Tras el punto y final de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945), la hecatombe fue tan imponente y los crímenes incalculables, que las fuerzas aliadas vencedoras dispusieron la conveniencia de atribuir algún castigo a los ejecutores de ese mecanismo destructivo y de exterminio contra la humanidad.
Ciertamente, existió un tira y afloja sobre qué hacer con los cabecillas nazis capturados. Porque, en un momento determinado, concurrían quienes respaldaban las ejecuciones sumarias, pero terminantemente se valoró que un juicio materializado por un Tribunal Militar Internacional, era conveniente para educar y sensibilizar a la ciudadanía de lo que realmente había sucedido.
Tal vez, el ‘Juicio de Núremberg’ (20-XI-1945/1-X-1946) sea la tentativa más voluminosa de demostración jurídica, para uno de los retos más escalofriantes y aterradores a los que se ha enfrentado la aldea global.
En el sillón de acusados se desentrañaba la suerte de los alentadores del nazismo, así como los causantes del Holocausto en los que se presume que sucumbieron más de seis millones de personas, más los promotores de la chispa del conflicto bélico con todos sus tentáculos de desmoronamiento y desintegración desplegados, contrastados en los cuarenta millones de fallecidos. Sin soslayarse, la colisión en una cuestión tan crucial como el esbozo normativo y judicial, que constituye el requerimiento de responsabilidades jurídicas a los individuos, como a los países que libraron un guerra a escala planetaria y un genocidio de tales proporciones.
Con estos mimbres, al consumarse la derrota y desbandada sinónimo de la Alemania nazi o Tercer Reich (1933-1945), integrantes de este grupo se habían ocultado; o bien, se valieron de la desaparición encubridora y algunos otros optaron por el suicidio. En este entresijo escabroso, las principales potencias consiguieron localizar, reconocer y retener a los principales dirigentes. Inmediatamente, la incógnita suscitada radicó en qué hacer con dichos sujetos.
Del mismo modo, no sólo permanecían sin juzgarse a decenas por miles de nazis, sino que las industrias germanas que se engrandecieron a merced del ingente trabajo esclavo de judíos, gitanos, clase obrera expatriada compulsivamente de los territorios invadidos, como la resistencia partisana u homosexuales forzados a morir de extenuación y enfermedad, se recrearon con la más absoluta impunidad.
“Lo que aquí se desgrana son raíces enquistadas remisas a contradecir las maldades cristalizadas, con la justificación degradada de obedecer las órdenes de la autoridad superior, poniéndose en evidencia la incorrecta aplicación del principio de limitación imperativa”
En la misma dinámica, tampoco se detuvo a los grandes accionistas que prosperaron y atesoraron importantes sumas, como ocurrió con el ‘Dresdner Bank’, que traspasó los bienes de los judíos a manos de los más pudientes vinculados al régimen.
Por lo demás, la única gran insignia de la burguesía alemana que se expuso al proceso, Gustav Krupp (1870-1950), hacedor de prácticas esclavistas con presos y gestor del grupo de industria ‘Krupp AG’, concerniente a la parcela armamentística que suministró a los nazis, no tuvo castigo al ser declarado incapacitado para enfrentarse a un juicio. Así, la clase media acomodada y los banqueros que combinaron sus riquezas a costa de la sangre derramada en el exterminio sistemático y deliberado, gozaron de la más abominable inmunidad avalada por las democracias imperialistas.
Inicialmente, no se constatan antecedentes históricos en enjuiciamiento a los autores de haber despuntado un conflicto bélico como el referido. Nunca antes, hasta desembocar en Núremberg, se había instituido un Tribunal de estas peculiaridades y unas pautas en sus demandas jurídicas, a las personas imputadas de realizar todo tipo de crímenes que alcanzaron cotas inimaginables.
Ni que decir tiene, que la práctica tradicional fluctuaba y en circunstancias definidas, preponderaba el ejercicio monstruoso del resarcimiento, o la justicia de los vencedores y la dispensa casi incondicional.
En tal caso, al ser conscientes de la dimensión en la perversidad del régimen nazi, no pocos representantes de los estados aliados propusieron la aplicación de medidas políticas apremiantes y categóricas, que significaban nada más y nada menos, la ejecución de los abanderados del Tercer Reich.
Entre una y otra divisoria, en agosto de 1945 se llegó al acuerdo de celebrar un juicio que, rindiendo cuentas por los excesos consumados y exponer a la opinión pública la esencia del régimen de Hitler, mismamente, se erigiese en un modelo a seguir, si nuevamente se repitiesen desdichas humanas de naturaleza semejantes.
