No cabe duda, que la polarización, como la desintegración social y las dificultades económicas crean resentimiento y, en ocasiones, alcanzan el odio más extremo. Pero, combinadas con una crisis política que ha hecho oscilar la fe en su democracia más allá de sus fronteras, descifran en parte, la convulsión como la que se vive en los Estados Unidos de América, fusionado al trance epidemiológico del coronavirus que agudiza la desconfianza en estado brutal, y como colofón, lo acontecido recientemente en el Capitolio, que encarna el pecado original del país: el racismo puro y duro, impreso en las banderas de la Confederación que los partidarios de Donald Trump (1946-74 años) portaron hasta irrumpir en el Congreso.
Tal vez, Joseph Robinette Biden Jr., más conocido como Joe Biden (1942-77 años), ‘Cuadragésimo Sexto Presidente Estadounidense’, sea el arranque de un viraje prominente de cara a la cadena de gobiernos dictatoriales y populistas, que la aldea global inoculó en la marea de 2008. Luego, no son pocos los líderes internacionales que se frotan las manos y aplauden su aparición, como una oportunidad para rehacer los nexos de unión y no de división.
Ni que decir tiene, que los años de acuciante excentricidad y anormalidad acompañados con un mal sueño postpresidencial, parecen haber dejado atrás una pesadilla llamada Trump, desenmascarando una atmósfera de turbación con profundos desequilibrios sociales y que debería ser un aviso para navegantes, al aguardarle no pocos inconvenientes en los tribunales ordinarios, sino igualmente con el Senado, al estar pendiente de ser juzgado por incitar a la insurrección. Sin cortapisas, de la voluntad de la Cámara Alta del Congreso Americano, depende su posible inhabilitación.
Con estos indicios preliminares, Estados Unidos está aún más fragmentado y despedazado que hace cuatro años, cuando Trump reemplazó a Barack Hussein Obama (1961-59 años) en la Casa Blanca. La agitación política reinante se contrasta pertinazmente con la que antecedió en la ‘Guerra de Secesión’ (12-IV-1861/9-V-1865) o ‘Guerra Civil Estadounidense’, después de la deriva autoritaria de su mandato. Con lo cual, comienza la nueva Era de Biden.
Hoy, en el recién estrenado 2021, la incertidumbre dominante reflejada con el ingente despliegue de seguridad activado para celebrar el aparentemente pacífico relevo del poder, ha desenterrado la perturbación que había en el estreno presidencial de Abraham Lincoln, en 1861.
En su primera comparecencia pública, la nueva Secretaria de Prensa Jennifer Rene Psaki (1978-42 años), manifestó que la Administración de Biden está comprometida a redimir “la verdad y la transparencia” con este tipo de reuniones informativas. El argumento del nuevo Gobierno difiere al de la obcecación mostrado por Trump, quién protagonizó ofensivas, plantes y arremetidas a periodistas y medios.
Y qué decir, en el vaivén anímico contraído por los demócratas en Washington, declarado elocuentemente por la Presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi (1940-80 años), quién consideró literalmente la investidura de Biden como “un soplo de aire fresco”.
Sin embargo, existe una referencia demoledora en la campaña de Trump con respecto a los resultados de las elecciones: en atención a diversos sondeos realizados se desprende, que el 34 y 37% de norteamericanos, respectivamente, están convencidos que las votaciones han sido una estafa y, producto de las mismas consideran que Biden es un Presidente ilegítimo.
Por lo tanto, el mandatario no lo tendrá nada fácil, porque la desmembración en el conjunto poblacional se convierte en el germen de la confrontación. De ahí, que Biden enarbolase en su discurso de toma de posesión al pie de la letra: “la política no tiene por qué ser un fuego abrasivo que destroza todo lo que encuentra a su paso. Los desacuerdos no deben ser motivo para una guerra total”.
Queda claro, que lejos de ser una cuestión interna del país, la renovación en la presidencia estadounidense es un tema de alcance a nivel mundial, y que como no podía ser de otra manera, atañe al Viejo Continente. Inicialmente, puede conjeturar la reparación del ensamble trasatlántico que habitualmente ha ido a menos con los prejuicios de Trump, uno de los ejes de la política y del ser europeos.
