Con motivo de la conmemoración de los doscientos años de la Independencia de los países de las dos orillas del Atlántico (1821-2021), el proceso de emancipación de las Colonias Americanas de España y su posterior configuración en Repúblicas Independientes, retocaría drásticamente la perspectiva geopolítica del continente americano hasta modificar el mapamundi del Nuevo Mundo, entreviendo un revulsivo social y político que transfiguró las demarcaciones y generó una nueva proyección de relación con España.
De manera imparable ante el rumbo de los epílogos, en el primer cuarto de dicha centuria se independizaron vastos territorios tales como Chile, Argentina, México, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia, América Central, Venezuela, Uruguay, Paraguay y La Florida. Toda vez, que La Española, primer establecimiento con impronta y rastro europeo en América, en 1865 Santo Domingo sería definitivamente abandonado por los españoles.
Así, a lo largo y ancho del siglo XIX, curso colosal en cuanto a los acontecimientos que habrían de producirse, la Corona Española catapultó su dominio en uno de los más grandes y ricos Imperios del mundo que tuvo sus ecos en puntos remotos. Pero, como no podía ser de otro modo, este período pródigo en consecuencias puntuales no cejaría en su empeño de seguir anotando entre sus páginas doradas cada una de las vicisitudes grabadas, porque no se cerraría hasta la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas en América, con Cuba y Puerto Rico como protagonistas, y en Asia, Filipinas y Guam.
Como es conocido, tras el ‘Descubrimiento de América’, el globo terráqueo se fraccionó entre la Corona hispánica y la lusitana por el Papa Alejandro VI (1431-1503), mediante las denominadas ‘Bulas Alejandrinas’ conferidas en 1493, adjudicando a Castilla los dominios emplazados a 100 leguas al Oeste del meridiano que pasaba por las Islas Azores y Cabo Verde, y a Portugal el Este de esta línea.
Posteriormente, este trazo se reasentó en el ‘Tratado de Tordesillas’ (7/VI/1494) quedando una porción inmensa de superficie americana en el tramo adjudicado a Portugal, lo que ocasionó la ocupación por parte de esta nación de los litorales de Brasil.
Mientras, la Corona castellana desmenuzó el suelo confiscado en dos grandes Virreinatos. Primero, Nueva España (1535) y, segundo, Perú (1542) que fueron administrados desde España por el Consejo de Indias y supervisados por la Casa de Contratación ubicada en Sevilla, que, a su vez, inspeccionaba el tráfico marítimo, la comercialización y la tripulación que participaba.
Hasta entrados en el siglo XVIII, ningún puerto de la Península estuvo acreditado a recibir embarcaciones con existencias o viajeros provenientes de las colonias americanas. En éstas, cada Virreinato era conducido por un virrey designado en la corte castellana que regía la gestión con una amplia cantidad de empleados judiciales, militares, etc. Tómese como ejemplo y según el patrón castellano, el Virreinato de Brasil que no se estableció hasta 1640.
Por otro lado, los habitantes coloniales estaban íntegramente constituidos por un mosaico de civilizaciones fusionadas desde las primeras coyunturas de la invasión: nativos americanos, europeos y africanos. Estos últimos, transportados como esclavos tras el desastre demográfico desencadenado en los indios, tanto por la campaña de sometimiento como por los diversos padecimientos y afecciones arribadas desde el Viejo Continente.
Ni que decir tiene, que estos pueblos estaban jerarquizados manteniendo el patrón europeo en agrupaciones estamentales, con derechos y preceptivas prescritas; pero en los Virreinatos americanos el contraste social transitaba por el color de la piel, existiendo una clara diferenciación entre los negros, indios, europeos y una extensa sucesión de pardos en la que se anteponían las combinaciones intermedias.
