Alcanzamos los días más trascendentes del Año Litúrgico, los que sin lugar a dudas, nos reportan a la evocación del Misterio Pascual de la bienaventurada Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por este Misterio, valga la redundancia, como literalmente nos sugiere el Prefacio Pascual, “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”.
Luego, estos días cargados de intenso aroma del azahar, son considerados justamente el punto culminante de todo el año consagrado a conmemorar y vivificar la obra de la redención de los hombres y de la glorificación de Dios. La distinción que el Domingo adquiere en la Semana Santa, igualmente la obtiene el Santo Triduo Pascual. Si bien, al exponer la praxis sobre la Liturgia del Triduo Pascual, irremediablemente hay que hacer mención el puesto central que ostenta la celebración de los acontecimientos de la vida histórica de Jesús.
Entonces se hace referencia a la travesía de la antigua Pascua a la nueva, prestando atención a algunos de los testimonios, los más remotos acerca de la celebración en los primeros siglos de la era cristiana, que nos encaminan a la semblanza del Triduo Pascual y de la que por antonomasia, se sabe con convencimiento que existe un día que alcanza la rúbrica de celebración anual de la Pascua del Señor. Inicialmente, hay que comenzar exponiendo que el ayuno anual que finalizaba el día de Pascua, es el primero de los destellos originarios de lo que desde el siglo IV (301-400 d. C.) aparece como un Triduo dado a conmemorar el paso de Cristo de este mundo al Padre.
Ciertamente, se desconoce con certeza cuánto se alargaba dicho ayuno en el siglo II (101-200 d. C.), cuando se produjo la controversia entre las comunidades judeocristianas y las occidentales. En el siglo III (201-300 d. C.) la Tradición Apostólica de Hipólito de Roma alude el ayuno del Viernes y Sábado Santo que concluye con la celebración eucarística de la Vigilia Pascual. Otras evidencias como la Didascalia de los Apóstoles que nos ofrece la silueta de la vida eclesial de aquel momento, ensancha el ayuno a la totalidad de la semana, pero confiriendo un peso específico a los tres últimos días.
Posteriormente, el florecimiento de la celebración anual de la Pascua se ocasiona a partir de la Vigilia Pascual. Gracias a la Tradición Apostólica y Tertuliano descubrimos que en la Vigilia se concedía el Rito del Bautismo antes de surcar al banquete eucarístico. Toda vez, que la práctica probablemente sea más antigua.
Por aquel entonces, la Vigilia Pascual englobaba varias lecturas y es de sospechar que entre ellas se refiriesen los relatos de la creación, el sacrificio de Abrahán y el paso del mar Rojo por los israelitas, ya que estos pasajes del Antiguo Testamento se encuentran presentes en las series que han llegado hasta nuestros días provenientes de los sistemas de lecturas de las liturgias más primitivas.
Asimismo, es factible que la mención de Jesús a los tres días en que Jonás estuvo en el vientre del pez, además del indicativo de que el templo destruido sería levantado al tercer día, ayudaran a conformar la celebración del Triduo Pascual. Pero da la sensación de que se terciara aún más el anhelo de dedicar continuamente los instantes del Misterio Pascual practicando la descripción evangélica. Sin ir más lejos, San Agustín en el Norte de África y San Ambrosio en Milán, concuerdan al sacar a relucir “el sagrado triduo de Cristo crucificado, sepultado y resucitado”. Con lo cual, no ha de sorprender que en Palestina, adonde comparece la peregrina Egeria, los cristianos visitasen los lugares distinguidos por la tradición como los que acontecieron en los sucesos de la vida pública de Jesús, tratando de rememorar las palabras del Salvador.
En este interés por representar la historia estableciendo un cimiento psicosociológico más objetivo, se encuentra el principio de la inmensa mayoría de las fiestas del Año Litúrgico. La Liturgia de Jerusalén concretó un protagonismo absoluto en la disposición de las celebraciones del Triduo Pascual. Así, algunos de los capítulos del diario de viaje de Egeria, puntualizan escrupulosamente las ceremonias realizadas durante los tres días de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
La comunidad con su obispo a la cabeza, caminaba por los principales parajes donde se desenvolvieron las vicisitudes evangélicas: la Basílica del Martirio, construida junto al lugar de la cruz; la Anástasis, que comprendía el Santo Sepulcro; la gruta Eleona, donde Jesús instruía a los Apóstoles en el monte de los Olivos, etc. Curiosamente, el cenáculo llamado Sión, no se cita hasta el Domingo de Resurrección por la tarde, cuando se menciona la aparición de Jesús a los discípulos congregados.