Quién se ha marchado, de acuerdo con la tradición republicana más extremista, por determinación introspectivo y que ha abominado de principio a fin a la Unión Europea, abreviado, UE, por activa y por pasiva, deja la estela de un contendiente en toda regla que se dispuso a introducir un divisa competidora con el dólar.
A pesar que en el sentir de los expertos, la UE no confrontó debidamente la primera gran crisis del siglo, ha asumido frente al SARS-CoV-2 un talante diferente, cimentado en el criterio de la ecuanimidad con el reparto de esfuerzos y gastos en la solidaridad universal, en pos de los tratamientos y las vacunas. Si bien, resulta relevante que estos procedimientos integradores alcancen la buena sintonía al otro lado del Atlántico, para moldear una unidad en la globalización que, asimismo, ha de lidiar con el pragmatismo absorbente chino y con las anomalías populistas que pulverizan el planeta.
Los puentes que se prolongan entre Washington y Bruselas en todas las vertientes, han de favorecer que el mañana gravite en acciones compartidas, como en el ensanchamiento de reglas civilizadoras, humanitarias y compasivas. En otras palabras: Biden, rubrica el preludio de un retorno a las garantías y a las reglas de los valores democráticos.
En el fondo, quién ha arribado en la Casa Blanca no embauca y desnaturaliza por añadidura, ni acapara con exigencia e impertinencia. Biden, es un político con altura de miras al que la historia coloca en la encrucijada de sellar un antes y un después, en el vasto itinerario de reparar la esencia del vivir democrático e innovar la agenda nacional e internacional.
Con este deseo denodado, no es la menor de las primicias que la Vicepresidenta sea afroamericana, Kamala Devi Harris (1964-56 años). Tampoco, pasa desapercibido y que en el horizonte ya es un buen auspicio, que en vez de construirse falsas alegorías y magnificencias ilusorias, sea el primer ‘telón de Aquiles’ interesarse por la hecatombe del patógeno, que Trump en ningún tiempo acometió resolutivamente y que, hoy por hoy, se cumple un año desde que tuviésemos conocimiento como uno de los mayores desastres sanitarios, para atajar la epidemia de neumonía provocada por el COVID-19.
Conjuntamente, satisfactoria es la recuperación de los compromisos de Washington en la periferia internacional, en lo que concierne a la incorporación del Acuerdo de París con el cambio climático, como una de las primeras prioridades y la salvaguardia de la libertad y los derechos humanos.
Pero, ¿qué es lo que realmente se encuentra y a qué ha de enfrentarse Biden, en un paisaje desolado por el trumpismo? Primero y como es clarividente en los últimos meses, con el movimiento ‘Black Lives Matter’ la herida de la esclavitud sigue abierta y con un torniquete medio hacer en el colectivo americano.
Bastaría simplemente con echar un vistazo en cualesquiera de los cincuenta Estados que habitan una inmensa franja de América del Norte, con Alaska en el Noroeste y Hawái que amplifica el protagonismo de la nación en el Océano Pacífico, donde cuantitativamente nos atinamos con una urbe íntegramente de procedencia afroamericana o, en ciertos lugares, con residentes de origen latinos.
Quizás, no seamos sensatos en valorar la dimensión de esta desdicha y sus ecos.
Me explico: el vecindario afroamericano constituye entre el 13 y el 15% del estrato poblacional estadounidense. Refrescando algunas referencias puntuales para percatarnos del calado en lo que se desgrana, los africanos esclavizados y trasladados a Norteamérica fueron alrededor de unos 600.000; ya, en 1860, los habitantes cautivos rondaban los cuatro millones.
Posteriormente, como es sabido, consumada la ‘Guerra Civil Americana’ se abolió la esclavitud, pero rápidamente, algunos Estados del Sur utilizaron la ‘Ley de iguales para separados’, con la que se pasó a denominar la doctrina establecida por la Corte Suprema de los Estados Unidos en su célebre ‘Sentencia del caso Plessy contra Ferguson’, en 1896, que se mantuvo en vigor hasta las postrimerías del siglo XX.
En la década de los sesenta, con el advenimiento de los movimientos antisegregacionistas conducidos por Martín Luther King (1929-1968), se erradicaron las normas que excluían a los afroamericanos, fundamentalmente, en el Sur.