En líneas generales, primero, hay que referirse a los negros como esclavos y explotados ocupando el último peldaño del estrato social; segundo, los indios, doblegados a un sistema de sujeción y, a la vez, preservados legítimamente de la servidumbre por las Leyes Indias; y, tercero, los blancos, repartidos entre sucesores de españoles autóctonos en América llamados criollos, pero con un origen europeo y los naturales en España, que habitualmente ocupaban un puesto entre las responsabilidades de control y dominio de carácter militar, jurídico y político.
Con lo cual, los españoles eran los que en definitiva resolvían los quehaceres cotidianos y, tras desempeñar las obligaciones confiadas retornaban a la Península, estando supeditados a un Juicio de Residencia en el que pormenorizaban la observancia de la normativa que exigía no fijar negocios o vínculos personales con el enclave de destino.
Según las fuentes consultadas y a título de cifras aproximativas, en la última etapa del siglo XVIII la demografía de la América española rondaba los dieciséis millones de individuos, de los cuales, siete millones corresponden a indios; poco más o menos, un millón pertenecen a negros; algo menos de cinco millones y medio a mestizos; tres millones de criollos y, por último, 300.000 españoles.
“Lo que aquí se refiere es la conmemoración de los doscientos años del proceso de emancipación de las Colonias Americanas de España y su posterior configuración en Repúblicas Independientes, retocando drásticamente la perspectiva geopolítica del continente americano hasta modificar el mapamundi del Nuevo Mundo”
Además, la circunscripción americana no dirigida por la Monarquía Ibérica poseía un importante número de aborígenes que consiguieron independizarse e incrementar sus integrantes tras el infortunio vivido en el siglo XVI, en ocasiones federándose en unidades políticas complejas y en otras, dividiendo a sus tribus para eludir la opresión colonial.
Éstos, poblaban amplios espacios de Norteamérica, el Cono Sur, la Amazonia y América Central al margen de la dominación europea. Sin inmiscuir, los Estados Unidos de Norteamérica, recientemente desvinculados de Inglaterra, acomodaban una república que en los inicios del siglo XIX cuantificaba cinco millones de residentes, empleando una franja de terreno algo menor que la existente entre el río Misisipi y el litoral atlántico.
A resultas de todo ello, es preciso indicar dos matizaciones relevantes. La primera, que las independencias se consignan dentro de los procesos revolucionarios liberales americanos y europeos que, desde el último tercio del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX, respectivamente, terminaron catapultando el régimen metropolitano y colonial.
Y, en segundo término, es conveniente hacer hincapié que para el entendimiento adecuado de una evolución tan enrevesada como el de las independencias, hay que asentar una periodización en diversas etapas.
En otras palabras: durante un bienio, es decir, entre 1808 y 1810; la segunda se desenvuelve entre 1810-1814 con los ofrecimientos insurgentes del liberalismo gaditano como ejecutantes hegemónicos; la tercera viene dada por las tentativas de reconquista armada de Fernando VII (1784-1833) como monarca absoluto entre 1814-1820; y la última, desde los años veinte, cuando tras las independencias de los grandes virreinatos novohispano y peruano, la desmembración de la América continental será incuestionable.
Centrándome brevemente en la primera, el 20/IV/1808 Fernando VII llamado ‘el Deseado’, comparecía en Bayona en la búsqueda del apoyo de Napoleón I Bonaparte (1769-1821) a su investidura como rey. Diez días más tarde lo realizaría su padre, Carlos IV (1748-1819), quien preliminarmente, en la maniobra napoleónica había sido reconocido como rey de España y de las Indias.
El 2/V/1808 marchaban de la corte el resto de la Casa Real bajo las imposiciones del cuñado de Napoleón, Joaquín Murat (1767-1815), mientras los reportes de un posible secuestro se propagaban como la pólvora por la capital madrileña. Muy pronto, Madrid contemplaba la sublevación popular contra la invasión francesa.