Por lo demás, las celebraciones consistían básicamente en las lecturas y la recitación de salmos, de los que Egeria describe puntualmente el Viernes Santo con la Adoración de la Cruz y la proclamación solemne de la pasión; mientras que en la Vigilia Pascual se administra el bautismo y el obispo preside la eucaristía.
De manera, que paulatinamente las liturgias occidentales siguen la riqueza de las celebraciones de Jerusalén. Fijémonos que tanto la Adoración de la Cruz, como el énfasis de la pasión, el lavatorio de los pies o la procesión de los ramos que surge terciados el siglo V (401-500 d. C.), son repetidos por las Iglesias. Ya a lo largo de la Edad Media (siglos V y XV) se encajan algunos ritos de los que es complejo establecer su umbral exacto. Me refiero a la bendición del cirio pascual y el fuego, la entronización de la cruz con la aclamación “Mirad el árbol de la cruz”, o el traslado de la reserva eucarística, entre otros. De tal forma, que el Triduo Pascual de la Liturgia Romana queda dispuesto acompañando el anticipo de la hora de la Vigilia Pascual que se había adelantado a la hora sexta (12:00 horas o mediodía).
Otro tanto resultó con las solemnidades del Jueves y Viernes Santo que llegaron a realizarse por la mañana.
Cuando en 1951 el Papa Pío XII (1876-1958) emprende la reforma de la Semana Santa por la Vigilia Pascual, el primer matiz reside en hacerla retornar a su hora natural nocturna. Esta particularidad acontece en 1956 con relación a la misa vespertina de la cena del Señor y de la acción litúrgica de la pasión del Jueves y Viernes Santo, respectivamente. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II (11/X/1962-8/XII/1965) es igualmente manifiesta en esta materia.
Con estos antecedentes preliminares, los preceptos universales sobre el Año Litúrgico son clarividentes al marcar el período en que se inaugura el Triduo Pascual. Expresamente rotulan la misa vespertina de la cena del Señor. De este modo, se acoge un remedio de equilibrio entre la tradición litúrgica que únicamente reconoce como días del Triduo Pascual al Viernes y Sábado Santo y el Domingo de Pascua, más la apreciación popular que satisface el Jueves Santo.
Es por ello, que el pueblo llano y la piedad no litúrgica hacían referencia no explícitamente al Triduo Pascual, sino al Triduo Sacro, comprendiendo bajo este último apelativo los días pertenecientes al Jueves, Viernes y Sábado Santos. Amén, que el Domingo de Resurrección concierne de la misma manera al triduo “en el que Cristo padece, reposa en el sepulcro y resucita”.
Por ende, de acuerdo con las fórmulas vigentes de la Liturgia, el Jueves Santo se introduce en el Triduo Pascual desde el atardecer, momento en que ha de oficiarse la misa vespertina de la cena del Señor. Hasta ese instante, este día atañe aún al Tiempo de Cuaresma.
Para ser más preciso en lo fundamentado, el Jueves Santo sigue la Feria VI de la Pasión del Señor, denominación litúrgica del Viernes Santo. Y según una tradición antiquísima, la Iglesia no celebra la eucaristía en este día ni en el siguiente.
Tan solo desde el siglo VII (601-700 d. C.) se distribuye la comunión, reproduciéndose una costumbre de la liturgia bizantina de proporcionar el pan eucarístico los Viernes y otros días en los que no se celebraba la eucaristía. Y como consecuencia de lo anterior, cabría preguntarse: ¿por qué no se celebra la Santa Misa en el día en que la Iglesia recapitula la pasión y muerte del Señor? La respuesta puede parecer sencilla, pero no lo suficientemente descifrable para quien no ha discernido en las leyes de la liturgia.
Primero, se constata la tradición remotísima y unísona de las liturgias que sólo han celebrado la eucaristía en la noche santa de la Pascua y, segundo, el propósito de la liturgia de celebrar el Misterio Pascual no como una conmemoración histórica, sino más bien como un memorial sacramental y no incompleto, sino en su integridad.
