Hacen falta pasar apenas unos minutos de cualquier mañana junto al quiosco de la Plaza de España para darse cuenta de que a Miguel Córdoba le encanta su trabajo y le apasiona el contacto con la gente, con sus clientes; la gran mayoría le conoce -son muchos años al frente de este estanco – y a la gran mayoría él les llama por su nombre: a uno que viene con su hija, una niña de corta edad, a por una botella de agua fresquita; a una señora de mediana edad que pasa a ver si ha llegado el Telva de este mes, pero sigue sin haber suerte y Miguel le recuerda que últimamente se está atrasando, o a otro que quiere tabaco y no le hace falta ni decir la marca.
Nada raro si tenemos en cuenta que lleva trabajando allí dentro la friolera de 48 años. Un negocio que en su familia ha ido pasando de generación en generación: “Estuvo primero mi bisabuelo, luego mi abuelo, después mi padre y ahora yo”, explica mientras no para de atender y soltar un acertado comentario a uno y a otro. Él empezó con 14, “venía ya entonces y echaba una mano a mi padre”, y ahora tiene 63. En un principio, ese no iba a ser su destino, porque hizo la mili y tenía un trabajo fuera, pero “me tuve que hacer cargo del negocio por una enfermedad de mi padre”. Y ahí ha seguido hasta hoy.
Tantos y tantos años en tan céntrico enclave, un día tras otro, le ha hecho atesorar decenas de anécdotas. Vende sobre todo revistas, prensa, chucherías y, al ser un estanco, también tabaco, pero el tema de los periódicos ha ido cambiando mucho: “Ahora ya no viene la prensa nacional, pero hemos llegado a tener 30 cabeceras aquí colocadas, con el jaleo que suponía poner todas cada día y luego retirarlas por la tarde: El País, El Mundo, La Razón, el ABC, el Marca, el As…”, enumera.
Y tantas décadas y en un enclave tan privilegiado y tan cercano al Palacio de la Asamblea también han dado para más de una visita ilustre: “Por aquí han pasado artistas como Sara Montiel y la mayoría de presidentes del Gobierno, por ejemplo Aznar, Pedro Sánchez o Rajoy”. Con este último tiene una anécdota cuando menos curiosa: “Yo lo conocía desde mucho antes de que fuera presidente, por un tema de unos familiares suyos. Y, cuando pasó por aquí, se paró un momento y me saludó por mi nombre: ¿Qué tal Miguel? Había que ver la cara de asombro de los que le acompañaban en la comitiva. Luego tuve que explicar de qué nos conocíamos, claro”. También es una parada obligada para más de un turista que viene de la Península. “Se paran, ven el quiosco, les gusta y se quieren hacer una foto y todo”. A ello hay que unir sus clientes habituales del día a día: “Por aquí he visto pasar a generaciones de melillenses, de abuelos a nietos, a gente de toda la vida y que vas conociendo cada día”.
Es el propio Miguel quien mejor cuenta la peculiar historia de este quiosco, hoy también estanco. Y para ello enseña orgulloso un antiguo libro de Melilla, editado por la UNED y hoy casi imposible de conseguir, donde en una imagen datada en 1921, ya aparece este quisco. Pero no en su actual ubicación: entonces estaba casi en la parte más cercana a la entrada actual al Parque Hernández, muy cerca de lo que hoy sería General Marina. “A principios del 40 hubo una remodelación, que es la que hay ahora mismo y como iban a hacer la Plaza de España más grande, ya con coches y con todo, pues lo trasladaron aquí”, comenta mientras muestra las fotografías que ilustran estos datos.
Como es de suponer, el paso de los años ha hecho mella en el quiosco, en su estructura y en sus reconocibles azulejos verdes, amarillos y algunos azules. Un quiosco que al parecer está protegido tanto por su antigüedad como por encontrarse dentro de la zona de Melilla delimitada como Bien de Interés Cultural (BIC). Por ello, ya se ha redactado y presentado un proyecto para poder remodelarlo. “Yo no puedo tocar nada, ni una baldosa. Esto está protegido y es Patrimonio quien se encarga de todo. Ya han venido a ver la reforma. Dijeron que me van a quitar todos los hierros de arriba, que afean mucho, y tienen que arreglar algunas losas; ya han visto de dónde las van a traer. De eso se ocupará la Ciudad Autónoma”, afirma Córdoba.
Miguel Córdoba tiene ahora 62 años y confiesa que piensa jubilarse en cuanto cumpla los 65: “Tres años me quedan”. Dice, con algo de emoción contenida, que no va a tener relevo generacional: “Yo soy el último”. El negocio que comenzó su bisabuelo, parece que en su familia va a tocar a su fin. Algo que no le parece raro, habida cuenta de todas las horas que hay que trabajar un día tras otro: “Aquí, al tener prensa, abro sábados y también domingos. Me da mucha pena pero yo entiendo que son muchas horas y ya son muchos años: yo llego aquí a las seis y media de la mañana, abro a las siete, estoy hasta las dos y pico. Luego vengo a las cuatro y pico hasta las ocho y las ocho y pico. Da para vivir pero hay que acostumbrarse a este trabajo”.
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