En las horas repentinas del mes de mayo se iba a originar la secuenciación de hechos destacados: Fernando VII es forzado a entregar el trono a su progenitor, quien, mismamente, lo cede al estadista francés e inmediatamente éste, mediante un decreto fechado el 6 de junio proclama a su hermano José I Bonaparte (1768-1844) como rey de España y de las Indias.
Seguidamente la Península se ve sumergida en un cúmulo de levantamientos, disturbios, desórdenes e incursiones que enmarcan a los franceses en el punto de mira para denotar el descontento general. Las réplicas e indicativos serán contundentes: habrá insurrecciones en las villas y en el campo contra los representantes militares y civiles culpados de traidores y colaboracionistas.
En definitiva, este entresijo se convierte en un estruendo de furia circundando a los franceses, pero igualmente, frente a los delegados del antiguo régimen. En este enjambre de despropósitos mueren varios militares, gobernadores, corregidores y otros miembros distintivos de la dirección absolutista; y en el campo se atracan casas de la nobleza, emprendiendo la fuga en busca de amparo.
A tenor de lo dicho, en mayo de 1808 explosiona la campaña popular de aborrecimiento hacia los franceses, dado que la amplia mayoría de las facciones españolas quedaron acuarteladas, sin orden expresa de contrarrestar a sus aliados los franceses. Y ante la pasividad de los mandos españoles o su avenencia con la autoridad invasora, se promueve el surtimiento de Juntas en ciudades y provincias en las que se añade una amalgama de militares, nobles, negociantes, clérigos, procuradores y líderes de las capas populares.
Con orden y sin pausa las Juntas se declaran soberanas y gubernativas, emprendiendo apresuradamente la guerra contra los franceses. Para lo cual, empiezan a alistarse gentes para conformar algunas tropas presumibles, y asignar impuestos para la adquisición de armamento y establecer un método de defensa contra los invasores.
Desde este momento se reconocen dos círculos de influencia: el que atribuye José I Bonaparte y el correspondiente a las Juntas, que en septiembre de 1808 se coaligarán consignando a dos encargados cada uno para emplazarse en Madrid y establecer la Junta Central.
Sobraría mencionar que el Estatuto de Bayona proporcionó la división de poderes, así como la confesionalidad religiosa y desbloqueos reservados para la burguesía comercial y financiera, peninsular y criolla, dando pie a la institución de un mercado nacional, con libertad de industria y comercio y la eliminación de aduanas internas y las prerrogativas comerciales entre las regiones del antiguo imperio transoceánico.
Pero, además, la Carta planteaba la disolución del ‘pacto colonial’ al disponer que ‘los reinos y provincias españolas de América y Asia disfrutasen de los mismos derechos que la metrópoli’. Amén, que estas reglas de juego aun teniendo una resonancia definida en las comarcas americanas, sí que entrevieron un precedente significativo para la táctica política de la Junta Central con relación a América, porque obligaba a asimilar la oferta de Bayona de derechos con los criollos.
Con este trasfondo se libra la ‘Batalla de Bailén’ (18-VII-1808/22-VII-1808), donde el Ejército de Andalucía más los combatientes de las Juntas de Granada y Sevilla desarmaron a los franceses dirigidos por el General Pierre-Antoine Dupont de I’Étang (1765-1840). En un abrir y cerrar de ojos, la reputación de ‘Bailén’ se escurrió por la Península y desde ahí hasta el Viejo Continente y al otro lado de las aguas atlánticas. Entretanto, las huestes francesas abandonaban el ‘Sitio de Zaragoza’ y el ‘Sitio de Gerona’ y José I hubo de apartarse a Madrid y retroceder hasta Vitoria.
A raíz de los episodios referidos, la Junta Central tomó la iniciativa en dos asuntos esenciales: primero, rubricó la alianza con Gran Bretaña y, segundo, promulgó que los feudos españoles de las Indias no eran colonias, sino una parte integrante de la Monarquía Española. Lo cual, comportaría el llamamiento a los gestores americanos para integrarse en cada Virreinato y Capitanía General.
