisis: el Parlamento de Crimea y el Ayuntamiento de Sebastopol dieron luz verde a su independencia y reivindicaron su adhesión expresa a Rusia, pulso que fue acompañado de un referéndum que resolvió terminantemente las manifestaciones conjuntas de independencia.
A continuación, por medio de las formaciones rusas correspondientes, esta procedió a admitir bajo su soberanía a los nuevos enclaves federales.
Desde ese instante y hasta nuestros días, a pesar de un pacto de septiembre, el entorno en Ucrania era turbio hasta alcanzarse el 24/II/2022 con la invasión de las tropas rusas, y el riesgo añadido de que otra Crimea en la franja Oriental culmine por hacer añicos este Estado.
Este retrato conciso de los sucesos en clave imprevisible detalla muy poco los orígenes de un trance que, de no encontrar un resultado negociado, podría dada la dimensión de los actores implicados y los intereses en la palestra acabar perjudicando la estabilidad de los nexos interestatales. Así, algunos segmentos ya están padeciendo turbulencias como los convenios referentes a armamentos estratégicos.
A resultas de todo ello, las razones de esta complejidad van más lejos de la enemistad y los antagonismos ruso-ucraniano que concurren y de las pretensiones de los ucranianos del Oeste por conectarse a Europa, para señalarlo en aquellos términos que puntean las fisuras entre civilizaciones como la raíz de las confrontaciones en el siglo XXI.
Ahora bien, para vislumbrar en su justa medida las deducciones de este maremágnum crónico ha de contemplarse la consumación de la ‘Guerra Fría’ (12-III-1947/3-XII-1989), generalizando desde los discursos de poder la evolución que permaneció a la terminación de esta y que, por otro lado, aprisionó los engranajes internacionales a su propia dinámica.
En aquel momento, la vivacidad de la incipiente Federación de Rusia precedida por el presidente Borís Nikoláyevich Yeltsin (1931-2007) y el canciller Andréi Vladímirovich Kózyrev (1951-70 años), pensaron que la única viabilidad que aparejaba el país para adjudicarse súbitos logros económicos era asociándolo estratégicamente con Estados Unidos.
Ni que decir tiene, que para las autoridades que estaban en la vanguardia del comando diplomático de Rusia, durante el siglo XX la nación había aguantado procesos de mutaciones que tornaron a Rusia en un descarrío, sobre todo, cuando se ocasionó la travesía de la autocracia zarista al totalitarismo puro y duro.
Recuérdese que, en sus intervalos de máximo esparcimiento, aquella mole imperial poblaba nada más y nada menos que 22.800 kilómetros cuadrados y se desenvolvía desde el Mar Negro hasta Vladivostok, en los litorales del Mar de Japón. Además, sus feudos incluían Finlandia, la misma Rusia, Ucrania, los Países Bálticos, Polonia, Bielorrusia, Besarabia en Moldavia, Valaquia, hoy parte de Rumanía, la Armenia turca, el Cáucaso, tierras concretas de Asia Central como Kirguistán, Turkmenistán, Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán y, por último, Alaska.
Por ello, para sacudirse y alejar cualquier resquicio equívoco de otra metamorfosis y llegar a ser una nación normal, Rusia debía desechar todo capricho de excepcionalismo o de signo ostensible que acabara depravándola y aferrar sus afinidades a la integridad occidental.
Más todavía, para el canciller Kózyrev y sus ministros, la tentativa soviética por revolucionar la marcha de la Historia no sólo promovió importantes costos humanos y materiales y sumergió al Estado en una dilatada época de desbarajustes, sino que obstruyó la praxis de acercamiento entre Rusia y Occidente. Luego, la única oportunidad para persistir que tenía Rusia, residía en retomar y ahondar en aquella cercanía en suspenso por el ciclón soviético.
Este menester de incrustar a Occidente las relaciones exteriores de Rusia, estuvo flanqueada de una definición chocante en la dirigencia rusa con la resolución de la ‘Guerra Fría’: Boris Yeltsin, al igual que el ex presidente de la URSS, Mijaíl Sergueievich Gorbachov (1931-90 años), supusieron haber ensamblado a Estados Unidos en calidad de ganadores, porque ambos desbarataron la antigua Unión Soviética, en tanto, reparaban que el comunismo quedó como algo calamitoso para Rusia. Realmente, se trataba de una concepción inverosímil y dañina de triunfo.