No obstante, surgiría de generación en generación una desmembración difícil de equiparar: el Presidente John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) y, en seguida, Lyndon Baines Johnson (1908-1973), emplearon las medidas de discriminación positiva o ’Positivas Actions’, para impulsar entre otras, la acogida de los afroamericanos a la educación superior, o el acceso a la vivienda, puestos administrativos y otros espacios del entorno político, económico y social norteamericanos.
Dichas disposiciones, objetadas por las fuerzas políticas republicanas, se amputaban en el intervalo de sus mandatos y se restablecían en la alternancia de los demócratas. Transcurridos más de cincuenta años de la derogación del ‘apartheid estadounidense’, con el que se desarmó de modo ordenado el sistema legal en el que se asentaba, gradualmente, se suprimieron las leyes que propinaron la disyunción racial y que despojaron de derechos políticos a los negros. Amén, que el escenario haya variado, hoy en América continúa radicando el encasillamiento y la marginación étnica.
Sobre la mesa quedaron los intentos infructuosos de Obama, una quimera innegable que no pudo solucionar, permaneciendo como un lastre crónico de desproporción, repulsa y disociación como una fisura imposible de sanar. Por ende, el perjuicio de la esclavitud es recóndito y enraizado, incoherente e irracional, no son pocos los que opinan, que antepondrían su omisión de la memoria colectiva, o que al menos, quedase invisibilizado.
Segundo, la gran tragedia de los Estados Unidos subyace en las desigualdades enquistadas en la base de su crecimiento económico, y del beneficio exorbitado de determinados sectores sociales de la población.
Una vez más, examinando concienzudamente las evidencias empíricas, la esclavitud proporcionó a la ‘Federación de las Antiguas Colonias’ erigirse en uno de los exportadores agrícolas más importantes del globo. Desde el inicio del siglo XVIII, las progresivas inmigraciones europeas adecuaron el avance industrial norteamericano.
Tanteando los últimos treinta años, las personas de naturaleza latina, con papeles o sin ellos, se han convertido en el ímpetu del trabajo afianzando la agricultura, industria y una cantidad considerable de servicios de la economía. Y en estos tres últimos siglos, persiste un segmento poblacional en circunstancias de explotación tendenciosas, que apuntalan el ascenso económico americano.
“Trump, cede un legado nunca visto antes: el país envuelto en el dramatismo de la pandemia, con dígitos de defunciones sin precedentes, polarizado y una democracia languidecida”
Bastaría con discurrir por algunas de sus ciudades, ya sea en el centro o en los alrededores, para confirmar la realidad acompasada de la desigualdad como un acicate estructural. Según los informes elaborados por la BBC y que corresponden al año 2017, por aquel entonces, el 1% de los ciudadanos gozaba del 34% de la riqueza; a diferencia de los 40 millones que lo hacía en la pobreza y 18,5 millones en la pobreza extrema.
Pero, la pobreza, valga la redundancia, es caprichosa en las distintas etnias: la afroamericana reproduce el 26,2%; por el 23,2% de la latina; mientras, que la blanca implica el 12,4%.
Allende a las brechas económicas, concurre otra más sistematizada y digámosle oculta: la discordancia habida en el acercamiento al ente político y social. El poder político, económico y social está a merced de una porción explícita del pueblo. Paradójicamente, la democracia occidental más veterana y consistente como la de Estados Unidos, conserva unas cotas de dominio y proyección, que aminora el acercamiento a las parcelas más frágiles con la configuración de sus derechos cívicos.
Tercero, una de las principales contrariedades de la democracia americana es la cuantía desenfrenada de las campañas electorales, ya sean éstas para las presidenciales, o el parlamento federal, como igualmente, las primarias de los partidos o ayuntamientos, o para los parlamentarios de los estados.
La casi irrisoria limitación en la financiación de las campañas, permite que el atajo en la participación política sea singularmente para una esfera bien definida, con recursos para adherirse, y en grupos prescritos de influencia que forman vínculos de interdependencia con entidades políticas. En el continente americano, el dinero lo es prácticamente todo, pero en política, aún es más: la escasez del mismo, no sólo es indispensable para encarar el elevado precio de la vida, sino asimismo, para lanzarse ante cualquier iniciativa de la sociedad.
Cuarto, la superación del gregarismo social de los sujetos, es en sí mismo uno de los progresos favorables de cualquier comunidad. De la misma manera, el potencial individual de confeccionar un futuro y abrazar sus ideales, forma parte de una nación de madurez evolucionada en núcleos concretos de la humanidad.
