Opinión

El populismo y la política

Todavía tenemos grabados en nuestra memoria los hechos acaecidos hace diez días en el Capitolio de los Estados Unidos de América. Los medios de comunicación han tenido a bien traer a nuestro recuerdo los hechos de similares características registrados en España en el pasado reciente, tanto en el Parlamento de Cataluña, como en el Congreso de los Diputados o en el Parlamento de Andalucía.

En este mundo globalizado en el que vivimos, no podemos decir que este tipo de fenómenos sean exclusivos de un determinado país o grupo de países. De hecho, el fenómeno del llamado populismo, que se basa esencialmente en decir al pueblo lo que el pueblo quiere oír, independientemente de que sea realizable, se ajuste a derecho o forme parte realmente de la voluntad del que lo propugna, se extiende por todo el globo como una realidad más del panorama político actual.

Para comenzar a funcionar, el populista, indefectiblemente, se erige en juez último e inapelable de la realidad política de una nación y a pesar de entrar a formar parte de la actividad política, se posiciona como un observador externo descalificando sin tapujos a los que a partir de ese momento comienza a denominar como políticos, asumiendo él el rol de único y genuino intérprete y portavoz de los sentimientos profundos del pueblo, que, por supuesto, los llamados políticos son incapaces de sentir, percibir y por lo tanto defender. Para eso está él y sólo él.

A continuación expande su campo de acción desde los políticos a la Política en general, deslegitimándola como una actividad corrupta que sólo sirve a los intereses de los poderosos. No olvidemos que él no lo es. Él es el Pueblo, así, con mayúscula.

Se promueve, con ello, la creación de un río revuelto en el que nada de lo hecho en el pasado, al menos en el reciente, es válido y todo es susceptible de ser subvertido y en el que toda clase de pescadores echan sus redes a la búsqueda de incautos aquejados por las dificultades que toda realidad social experimenta y que depositan su fe inquebrantable en el líder populista redentor y justiciero.

Otra disciplina que practica el populista con destreza inusitada es la del ajuste de cuentas con los gestores pasados a los que, inexorablemente, califica como ineptos y corruptos. Para ello no duda en descontextualizar las decisiones del pasado obviando multitud de los detalles del entorno en el que dichas decisiones se tomaron, facilitando de esa manera la condena y la descalificación de sus adversarios, los políticos.

El populista es también maestro en la identificación de soluciones simples a los problemas complejos. Al fin y al cabo, no olvidemos que el populista es el único que actúa con buena intención. Los demás son, básicamente, sospechosos.

Un área en la que el populista naufraga es en la del encuentro de soluciones negociadas. En política, la negociación y la búsqueda de puntos de encuentro es imprescindible, dado que la realidad que se administra, la nación, pertenece por igual a todos los titulares de la soberanía nacional, incluidos aquéllos a quienes el populista desprecia, los políticos. A partir de ahí, cuando el populista topa con esta cruel realidad, tiende a encerrarse en su propio mundo de “perfección” y a instalarse en posiciones que los demás, él no, consideran totalitarias.

Sucintamente, la política debería consistir en detectar lo problemas existentes o las áreas susceptibles de mejora, identificar potenciales soluciones a los problemas o actuaciones a implementar para mejorar y negociarlas con el resto de las partes que tienen algo que decir al respecto, en el convencimiento de que nadie está en posesión absoluta de la verdad, sino, meramente, de una percepción de la misma, la suya .

De todo ello, cabría inferir que cuando hablamos de populismo, hablamos de una doctrina que llega a la política, no para trabajar en ella y mejorar con ello la realidad de las cosas en colaboración con los demás, sino que llega a la política, a la que considera culpable de todos los males de la sociedad, para acabar con ella. Para entendernos, resulta que el populismo no es una forma de acción política sino que es, estrictamente, anti-política.

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