De los años 1922 a 1924, respectivamente, prácticamente pospuso sus intereses nacionales a proyectar la relación con Occidente, en una fase que llanamente podría sintetizarse que ‘Rusia no era Rusia’, si se reconoce que en ningún tiempo sostuvo una muestra de cordialidad casi susceptible con otro actor relevante del orden interestatal. Al punto, que ello le transfiriera a proteger asuntos internacionales favorables, como los valores de la humanidad, aunque de poco más o menos ilusoria relación con el patrocinio e impulso de sus beneficios nacionales.
Pero, mientras el encauce externo ruso competía denodadamente a una relación de amistad y homogeneidad estratégica, Estados Unidos, el único invicto de la ‘Guerra Fría’, conservó una política de poder. O lo que es lo mismo, para Washington aquello entrañó acabar con la URSS, pero no con las aristas que se inmortalizarían: la Federación de Rusia. Tratando por ello de rentabilizar su triunfo para impedir que, tarde o temprano, una Rusia envalentonada reapareciera nuevamente impugnando a Occidente. Justamente lo que actualmente acontece a la hora de escribir estas líneas.
Diversos fueron los métodos con los que Estados Unidos procuró tener a Rusia a raya en una escenario de inutilidad y lateralidad en el orden interestatal: desde restablecer un prototipo de economía insólita, hasta deberes de desarme contrapuestos para la ex superpotencia, pasando por formular el ensanchamiento de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, abreviado OTAN, al Este de Europa.
Y entretanto, Rusia insinuaba que su política exterior sentimental era todavía funcional para los incentivos de Occidente, porque el mismo Yeltsin no tardó en señalar que las conatos expansionistas de la Alianza Atlántica alumbraban una corriente de paz fría entre ambos actores. Amén, que el talante de extenuación de Rusia únicamente admitió expresiones que no iban más allá de la elocuencia.
Ya, en 1999, definitivamente la OTAN se amplificó, acontecimiento que junto con la admisión de una nueva impresión que capacitaba a la alianza militar intergubernamental a interponerse en conflictos fuera de su zona, inquietó a Rusia.
Posteriormente, con la inauguración del nuevo milenio y la recalada de Vladimir Vladímirovich Putin (1952-69 años) se abrió otro ciclo para Rusia, pero siempre con un anhelo efímero, básicamente, con el punto de mira puesto en la política de poder que desde el colofón de la ‘Guerra Fría’ se practicaba contra ella. Paulatinamente y gracias al apreciable mejoramiento del importe de las transacciones de exportación del Estado, con orden y sin pausa, Rusia se reordenaba hacia dentro y, a su vez, se recomponía de cara al exterior.
Sin embargo, esta variación y aparente resarcimiento de asentimiento internacional, Occidente prosiguió desplegando políticas conducentes a amortiguar o limitar el pequeño margen de recuperación de Rusia.
Más adelante, en 2004, se produjo una segunda intensificación de la OTAN al Este de Europa, circunstancia puntual que perceptiblemente sobresaltó al sentido tradicional de adversidad geopolítica de Rusia.
O tal vez, una tercera ampliación, si se observa que la unificación de Alemania comportó un primer añadido, deshaciendo cualquier expectativa de Moscú a creíbles realidades geopolíticamente propicias a Rusia, por caso, imparcialidad de algunas naciones eurocentro-orientales o exclusión de fuerzas militares extranjeras en los territorios Bálticos.
“Quedando en pausa la primera parte de este texto que desenmascara al zar del siglo XXI y su nueva ‘Gran Guerra Patriótica’, Rusia ha jugado con fuego desde el desmoronamiento de la Unión Soviética, convulsionada por el empeño de avalar a las potencias favorables a Moscú y a diestro y siniestro catapultar a sus contrincantes”
Por ende, la incertidumbre geopolítica zaro-soviético-ruso de reclusión se realzó, porque los inconvenientes que suponían el ingreso de Rusia al Atlántico Norte a través de los valiosos atajos marítimos del Estrecho de Skagerrak que separa el Sur de la Península Escandinava de la Península de Jutlandia, y el Estrecho de Kattegat que enlaza el Mar Báltico con el Mar del Norte, pasaron a emplazarse en los dominios territoriales de los miembros bálticos de la OTAN.
