Opinión

La pandemia también ha puesto en jaque los valores democráticos

La crisis epidemiológica del SARS-CoV-2 ha introducido un antes y un después en la potencialidad de transformar radicalmente la vida cotidiana de las personas y, como tal, la calidad de la democracia a nivel global, no es una excepción.

Obviamente, la pandemia, además de irrumpir en un escenario irresoluto acentuado por una progresiva desafección hacia las instituciones democráticas y los medios de comunicación tradicionales, nos ha proyectado a corrientes que conviven con el desbordamiento de las nuevas tecnologías y, fundamentalmente, con la prevalencia de las redes sociales en los vínculos humanos.

Desde entonces, el discurso digital es el lema de este período histórico, al igual que el manejo de internet se ha multiplicado exponencialmente. Y es aquí, justamente, donde empieza a hacerse patente las divergencias entre los riesgos y la fragilidad del andamiaje democrático.

Es sabido, que toda democracia, como sistema político preserva la soberanía del pueblo y el derecho de este a elegir y controlar a sus gobernantes, tiene vaivenes, no importa lo afianzada que se halle en una determinada sociedad, porque existen fuerzas extremistas y antidemocráticas que persiguen hacerse con el poder del Estado. Conjuntamente, el equilibrio de las instituciones reside en que, a través de ellas, en sus conatos por alcanzar la hegemonía por otros derroteros indebidos, estos impulsos extremos se encauzan o contrarrestan. Y la pluralidad, es una condición imprescindible para la democracia y las instituciones se convierten en su salvaguardia.

Con estas connotaciones preliminares, las instituciones democráticas no aparecen del vacío, sino que son el vector de acuerdos políticos dilucidados en normas que las partes interesadas contemplan como la fórmula ideal para compenetrarse, a pesar de las muchas incompatibilidades que se entrecruzan.

“Cuando los detonantes del autoritarismo prosperan espoleados por el escenario epidemiológico, intensificando regímenes no democráticos y tensando a aquellos que lo son, no puede tener otro desenlace que un enorme retroceso de las libertades democráticas”

En el devenir de las circunstancias imperantes, estas reglas se formalizan hasta erigirse en leyes y, finalmente, en procedimientos. En cambio, otras subsisten en lo informal como valores compartidos, principios y límites alternativos a los alicientes y contrastes de poder.

Sin embargo, las dificultades por las que en ocasiones ha de transitar la democracia, nos recuerda la transcendencia de aferrar adecuadamente las instituciones que la apuntalan, como sus pactos y principios.

Una de ellas, la educación, es la llave maestra y el principal motor de transmisión de los valores democráticos a las futuras generaciones y, mejor aún, cuando el sistema educacional es público, precisamente es el que conduce el valor de las instituciones sin discriminación alguna.

Lógicamente, esta coraza se ensancha a otras esferas donde la ciudadanía distingue los beneficios propios de una democracia que deriva en la salud, la seguridad, el estado de derecho, la justicia o las libertades civiles y políticas, para reclamar como ejemplos, la inclusión, los desacuerdos o las réplicas a necesidades determinadas.

Cuando las instituciones son incluyentes, la democracia se instala en una trayectoria tonificada. No encajaría que la población enarbolase los valores democráticos en abstracto, porque las instituciones incluyentes son las que conforman la democracia en la vida diaria. Asimismo, la clase política descubre en esas instituciones, el terreno propicio que la unifica de cara a los representantes extremistas, que, tal vez, podrían poner en trance una modalidad que les favorece.

A resultas de todo ello, me estaría refiriendo a una democracia que está adecuadamente capacitada como para franquear los desafíos que provienen de sus obstáculos intrínsecos.

En este enfoque, la democracia se curte en tanto las tutelas institucionales, formales e informales, enfrentan las acometidas de actores radicales o escollos de calado como las guerras, las crisis financieras, los fenómenos naturales adversos, etc. Mismamente, se estabiliza en la medida en que una sociedad vence los impedimentos estructurales que ponen en peligro la democracia, como la desigualdad, la corrupción, la violencia social y el racismo.

Empeñarse en asir los visos de la democracia sin transformar las bases que motivan su degradación, acarrearía ser víctima de una falacia: cavilar que en una democracia no concurren desavenencias y discordias, o la incidencia de grupos extremistas, e incluso, los avatares estructurales, prácticamente resulta una utopía.