En la antigüedad el Sábado Santo es igualmente un día alitúrgico, llamémosle de silencio, meditación y ayuno, hasta que llegada la noche se da comienzo a la Vigilia Pascual, momento culminante del Triduo. Como dice literalmente San Agustín, “la Vigilia Pascual, la noche santa de la resurrección del Señor, es tenida como la madre de todas las santas vigilias”, y en ella la Iglesia aguarda esperando la resurrección del Señor y la rememora en los sacramentos. Por consiguiente, esta solemnidad se realiza de noche y acaba antes de la irrupción del alba del Domingo.
La Vigilia Pascual forma parte del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor y la Iglesia llama a los fieles para una doble ceremonia eucarística: la que se plasma en el trazado de la vela nocturna y la del día propiamente. El Domingo de Pascua, tercer día del Triduo Pascual, estrena un tiempo de regocijo y fiesta que perdura durante cincuenta días: ‘la cincuentena pascual’. Los primeros ocho días de este lapso que componen la Octava de Pascua, hacen con el Domingo de Resurrección, un único e idéntico día y se dedican como solemnidad del Señor. Llegados hasta aquí, primero, la misa vespertina de la cena del Señor definida en el Jueves Santo, ostenta el carácter de preludio en el Triduo Pascual y de acceso en la reminiscencia anual de la Pascua.
El indicativo del Misal subraya la trascendencia de esta celebración eucarística y pascual, trayéndonos a la memoria que están excluidas las misas sin asamblea, para que la comunidad de fieles con sus sacerdotes y ministros concurran plenamente en la eucaristía vespertina.
En caso de algún requerimiento, el ordinario del lugar puede optar por la celebración de otra misa para los fieles que de alguna manera estén imposibilitados para tomar parte en la principal. La Liturgia de las Horas excluye las Vísperas de este día para los que participan de la misa de la cena del Señor.
A resultas de todo ello, el sello eclesial, eucarístico y sacerdotal, no menos que el pascual, han sido fortalecidos. Asimismo, las lecturas reviven la seña fundamental de Jesús que al establecer la eucaristía, se entrega a la muerte para la salvación de los hombres. Con su entrega, el Señor ha llevado a término el protocolo de la vieja Pascua judía iniciada por Moisés, dedicando su cuerpo en lugar del cordero, y su sangre para sellar la nueva y definitiva alianza.
Pero la acción de Jesús contiene la prueba del amor infinito del que da la vida por los demás. “Los amó hasta el extremo”, refiere el evangelio antes de relatar la enseñanza de humildad y servicio que Jesús quiso fusionar a su memorial: el lavatorio de los pies a los discípulos. La Iglesia, con ello, es sabedora del mandato expreso del Señor de preservar su memoria actualizando la oblación sacrificial en la eucaristía.
El conocimiento y la razón de ser de estar cumpliendo el mandato de conservar el sacrificio de la eterna alianza, hace recitar textualmente al sacerdote en el instante mismo de la Plegaria Eucarística: “Acepta, Señor, tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, que te presentamos en el día mismo en que nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración de los misterios de su cuerpo y de su sangre… El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó pan…”.
La otra expresión de Jesús que posee un valor no sacramental, sino de testimonio, “os he dado ejemplo…”, puede ser evocado de modo ilustrativo mediante el rito denominado mandato. Es decir, el lavatorio de los pies mientras se entona la antífona.
A continuación, la Santa Misa finaliza con el traslado solemne del Santísimo Sacramento al lugar de la reserva para la comunión del día siguiente: es el momento de la adoración eucarística. El Misal recomienda a los feligreses a que ofrezcan algún tiempo de la noche a la adoración, según las situaciones y particularidades de cada lugar, sugiriendo que después de la medianoche termine el culto.
Segundo, el Viernes Santo, no exento de su grandeza, la liturgia es más bien austera y sobria. Y su solemnidad se centraliza en la inmolación del Cordero que quita el pecado y en la señal de su muerte gloriosa: la cruz. Los devotos que recorran este Triduo santo, después de la introducción festiva de la tarde anterior, pueden pasar con Cristo por medio del Misterio de la Pasión, Muerte y Sepultura, al albor de la Resurrección.