Con la ‘Era de las Luces de la Modernidad’, las personas han logrado liberarse de diferentes tutelas de signo monetario, ideológico y religioso que supeditaban sus facultades a la hora de acondicionar las metas anticipadas. Toda vez, que un individualismo desmedido, como el americano, simboliza la erosión en el instante de edificar los vínculos sociales ineludibles que articulan una colectividad.
En Estados Unidos, generalmente el proceso de individualización es amplio y las fracturas de los vasos comunicantes aminoran los componentes de cohesión e identificación.
A este tenor, el gregarismo social es uno de los motivos entre los más subrepticios, en lo que incumbe al resurgimiento de los neopopulismos que soportamos, y en el gremio americano con más brusquedad.
Y quinto, en las complejidades sociales las incógnitas identitarias son cruciales. Y no gravitan meramente en las etnias o comunidades nacionales y grupos específicos, sino que, a su vez, subyacen las que emergen en el interior de una corporación determinada. En el trasfondo del entresijo americano confirmado con la segmentación, se halla el rompecabezas de la identidad.
“La sociedad del siglo XXI, necesita unos Estados Unidos entroncados y robustos que siembren sus valores fundacionales, aunque en nuestros días nos atrape la tenebrosidad de su ficticia descomposición”
Recuérdese, que los Estados Unidos se modeló por emigrantes europeos que escapaban de tierras sectarias, henchidas de batallas irracionales y de laberintos religiosos. En su casuística, británicos, holandeses y alemanes hilvanaron los célebres ‘White Anglo-Saxon Protestants’, que de uno u otro modo, no sólo convinieron la clase alta, sino que sometieron la maquinaria apisonadora en áreas del contexto político, económico y social.
Aparte de la clase media blanca que entreveían la intimidación de los movimientos migratorios, lo conformaban grandes sectores de las sociedad democrática que advertían con inquietud, la vorágine del ‘experimento americano’ que ya no era tutelado ni controlado.
Así, en los últimos cuarenta años se han perfilado varios conceptos para administrar la diversidad de la población americana: desde el afamado y efímero ‘melting pot’ o ‘crisol de culturas’, al más moderno ‘salad bwol’, pretendiendo reconocer las técnicas de gestión en la interacción de dos o más culturas, que el mantenimiento de la identidad y sus raíces no han significado un muro para una interculturalidad relacional positiva.
Actualmente, una gran mayoría de americanos no admiten que los nuevos inquilinos tengan idénticos derechos, aunque adquieran nacionalidad estadounidense, con políticas empecinadas que no impiden la imagen de comunidades herméticas, aprisionadas y con exiguos flujos de conexión.
En consecuencia, Trump, cede un legado nunca visto antes: el país envuelto en el dramatismo de la pandemia, con dígitos de defunciones sin precedentes, polarizado y una democracia languidecida. Obviamente, Biden, intentará invertir una situación de irregularidad alojada en cientos por miles de ciudadanos, con el resarcimiento de la institucionalidad y los valores democráticos.
Esta hechura es primordial para enderezar el liderazgo internacional demandado por los actores occidentales, al vislumbrar la anticipación imparable de China.
El proceso de destitución, juicio político o por su variante en inglés, ‘impeachment’ contra Trump, quiere hacer denotar que los mecanismos de control actúan eficazmente. Sin soslayarse, que probablemente las facciones extremas ganen apoyos para victimizarlo.
Simultáneamente, el equipo de Biden ha de cumplir con los ofrecimientos electorales, para acometer tiempos espinosos de injusticia social con una agenda neoliberal, sumado al hipotético aumento y reafirmación de derechas y ultraderechas enfervorizadas por el ‘trumpismo’, sin quitar la mirada al progresismo de Latinoamérica.
El binomio Biden-Harris, es un resquicio al optimismo para responder a tantos desafíos: la sociedad del siglo XXI, necesita unos Estados Unidos entroncados y robustos que siembren sus valores fundacionales, aunque en nuestros días nos atrape la tenebrosidad de su ficticia descomposición. Porque, aunque se manifieste una democracia imperfecta, es preferible a los regímenes totalitarios de la Federación Rusa o la República Popular China, convictos a la opresión.
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