Curiosamente, lo aludido anteriormente consta en una democracia enmascarada, pero escondido ingeniosamente en su praxis. Refutar que otras sendas hipotéticas, las no democráticas, valga la redundancia, ampararían la democracia, es un artificio que justifica ser la coartada para que regímenes absorbentes de cualquier prototipo, se encaramen en lo más alto con el ofrecimiento que “cuando una sociedad este preparada, entonces habrá democracia”.

El reconocimiento de las estrecheces en la democracia y su contracción presumida en los procesos democráticos, al contrario, fortifica la democracia: la cimentación democrática es una carrera de fondo continua; si acaso, de acciones que se resuelven en instituciones incluyentes que ambicionan como primicia hacer valer el bien común. Por lo tanto, es una causa en el que las élites aceptan la democracia como el recinto apropiado para la pugna sana de los políticos, que, a su vez, los defiende de otros sectores afines que ponen en apuros las raíces democráticas.

Para numerosos estados que afrontan las derivaciones nefastas de democracias fallidas, todo lo anterior supone elocuencia, teoría o sencillamente pretensiones inalcanzables. Aunque, en toda democracia se constata una elevada cota de descontento, el punto de equilibrio que a la postre predomina, es la alternativa de la democracia ante la crisis o los elevados grados de insatisfacción. En otras palabras: no es lo mismo que el agravio o enojo comparativo proceda de las ansias de querer una mejor democracia, que cuando surge la adversidad de vivir sin ella.

Una democracia quebradiza e inconsistente, entraña que los elementos que definen su sistema político no estén amasados con pactos e instituciones asentadas en valores democráticos. Así, en apariencia esta democracia marcharía adecuadamente, pero continuaría colisionando en el margen del riesgo y los componentes para preservarla serían débiles, o estarían intervenidos por influencias no democráticas.

Las instituciones incluyentes que nutren la democracia, llámense los partidos políticos, la participación ciudadana, el pluralismo, las fases electorales, la justicia, el estado de derecho, etc., militan en el horizonte formal de una democracia deleznable, pero son ensombrecidas o invalidadas por la prevalencia de organismos excluyentes.


Del mismo modo, estas instituciones son fruto de entendimientos que desencadenan en beneficios excluyentes para la amplia mayoría del conjunto poblacional. Normalmente, los pactos se optimizan y hacen posible la solidez. Y más aún, frente a métodos de democratización. Aquí, es donde confluyen verdaderamente las minorías selectas atraídas por intereses personales, accediendo a bienes públicos que financian a la élite política afín, respaldando la represión de una oposición prodemocrática y una ciudadanía ahogada en la precariedad, resentida y escaldada, que reedifica un orden social sustentado en la supervivencia.

Simultáneamente, la inconsistencia viene aparejada por una democracia impuesta, a diferencia de desembocar en un proceso de cambio institucional.

Amén, que los giros de régimen que devienen del patrocinio de formulismos democráticos rehechos y con la esperanza que su fortalecimiento se propague, actualmente confirman resultados nada halagüeños. La sensatez institucional no se ha descifrado en reformas sociales y políticas importantes, sino en arreglos políticos pertinaces a las fuerzas no democráticas.

Para una mejor visión sucinta en lo fundamentado, América Central, que abarca América del Norte y América del Sur, es un claro modelo entre ‘riesgos añadidos a la democracia’ y ‘democracia en riesgo o frágil’. En esta tesitura, la República de Costa Rica, es el único estado donde la democracia adquiere cambios institucionales infundidos por pactos que legaron la inclusión.

Ni que decir tiene, que en Costa Rica la democracia ha de encarar innumerables envites, preponderando el mínimo consenso entre las élites que allanan el camino para que las salvaguardas de la democracia, defiendan el sistema junto a una ciudadanía que lo avala. Porque, ante todo, se aprecian los beneficios obtenidos de la educación, la seguridad, el empleo o la libertad.

En los restantes territorios centroamericanos, como la República de El Salvador, Nicaragua, Honduras y Guatemala, hoy la democracia es una anomalía, ajena a la extensa tradición de instituciones políticas y económicas autoritarias, excluyentes y extractivas. La democracia se asentó producto de un sinfín de amenazas externas y la demolición por décadas de laberintos armados y administraciones despóticas.

