El pasado miércoles, día 23 de noviembre, se debatía en el Congreso de los Diputados, dentro del debate general de Presupuestos Generales del Estado para el 2023, la sección 30 de los mismos, la correspondiente al Ministerio de Igualdad, cuya titular es la ministra Irene Montero.
Durante dicho debate, se desencadenó una importante trifulca en el hemiciclo del Congreso de los Diputados durante la intervención en la tribuna de oradores de la diputada de Vox, Carla Toscano. Lamento tener que utilizar el término ‘trifulca’ para describir lo sucedido en la sede de la soberanía nacional, pero creo que es el único que describe con precisión lo acontecido. El argumentario de la diputada fue creciendo progresivamente en alusiones personales a la ministra hasta alcanzar referencias a su vida personal a las que la diputada vinculó las razones por las cuales la ministra ocupaba su cargo, para describirlo de una manera moderada.
Es triste tener que hablar de ello, pero cuando uno asume la responsabilidad de contribuir a legar a nuestros hijos y nietos una mejor sociedad, presidida por la armonía entre sus ciudadanos y en la que la convivencia no esté viciada, no se puede eludir realizar el esfuerzo de poner de manifiesto todas las actuaciones que ponen en riesgo, precisamente, ese legado.
El debate público, sostenido en las Cortes Generales, pero también en otros ámbitos de la sociedad, como las redes sociales o los medios de comunicación tradicionales, audiovisuales o escritos, ha devenido en una suerte de desmesuras y provocaciones constantes, que parecen querer, irresponsablemente, buscar un estado de polarización y de confrontación entre españoles, que, desde el período de nuestra ejemplar transición política, creíamos felizmente superado.
El argumentario político se ha convertido en una mera acumulación inagotable de descalificaciones permanentes dirigidas hacia todo y hacia todos. Se ha instalado la especie de que la actividad política consiste en arremeter, con razón o sin ella, contra la reputación personal del adversario político, buscando lo que los sofisticados anglosajones han venido en denominar su cancelación. Es decir, buscar su sometimiento a campañas pertinaces de desacreditación, que le incapaciten para ejercer su acción política. Si esto es objetivamente pernicioso en todo caso y circunstancia, adquiere especial malicia cuando se dirige contra la oposición ya que, si poner en tela de juicio la acción del Gobierno (siempre de manera respetuosa), es la principal tarea de la oposición en un sistema democrático, no es, a la inversa, poner en tela de juicio a la oposición y a sus dirigentes, la primera tarea del Gobierno, sino que es adoptar decisiones, para el mejor beneficio del conjunto de la ciudadanía.
Durante el debate de los Presupuestos Generales del Estado para el año próximo, al igual que sucedió en los ejercicios precedentes, se pone de manifiesto que el debate sobre éstos tiene poco que ver con la mayor o menor adecuación de las partidas presupuestarias a la satisfacción de las necesidades que tiene nuestra nación o a la resolución de los problemas que nuestra ciudadanía experimenta. Han venido a convertirse, por el contrario, en una especie de intercambio entre los proyectos del Gobierno que los presenta y los de diferentes actores políticos, que no velan por el interés general, sino, sólo, en el mejor de los casos, por el de una determinada región.
En el peor de los casos, sin embargo, tienen por objeto dar satisfacción a los intereses ideológicos de aquellos de quienes se espera obtener el respaldo numérico, mediante su voto favorable, para la aprobación de las cuentas públicas.
Así, hemos pervertido el sistema hasta intercambiar el respaldo a los presupuestos por importantes modificaciones en la política penitenciaria, en el código penal, en el respeto a la dignidad de nuestra Historia o de nuestras Fuerzas Armadas o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En resumidas cuentas, un deterioro progresivo de lo que el presidente del Gobierno espeta contra el líder del principal partido de la oposición a fin de desacreditarle (cosa que no consigue), la previsibilidad. El ser previsible y no lo contrario (imprevisible), debería ser una de las características fundamentales de un líder político llamado a ejercer responsabilidades de gobierno.
Mientras que los presupuestos se negocian de esa sorprendente manera, a fin de obtener el respaldo a cambio de concesiones que nada tienen que ver con ellos, al principal partido de la oposición se le conmina, con tintes autoritarios, a respaldarlos, sumisamente, sin que se le acepte enmienda alguna de las más de 2.400 presentadas, según su mejor criterio y entendimiento, dando a entender que no se considera a la oposición como capaz de tener criterio o entendimiento.
A los traslados de presos de la banda terrorista ETA a cárceles del País Vasco, la revisión de los delitos de sedición o malversación en nuestro Código Penal, la tramitación de leyes de fuerte orientación ideológica a favor de un número limitado de españoles, como la llamada ‘ley trans’, o la del ‘sólo sí es sí’, que tan catastróficos resultados está arrojando para la seguridad de nuestras mujeres y de nuestras niñas, se viene a unir, en esta ocasión, la denominada Ley de Memoria Democrática, en la que, siguiendo la estela de su predecesora, la Ley de Memoria Histórica, se pretende continuar avanzando en la revisión de la Historia, para elaborar un relato que permita a los representantes de los partidos en el Gobierno y sus apoyos externos constituirse en los únicos titulares del espíritu democrático de nuestra sociedad, negando la misma condición a los que no comparten su ideología o su interpretación de la historia.
Todos estos pasos dados, estas concesiones hechas a cambio de respaldo a los presupuestos para mantenerse en el Gobierno, en ocasiones con graves resultados para nuestra convivencia, deberían hacer reflexionar al Gobierno sobre el hecho de que no generan otra cosa más que lo que pone en riesgo nuestra capacidad de transmitir a nuestros hijos, precisamente, una sociedad presidida por la armonía en la que la convivencia no esté viciada: polarización y confrontación.