Recuérdese que el Oficio de Lectura se inicia con tres Salmos de singular aplicación a Cristo que padece el sufrimiento en la pasión. Primero, reconstruyendo la insidia de los enemigos; segundo, las palabras que Jesús pronunció en la cruz; y, tercero, el retrato de la tragedia del hombre que sufre mientras sus parientes se quedan atrás.
En cambio, el texto bíblico nos presenta a Cristo como pontífice y mediador de la nueva alianza, penetrando en el santuario celeste llevando su sangre redentora. Además, la lectura patrística de San Juan Crisóstomo, muestra la tipología del cordero pascual y explica la escena de la lanzada. Sin inmiscuir, que la Liturgia de las Horas mediante el rezo de los Laudes, hace hincapié en la significación redentora de la Muerte del Señor y en el triunfo de la cruz, aspectos puestos de relieve en el tercer Salmo. La lectura breve de esta hora, lo mismo que las Horas Intermedias, se toma del Cuarto Canto del Siervo de Yahveh.
Las antífonas de la Hora Tercia, Sexta y Nona desmenuzan los diversos momentos de la Pasión, mientras que los salmos tintinean como el recogimiento de Cristo en la cruz ofreciéndose al Padre. Pero el núcleo de la liturgia lo colma la celebración de la Pasión. La acción litúrgica ha de arrancar después del mediodía, hacia las tres de la tarde, a no ser que por motivos pastorales se opte por una hora más tardía.
No ha de obviarse de este contexto, que los ornamentos sagrados son de color rojo, el tono oportuno de los mártires en señal de victoria. De ahí, que el Viernes Santo no es un día de duelo, sino de amorosa contemplación y meditación de la Muerte del Señor, fuente de nuestra salvación.
La estructura de la celebración es escueta y explícita: primero, la Liturgia de la Palabra, a la que le sigue la adoración de la cruz y, por último, la comunión. No hay más rito inicial que la postración y una oración que pide al Señor que se acuerde de su misericordia, “pues Jesucristo instituyó el misterio pascual por medio de su sangre en favor nuestro”. También, una segunda plegaria puede usarse en lugar de la anterior, implorando que podamos alcanzar el fruto de la Pasión de Cristo.
La Liturgia de la Palabra comienza con el Cuarto Canto del Siervo de Yahveh, texto profético destinado a Jesús que “entrega su vida como expiación” y que abraza una extraordinaria exposición de la Pasión del Señor. Y como no podía ser de otra manera, el Salmo tiene como réplica las palabras de Cristo en la cruz que resultan del mismo cántico: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
En la segunda lectura, el Siervo aparece como el Sumo Sacerdote que, ofreciéndose a sí mismo como víctima, “se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen”. Finalmente, el Evangelio es la narración tradicional de la Pasión según San Juan. La Liturgia reserva este pasaje previendo la intencionalidad y el punto de partida del Cuarto Evangelio. Para el evangelista San Juan, la cruz es el signo de la relevación suprema del amor de Dios y de la libertad de Jesús.
Por otra parte, la presencia de la Virgen María junto a la cruz y el suceso de la lanzada, adquieren un imponente valor para la Iglesia, personificada en la Madre de Jesús y en los símbolos del agua y la sangre que brotan del costado de Cristo.
Tras las lecturas y el sermón, la Liturgia de la Palabra pone su broche con la oración universal de los fieles, un hermoso formulario que se nos dona con algunas modificaciones actuales desde la Liturgia Romana del siglo V. Sin duda, la jerarquía y universalidad de las intenciones resultan sumamente edificantes.
En seguida debería aparecer el rito de la comunión, pero el ejercicio litúrgico del Viernes Santo pretende aglutinar la atención de los fieles no en el sacramento memorial de la Pasión del Señor, sino en la señal de la cruz.
La adoración de la cruz por el pueblo va antecedida de la manifestación a la totalidad de la asamblea: “Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. Además, en el transcurso de la adoración se entona la antífona “Tu cruz adoramos” y el himno Crux fidelis: “¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!...