En la misma sintonía, la democracia electoral se admitió sobre la base de ajustes políticos, sin inmiscuirse, que el mínimo consenso entrevía asumir las pautas de las operaciones electorales, a sabiendas que de esta manera se salvaría un antiguo sistema patrimonial de beneficios. Por ende, las instituciones de control democrático se condicionaron apresuradamente; a la par, que se adecuó su articulación mirando al pacto político.

Este molde de organización no contrapesa las probables rupturas y la oposición por medio de los anteriores dispositivos de transferencia, como la toma del poder con el ‘Golpe de Estado’ o las ‘Elecciones’, sin pluralismo político.

En nuestros días, la oscilación de la democracia se revela en la cordura de las instituciones democráticas, que intentan afianzar la secuenciación de ideas e intereses afines, como una fortaleza y no como debilidad.

El populismo, la corrupción y el clientelismo son los engranajes en los que se alarga ese pacto, y cuando estos no transitan como lo esperado, se apela a las andanadas de la represión para convenir los desbarajustes. Incluso, se modifica el soporte institucional para relegar a la oposición, empleando la tergiversación de los recursos democráticos.

Espejo de ello es la represión imputada tanto en la República de Honduras como en la República de Guatemala, judicializándose los liderazgos sociales por quebrantamientos, que perfectamente podrían destinarse para neutralizar el crimen organizado. Análogamente, en la República de El Salvador, se arremete contra los medios de comunicación exentos de cualquier influencia gubernamental o corporativa, con intervenciones encaminadas a restringir la libertad de prensa.

No es menos en esta dinámica la República de Nicaragua, reformando su Carta Magna al objeto de legitimar la sujeción en el poder de un único mandatario; o en Honduras, con la ratificación del presidente en curso, boicoteando la Constitución sobre el sostén de una prescripción secundaria. Indudablemente, cada una de las actuaciones referidas, destapan las arbitrariedades otorgadas a la falta de crecimiento e inanición.

De ahí, que aflore la incongruencia de la potencialidad institucional: se robustece algo que opera en menoscabo de sí mismo y no para quienes habría que proteger. Algo así, como aumentar los caballos de un motor que no funciona, imaginando que lo que realmente demanda es más vigor, cuando en ningún tiempo actuó de fuente de energía que inducía al desplazamiento del vehículo.

Alcanzando este tramo de la disertación, todo mecanismo democrático es transformable, pero examinando la hechura de las democracias frágiles, ese resquicio es un estado permanente cuyo límite está rotulado por la rentabilidad del pacto patrimonial. La democracia es indispensable, pero aun desacreditándola hasta ser improductiva, su inhabilitación es más problemática que mantenerla paralizada.

A estas alturas, tanto Nicaragua y Honduras son consideradas por la Academia Internacional como autocracias electorales, algo así como una dictadura presta a sostener y subvertir el autoritarismo electoral, siempre mirando a una supremacía centralizada y excluyente. En comparación, si la degradación de los balances democráticos prosigue, ascienden vertiginosamente a esa situación El Salvador y Guatemala.

La autocracia es un contexto eficiente para revestir el retrato y la retórica de una democracia enclenque, que a todas luces necesita del empuje para evidenciar el poder centralizado. Los presidentes de estos cuatro países alzan la voz por encima del Estado de derecho y el respeto a las instituciones, privilegiando el emblema del carácter divino y mesiánico de su gestión. A primera vista, todos disponen del puntal directo o tácito de las Fuerzas Militares, las que igualmente no titubean en adornar su misión internacional escudando la democracia.

En consecuencia, la pandemia del COVI-19 no sólo tambalea y hace cabecear la capacidad de entereza y firmeza en la cuestión personal, social, política y económica, también repercute a los pilares en los que se vertebra la democracia.

Como es de suponer, por motivos de trascendencia y premura, las voluntades se agrupan en acometer la crisis sanitaria con procedimientos excepcionales, siendo inexcusable no desatender ni las secuelas que el mismo padecimiento nos deja en el cuerpo político y social, ni los aparejos dispuestos a activarse para viabilizar una recuperación económica resuelta.

“La democracia es una herramienta dotada de encanto. Basta con un insignificante cúmulo de dictámenes o actos errados, aun sin mala intención, para que lo que se intuía compacto y robusto, en un abrir y cerrar de ojos termine atenuándose. Por eso, nuestra incumbencia como ciudadanos de pleno derecho, es estar alertas para que algo así no acontezca”

Al fin y al cabo, todo está interrelacionado.