Es significativo subrayar que para Rusia la convergencia de la OTAN a su espacio nacional es una provocación de escala mayor, pues se trata de una intimidación que deja al desnudo la debilidad geográfica de este actor descomunal.
A primera vista sobresale su magnitud geomorfológica como ninguna otra, situación que hace de la Federación de Rusia un Estado continental singular que ha comportado un contratiempo geopolítico incómodo, porque por antonomasia, la inseguridad se ha convertido en el sentimiento ruso y esta inestabilidad está interconectada con lo que simula ser un activo del poder nacional: el territorio.
De manera, que las ideas geopolíticas enraizadas se supeditan a que los poderes relevantes que no cuentan con espacios marítimos u oceánicos como amparo frente a otros poderes como Rusia, tienden a una fuerte sensación de inseguridad.
En este aspecto y en contraste al volumen geofísico de Estados Unidos protegido en la seguridad que le facilitan las masas de agua impertérritas de los océanos, la amplitud puramente terrestre de Rusia sin mares que lo resguarde, siempre ha supuesto para este coloso una lastre que menoscaba enormemente su condición de invencible derivada de la depresión territorial.
Quién mejor puede desenmascarar esta evidencia que persiste en los tiempos reinantes, es el historiador y estratega naval estadounidense Alfred Thayer Mahan (1840-1914), sacando a la luz este rasgo geopolítico ruso que dirime tanto la fortaleza como su debilidad.
En otras palabras: Rusia abarca una extensión territorial sin igual, pero se halla acorralada y circunscrita a varias hegemonías marítimas como Estados Unidos, Inglaterra o el Estado del Japón, entre algunos, que no solamente reducen sus contracciones expansionistas, sino que pueden penetrar desde su periferias vulnerables, como de hecho sucedió tras la ‘Revolución Soviética’ (8-III-1917/16-VI-1923), cuando aún no se había perfeccionado el poder aéreo.
Desde esta distinción geopolítica de poder, ser acometida desde cualesquiera de los flancos según la reflexión de un geopolítico británico, Rusia sólo ha mantenido dos alternativas: conquistar o ser conquistada.
Disyuntivas que, siguiendo al prestigioso almirante norteamericano, comprometieron a los zares a asumir una constante visión defensiva que no entraña un proceder estático frente al conquistador, sino al despliegue o a tomar la delantera anticipada a fin de salvaguardar la supervivencia del país.
Ante lo visto, parece incuestionable hacer notar el sentimiento de inseguridad que confina a Rusia, y que ha llevado a expertos y analistas a deducir que no habría sido tanto la lateralidad, con respecto a los advenimientos europeos que presumieron un avance hacia la modernización lo que postergó a Rusia, sino al afianzamiento a una condición geopolítica inamovible que mantuvo a sus dirigentes en la consagración permanente a la custodia de su integridad territorial.
A tenor de lo dicho, la construcción del poder nacional en la etapa de Putin, pasó por alto que Rusia desarrollara un enfoque no ya convincente a esta amenaza mayor a sus intereses nacionales, sino más musculoso y con ramificaciones fatuas, jugando una partida de ajedrez como la que en estos momentos se esparce en Ucrania: en 2008 activó su instrumento militar en el Cáucaso, sorteando lo que podría haber representado la primera conmoción geopolítica.
En consecuencia, quedando en pausa el cierre de la primera parte de este texto que desenmascara al zar del siglo XXI y su nueva ‘Gran Guerra Patriótica’, de la República de Chechenia a la República Árabe Siria pasando por Ucrania, Rusia ha estado jugando con fuego desde el desmoronamiento de la Unión Soviética, convulsionada por un claro objetivo: avalar a las potencias favorables a Moscú y a diestro y siniestro catapultar a sus contrincantes. Una política agresiva de la que la ofensiva que hoy se libra en Ucrania parece ser la confirmación de esta espiral intolerable.