La referencia al árbol del paraíso es evidente: el fruto de aquel árbol desencadenó la muerte, el producto de la cruz es la vida misma. Mismamente, los Improperios repasan el misterio de la glorificación y de la divinidad de Jesús que agoniza herido de amor y lleno de ternura hacia su pueblo. En paralelo, la participación eucarística con las especies consagradas la tarde anterior, remata la celebración con la oración sobre el pueblo, invocando la bendición divina sobre él.
Es preciso recordar que el Viernes Santo es un día consagrado a la práctica del ayuno, pero en sí, este no es un ayuno penitencial como el correspondiente al Tiempo de Cuaresma, sino más bien, pascual, porque nos permite experimentar el tránsito de la Pasión a la Resurrección. Análogamente, este ayuno no es ni mucho menos un componente secundario del Triduo Pascual, por eso la Iglesia recomienda que se guarde durante el Sábado Santo.
Alcanzamos el Sábado Santo y la rúbrica del Misal glosa su significado: “Durante el Sábado Santo, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, y se abstiene del sacrificio de la misa, quedando por ello desnudo el altar hasta que, después de la solemne Vigilia o expectación nocturna de la Resurrección, se inauguren los gozos de la Pascua, cuya exuberancia inundará los cincuenta días pascuales”.
Y la Iglesia, junto al altar desnudo, solemniza el Oficio Divino impregnado íntegramente de realidades tan evidentes como el reposo y la contemplación. Los Salmos del Oficio de Lectura ponen su énfasis en el sueño en paz y de la carne que descansa serena; mientras que los textos bíblicos y patrísticos recuerdan el descendimiento de Cristo al abismo para proporcionar el reposo definitivo a los patriarcas del Antiguo Testamento. Si bien, el Salmo 23 comienza a insistir “¡puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!, mención implícita a la Resurrección.
Los Laudes se reservan entre la expectativa de la Resurrección y la reflexión del valor redentor de la Muerte de Jesús. Por el contrario, la Hora Intermedia atesora un acento confiado con la alusión de la luz que brilla después de las tinieblas.
En idéntica sintonía las Vísperas redundan en los Salmos de la misma hora del Viernes Santo, pero con antífonas que refrescan las palabras de Jesús concernientes al signo de Jonás y a la destrucción del templo de su cuerpo. El resto de los pasajes hacen resonar el misterio de nuestra identificación por medio del bautismo, con Cristo muerto y sepultado.
Por fin llegamos al tercer día del Triduo Santo de la Pascua y el Misal nos indica: “Según una antiquísima tradición, ésta es una noche de vela en honor del Señor”. Los fieles, tal y como lo presenta el Evangelio, “deben asemejarse a los criados que, con las lámparas encendidas en sus manos, esperan el retorno de su Señor, para que cuando llegue les encuentre en vela y les invite a sentarse a su mesa”.
La Vigilia Pascual es fundamentalmente una extensa celebración de la Palabra de Dios y de oración que acontece con la eucaristía: la resurrección de Cristo en los sacramentos y aguardando su venida en gloria. Es el punto culminante del Triduo, la Pascua de la nueva alianza que marca el paso de Cristo de la muerte a la vida. No es por tanto, una misa vespertina en víspera a un día festivo, ni tan siquiera es una solemnidad más del Año Litúrgico, sino por excelencia, la acción litúrgica cardinal.
Cada uno de los intervalos de la Vigilia están repletos de simbolismo y belleza, comenzando por la hora de inicio, para que se observe a grandes rasgos la diferenciación entre las tinieblas y la luz, el pecado y Cristo Resucitado. La acción se desenvuelve en cuatro partes inconfundibles. Primero, el lucernario o rito del fuego y la luz, cuyo fundamento hay que indagarlo en la lejanísima práctica judía y cristiana de encender la lámpara articulando una bendición al Señor.
Por su evocación a lo divino, la disposición del Cirio Pascual que se prende con el fuego nuevo y es portado dignamente en procesión hacia el interior del templo, configura la resonancia simbólica de la Resurrección de Cristo: “La luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu”. El Cirio es la columna de fuego que alumbró a los israelitas al pasar el mar Rojo, como nos revela el Pregón Pascual: “Es el lucero que no conoce ocaso, es Cristo resucitado, que al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano”.