Ahora un total de diez intermediarios, uno por cada parcela político-administrativa como Río de la Plata, Nueva Granada, Nueva España, Perú, Chile, Venezuela, Cuba, Puerto Rico, Guatemala y Filipinas, por vez primera, se requirieron a un órgano soberano de la Monarquía Hispana.
Esto predijo un cambio trascendente, porque el centro neurálgico de poder se completaba en calidad de igualdad con el retrato de las tierras y los residentes peninsulares y americanos, al igual, que comprendía la asunción de un principio inédito. Me refiero a que todo lo que envuelve América dejaba de concernir a la Corona y se incluía en el nuevo centro de poder de la Monarquía.
Cuando aterrizaron en América las primeras informaciones de la investidura de Fernando VII, las autoridades peninsulares, junto a la población india y mestiza y los criollos, lo celebraron por todo lo alto. A la par, se anunciaron tres días de lustre con danzas, corridas de toros, espectáculos, etc.
Sin embargo, en pocas jornadas todo se invertiría.
Las referencias que arribaron hicieron naufragar a la urbe y a las autoridades civiles, eclesiásticas y militares en un auténtico desconcierto, porque retrataban con pelos y señales que Fernando VII ya no era rey, abdicando en su padre y que del mismo modo éste lo había hecho en Napoleón, para ser su hermano José I Bonaparte el soberano de España y de las Indias, según lo había refrendado Carlos IV en un mensaje de renuncia al trono español y americano. Obviamente, ante esta encrucijada las autoridades peninsulares se encontraron entre la espada y la pared.
Conjuntamente, presidentes de audiencias, virreyes, gobernadores, capitanes generales, magistrados, intendentes y alta jerarquía eclesiástica habían sido propuestos por Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ahora abatido en la desdicha, por lo que sus adversarios o los que aspiraban al poder observaron la oportunidad pertinente para inducir a su desplome y hacerse con sus funciones.
A ello hubo de ensamblarse que los agentes de doble poder en la Península comparecieron en América demandando la sumisión de las autoridades y la remesa de las cajas de caudales del rey. Así, llegaron a Santiago de Chile, Buenos Aires, Lima, Montevideo y La Habana embajadores de Napoleón I Bonaparte, pero, asimismo, de las Juntas de Granada, Sevilla y Oviedo. Es más, a este laberinto se incorporó un tercer figurante, dado que aparecieron recados y enviados de la hija de Carlos IV y hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina de Borbón (1775-1830), que desde su ostracismo en Río de Janeiro y en ausencia de su padre y hermano, reivindicaba su derecho a ser soberana regente de las jurisdicciones americanas.
Lo cierto es, que, a pesar de las habladurías, murmullos o chismes, en las semanas subsiguientes se corrió la voz que Napoleón I Bonaparte se disponía en breve a irrumpir en América si ésta no acataba lo resuelto.
Ante tales disyuntivas, la respuesta ante semejantes confidencias fue variada, incumbiendo las autoridades gobernantes y del contexto específico de cada zona. Hay que ceñirse y destacar una primera demostración unánime: prometer lealtad a Fernando VII, legítimo y justo monarca. Lo que entrañaba desechar la alternativa de subordinarse a los criterios franceses. A todo lo cual, los protocolos de fidelidad se cumplieron en las capitales y ciudades preferentes americanas. Correlativamente, en Montevideo y México, los días 12 y 13; en Santa Fe de Bogotá, el 11 de septiembre; en Quito y Lima, el 6 y 13 de octubre; y, por último, en Asunción de Guatemala y Tegucigalpa, el 12 y 22 de diciembre, respectivamente.
A partir de este entorno exclusivo se originó una eclosión en América de distintas inclinaciones, que de igual forma reflejaban la pluralidad, siendo la primera Junta concentrada en Montevideo el 21/IX/1808.
