En política, la filosófica moralidad que justificaba el poder se ha ido desvirtuado desde su concepción originaria, en ocasiones haciendo buena aquella frase de Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.
A veces, la vanidad obnubila tanto al ser humano que nos puede llevar a estadios de superioridad moral impropios. Para la teología cristiana, la vanidad es un pecado capital, es una manifestación de soberbia y petulancia. Para el islam, la forma de mantenerse alejado del orgullo y la arrogancia es tan simple como recordar quién es uno: “solo un ser humano, con una madre y un padre como el resto de los seres humanos”.
La circular IM/1/2022 de Procedimientos de Control Sanitario sobre las mercancías con destino o procedencia a la Ciudades de Ceuta y Melilla de la Dirección General de Salud Pública del Ministerio de Sanidad (anula la circular anterior 1/2020), además de levantar una lógica polémica y originar llamadas a principios como la lealtad, marca los requisitos exigibles para controlar que todo producto de origen animal procedente de un tercer país -en este caso Marruecos por la frontera de Beni Enzar- “lo haga con todas las garantías sanitarias”.
A juzgar por esas exigencias recientes, apelando a la seguridad alimentaria de la población, podríamos deducir que en Melilla llevamos más de cincuenta años consumiendo pescado fresco, barato y de magnífica calidad sin control sanitario o con una supervisión aduanera deficiente que con la nueva norma se pretende mejorar: ¿Qué pasa ahora que antes no ocurriese? ¿Acaso no existían antes las inspecciones sanitarias al pescado en frontera? ¿Había entonces limitaciones al peso?
La disposición, que entró en vigor el día 8 pasado, dificulta su aplicación al régimen de tránsito de viajeros, puesto que el pequeño consumo particular –uno o dos kilos– producto de compras ocasionales para uso doméstico, casi siempre en fines de semana, no encuentra compensación ante tanta exigencia burocrática y restricciones.
No sé si pasar 10 kilos de boquerones –debidamente refrigerados– de lunes a viernes, con los certificados pertinentes de ambos países y documento sanitarios CHED-P, puede ser rentable para el menudeo público o venta posterior; pero claro, estamos hablando de tránsito de familias, de personas individuales que, por su ahorro, les pueda suponer llevar pescado fresco a la boca o no.
Según los últimos datos del año 2020 publicados por el INE, Melilla tiene a un 10,3% de su población -Madrid un 4% y País Vasco un 2,7%- con dificultades para comprar pescado un par de veces a la semana. Unas cifras que, tras la pandemia, el cierre de la frontera y la actual subida de los precios, me temo se van a duplicar.
Con el debido respeto a la legalidad vigente, que no siempre coincide con la razón, el interés o las necesidades del pueblo, estamos hablando de un abastecimiento básico que antes del cierre fronterizo nutría nuestras mesas con unos estándares de calidad-precio muy accesibles para cualquier estrato de la sociedad. Si Melilla sufre una de las inflaciones más altas del país, que fundamentalmente castiga a los más desfavorecidos y abre aún más la brecha entre pobres y ricos, espero no se me tilde de demagogo o irresponsable por estar en desacuerdo con una orden o medida que deseo sea sustancialmente corregida por antisocial, y lo hago apelando a la obligación y el compromiso que tienen nuestros gestores de facilitar las condiciones de vida a los melillenses, porque eso, sí que es lealtad.
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