Conocedor de este entorno indeterminado y por instantes, escabroso, hay que permanecer depositando la entera confianza en los gobernantes, con la certeza que más allá de las equivocaciones y omisiones incurridas, habrán de responder llegado el momento, para confrontar los retos a los que estamos aventurados en términos imposibles de vislumbrar.

Si bien, no debemos descuidar y desatender cayendo en la indiferencia de la responsabilidad, que no se resume únicamente en colaborar con el cumplimiento y el seguimiento de los deberes del Gobierno, sino que estriba en concienciarnos que convivimos en un Estado democrático, y su ensanchamiento se supedita única y exclusivamente a todos y cada uno de nosotros.

En tal aspecto, materializamos la dejación de cualquier compromiso, cuando creemos ciegamente en lo que los representantes ejercen y plasman, o simple y llanamente, desechamos y eludimos.

Inexcusablemente, en intervalos como los reinantes, además de estar con el agua al cuello por la salud de las personas, se encuentra en serios aprietos los puntales en los que se mantiene el bloque democrático. Digamos, que ese inconveniente prevalece, aunque de la sensación que discurre con normalidad.

La democracia es una herramienta dotada de encanto. Basta con un insignificante cúmulo de dictámenes o actos errados, aun sin mala intención, para que lo que se intuía compacto, robusto y resistente, en un abrir y cerrar de ojos termine atenuándose. Por eso, nuestra incumbencia como ciudadanos de pleno derecho, es estar alertas para que algo así no acontezca. Entre los contrafuertes que se aferran a la obra democrática hay tres elementales que precisan de su celo: el respeto a los derechos humanos, el pluralismo político y la responsabilidad del Gobierno.

Con relación a los derechos humanos, ocupa un lugar ostensible en la libertad de expresión en sus diversas manifestaciones, acompañándole la libertad de información y comunicación, porque no se trata de un derecho de índole individual, sino que combina su repercusión institucional y objetiva.

En tanto que es inconcebible una sociedad libre y democrática en la que no se refrende el pleno respeto a dicha libertad.

De los automatismos que forjemos en cada oportunidad concreta, dependerá que coadyuvemos o no, a vigorizar la democracia con el suplemento de una crítica provechosa de la labor gubernamental, o que al menos, secundemos, siquiera sea involuntariamente, a aminorar sus principios, poniendo en el peor de los casos, que induzca a un socavamiento de la legitimidad del Gobierno para el acogimiento de duras decisiones.

La línea roja que dista un proceder del otro, no es fácil de distinguir, pero al ser reflexivos con lo que nos jugamos, interesaría que evaluemos su alcance.

En lo que atañe al pluralismo político, se despliega no sólo, pero sí de forma preferente, en las distintas fuerzas políticas que intervienen como vía de expresión de las sensibilidades presentes.

En el área institucional, esta pluralidad requiere del respeto y la protección, y se pronuncia en el raciocinio que fomenta el Gobierno y la oposición; una dialéctica que trasciende en el debate de la sede parlamentaria, como espacio idóneo de emisión, pese a las restricciones impuestas por causas de la epidemia.

Muy cercanos a los partidos políticos, no ha de soslayarse, la tarea denodada que desempeñan los agentes sociales, ayudando de manera notable a la proposición de criterios y opiniones que enriquecen el pluralismo constitutivo de cualquier comunidad abierta y democrática.

Y, por último, el empeño decidido del Gobierno se atina con variables políticas, jurídicas y sociales, derivadas de las apreciaciones que hace el pueblo, una vez alcanzada la etapa en la que se pone de relieve las palabras contenidas en el Título Preliminar del Apartado 2 correspondiente al Artículo 1 de la Constitución de 1978: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.

Luego, por un lado, el Órgano Constitucional que encabeza el poder ejecutivo del Reino de España y dirige la Administración General del Estado, cumpliendo con la ejecución de sus altas responsabilidades, no ha de perder de vista los cimientos sobre los que se asienta la democracia; y por otro, los ciudadanos, revitalizando el modelo de Estado, hemos de preservar sin paliativos, el principio de solidaridad.

Pero, más aún, cuando los detonantes del autoritarismo prosperan espoleados por el escenario epidemiológico, intensificando regímenes no democráticos y tensando a aquellos que lo son, no puede tener otro desenlace que un enorme retroceso de las libertades democráticas.

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