"A resultas de todo ello, las independencias se consignan dentro de los procesos revolucionarios liberales americanos y europeos que, desde el último tercio del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX, terminaron catapultando el régimen metropolitano y colonial"
Para ser escrupuloso con lo documentado, la dispuso el gobernador interino Francisco Javier de Elío y Olóndriz (1767-1822), militar absolutista distinguido y constituida por altos funcionarios y oficiales del Ejército y la Marina, notables comerciantes y hacendados, eclesiásticos, rectores, síndicos y juristas. Su posición ideológica fue habilitarse apelando la tradición hispánica y el derecho natural, contemplando la igualdad entre los peninsulares y americanos.
En el polo opuesto, en Buenos Aires, el virrey Santiago Antonio María de Liniers y Bremond (1753-1810) por su origen francés, se le imputó de negociador cómplice de Napoleón. Por lo demás, una comisión del cabildo interpeló su dimisión y la creación de una Junta Central Gubernativa: las facciones respaldaron al virrey y frenaron el establecimiento de la Junta. Momentáneamente, en el territorio colindante de la Capitanía General de Chile, el reconocimiento a las autoridades patrocinadas en la Península era de inmediato y no se propuso la probabilidad de constituir un Comité.
Recapitulando abreviadamente otros casos, el 25/V/1809, la Audiencia de Chuquisaca, actual Sucre, situada en el altiplano del Sur de Bolivia, derrocaba a su presidente y se erigía en Junta Directiva.
Igualmente, el 16/VII/1809, se desencadenó un alzamiento en la localidad de Nuestra Señora de La Paz, Bolivia, que acabó con la sesión de un cabildo abierto y la formación de la Junta Tuitiva de los ‘Derechos del Rey y del Pueblo’, que englobó a milicias, designó autoridades, recolectó armas y quemó las anotaciones donde se hojeaban los débitos al fisco de la monarquía.
Indistintamente, en el Reino de Quito, Ecuador, se instituyó una Junta el 9/VIII/1809, integrada por treinta y seis vocales americanos, quienes en nombre de Su Majestad Fernando VII trataban de administrar la región.
De la misma manera, en el Reino de Nueva Granada el virrey Antonio José Amar y Borbón Arguedas (1742-1818) agrupó a los comisarios para debatir la cuestión. En paralelo, los componentes capitulares del Cabildo de Santa Fe de Bogotá plantearon la organización de una Junta Directiva para compenetrarse con la de Quito, pero el virrey no consintió esta solicitud.
En resumidas cuentas, en algunas circunstancias las autoridades peninsulares tiraron del ingenio y la imaginación ante el trance de 1808, al objeto de hacerse con las riendas en el proceso antes de que otras porciones, fundamentalmente, los criollos, lo causaran. Pero también, por la desconfianza en la obstinación de los grupos étnicos y raciales que quisieran valerse de la crisis para enardecer agitaciones, como aconteció en Nueva España y la Banda Oriental, sobre la costa atlántica de Sudamérica.
Al mismo tiempo, se constatan Juntas que se cimentaron con una programación detallada de acatamiento al monarca, pero procediendo como supremas en sus circunscripciones. Tal es así, que causaron una contradicción con otras urbes que no identificaban la soberanía de las antiguas demarcaciones coloniales.
En consecuencia, aun con las ansias de emancipación que enarbolaron a los Reinos de España y Portugal en las postrimerías del siglo XIX, en América Latina ya se había promovido una aproximación sustancial a las viejas patrias. Era entonces, cuando comenzó a popularizarse el menester de lograr la segunda independencia como se terció en los Estados Unidos de América, auspiciando el requerimiento del expansionismo territorial y la sagacidad económica norteamericana, hasta esponjarse la reacción del pensamiento latinoamericano de cara a la magnificencia de los valores utilitaristas del espectro anglosajón.
Esta tendencia de pensamiento simbolizó una quiebra con el fuerte rastro positivista que custodió la organización de los Estados oligárquicos latinoamericanos, que ahora se cernían ante un dilema.
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