Ni que decir tiene, que la Liturgia de la Palabra, o segunda parte, alcanza su vivacidad propia que se exhibe en el ritmo de la misma y tan característico en las diversas lecturas, cantos y oraciones. La combinación de éstos proclamados solemnemente son un reconocimiento minucioso a la Historia de la Salvación, como la simbiosis de la creación, la figura de Abrahán, el Libro del Éxodo, la incidencia de los profetas y Cristo que pende sobre la Pascua del Señor. Cada uno de los instantes rememorados encarnan otros triunfos de la vida sobre la muerte, hasta alcanzar la Resurrección de Jesús.
Y en ella, no sólo Cristo es glorificado y ensalzado, también a nosotros nos alcanza esa fuerza de salvación, como proclama la Epístola a los Romanos. Como es sabido, a la finalización de la Liturgia de la Palabra, en el mismo momento de la entonación del Gloria se encienden el resto de luces de la Iglesia que quedaban todavía tenues y se echan al vuelo los toques de las campanas. Igualmente, toma su protagonismo los diversos tonos del Aleluya. Todos, sin excepción, son signos de la fiesta grande de la Pascua.
Después del sermón u homilía que en esta noche adquiere su relevancia distintiva, llega la Liturgia de los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. La Iglesia, como madre fecunda gracias a la Resurrección de Cristo, engendra y multiplica en este día a sus nuevos hijos en virtud del Espíritu Santo y los sostiene con el Cuerpo del Señor.
El rito bautismal se reduce a lo indispensable: letanías, bendición del agua, promesas y ablución. La Liturgia sugiere insistentemente que se disponga el Sacramento en el transcurso de la Vigilia. Para ello, incluso propone que no se realicen bautismos en la Cuaresma. Si se diese ocasión de no producirse ningún bautismo, ha de recordarse el Rito Bautismal mediante la renovación de las Promesas a todos los presentes y la aspersión con el agua.
Y como no, la Eucaristía de la noche santa de la Pascua adquiere una gracia concreta, como presagio de la Muerte del Señor y el anuncio dichoso de su Resurrección en la expectación de la venida. Pero la consideración maternal de la Iglesia está destinada a sus nuevos hijos: “Escucha, Señor, la oración de tu pueblo y acepta sus ofrendas, para que la nueva vida que nace de estos sacramentos pascuales sea, por tu gracia, prenda de vida eterna”. De este modo, tras el Triduo Pascual, centro y vértice del Año Litúrgico, Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado y surge el tiempo del gozo y la alegría con la Resurrección de Cristo que tendrá su eco en la semana siguiente con la Octava de Pascua, la primera semana de la Cincuentena distinguida como si fuera un único día, porque la alegría del Domingo de Pascua se dilata ocho días incesantes.
En consecuencia, como señala el Apóstol San Pablo, nuestra vida está con Cristo escondida en lo recóndito de Dios. Ya no nos atemoriza la muerte, ni tampoco precisamos de buscar la vida en las falsas seguridades por el recelo a morir, porque de antemano conocemos que la muerte no tiene la última palabra.
Si verdaderamente Cristo ha resucitado, estamos en condiciones de vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia está eximida de las reglas de juego del pecado. Es decir, de tantísimas esclavitudes que, hoy por hoy, nos atenazan. Jesús nos ha rescatado y resucitado de nuestras muertes ontológicas, marchando junto a nosotros y haciendo posible que vivamos reproduciendo la impronta de la no resistencia al mal.
En este día en que actuó el Señor, todos los signos de alegría y de fiesta son la seña de identidad de la caridad que ha de inundar el corazón del hombre. Jesús triunfador nos esparce su vida para que podamos continuar en su rebaño. Él nos viabiliza la entrega desinteresada al prójimo y su acogida generosa, o el verdadero amor en el matrimonio y la familia, o la amistad desinteresada y benevolente, pero, sobre todo, el perdón de nuestras infidelidades en la Historia de Salvación que Dios ha previsto para que cada uno alcancemos la vida eterna.
Con lo cual, en estos Días Santos tras el Triduo Sacro, recapitulamos con gratitud el Sacramento del Bautismo que un día recibimos delante de tantos testigos, porque esta es nuestra ‘pascua personal’ y el mayor don que hemos recibido de Dios.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
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