Hoy, setenta y cinco años más tarde, lo que se aspiró con el ‘Juicio de Núremberg’ y en atención a las palabras del Fiscal General y Juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Robert H. Jackson (1882-1954): “juzgar a las autoridades alemanas no por haber perdido la guerra, sino por haberla empezado”.
De esta forma, los juicios se constituyeron en la mecha detonante de los Tribunales Internacionales, que, a posteriori, habrían de aflorar, como el de la antigua Yugoslavia (25-V-1993); o el de Ruanda (8-XI-1994) y, más recientemente, el Tribunal Penal Internacional (17-VII-1998).
Pero, por encima de todo, la plasmación de este Tribunal y el desenvolvimiento de los juicios que le acompañaron, no serían un camino sencillo; más bien, un desafío en toda regla para afrontar dificultades cuantiosas hasta el instante no presentidas; mientras, sus inspiradores se toparon con un sinfín de trabas jurídicas y políticas. Al fin y al cabo, los acontecimientos que se trataban de conceptuar no tenían parangón y el derecho histórico vivido no estaba ducho para enfrentarse a ellos.
Con lo visto hasta ahora, la apuesta era evidente: qué hacer con los reos nazis, cómo implantar una sanción que se acomodase al calibre de sus transgresiones, sin sobrepasar el confín de los extremos jurídicos para ingresar en las consideraciones emotivas que indiscutiblemente, podían ser alteradas y culminar en una represalia, al hacer frente a unas acciones descaminadas como las que se iban a tantear y penar.
Con lo cual, hasta el desarrollo de los ‘Juicios de Núremberg’, el Derecho Internacional que sistematizaba los conflictos bélicos, daba por descontado que una vez acabados éstos, debía procederse a una amnistía con relación a los principales gobernantes de la nación vencida.
Conjuntamente, otra de las características centrales residió en la responsabilidad estatal por los delitos perpetrados por sus soldados. O lo que es igual, no existía un principio de la responsabilidad personal por las infracciones que se realizaron al empezar los ataques o durante la ramificación de los mismos.
Si bien, el escenario varió ostensiblemente cuando la Administración de Reino Unido, Francia y Rusia condenaron el genocidio contra el pueblo armenio, en el intervalo de la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918). Aquel estrago se catalogó ‘crimen contra la humanidad y la civilización’, con el atenuante que los denunciados eran componentes del Gobierno turco.
Paralelamente, el Tratado de Paz suscrito con Turquía el 10/VIII/1920, conocido como ‘Tratado de Sèvres’, asentaba en su reglamentación el castigo de las violaciones de leyes y costumbres de la guerra, así como la instrucción de los infractores que cometieron los asesinatos por un Tribunal especial creado por la Sociedad de Naciones o los aliados.
No obstante, este pacto no se confirmó fehacientemente, así como otros subsiguientes, como el ‘Tratado de Lausana’ (24/VII/1923), que estaba falto de previsión de castigo para los criminales de guerra.
Ya, en 1919, al darse por concluida la Primera Guerra Mundial, una comisión establecida explícitamente a los efectos, planteó el procedimiento por un Alto Tribunal de los quebrantamientos contra “las leyes, las costumbres de la guerra y las leyes de la humanidad” perpetradas por los alemanes y sus colaboradores.
El objetivo se propugnó para que se administrasen literalmente “los principios del derecho de gente, tal como resultan de los usos establecidos entre las naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública”. Amén, que este Tribunal tendría capacidad para encausar las actuaciones que indujeron a la guerra y aquellos otros constitutivos de desacatos; pero, las proposiciones no se admitieron.
Posteriormente, con el ‘Tratado de Versalles’ (28/VI/1919) los protagonistas aliados solicitaron la entrega de unos novecientos individuos para ser enjuiciados por ‘crímenes de guerra’.
En la misma línea, se anticipaba el proceso del último káiser del Imperio alemán Guillermo II (1859-1941), inculpado de injuria suprema contra “la moral internacional y la autoridad sagrada de los tratados”. Pero, al dirimirse exclusivamente la facultad de los tribunales nacionales, el peso de estas disposiciones como precedentes del ‘Derecho Penal Internacional’ quedaba desechado.
Con respecto a la acusación de Guillermo II, los Países Bajos se cerraron en banda a extraditarlo para que se sometiera a juicio; el resto de personas imputadas se vieron drásticamente reducidas a cuarenta y cinco, como resultado de las críticas alemanas hasta llevarse a cabo una causa en Leipzig con la que se castigase a algunos oficiales.
Llegados a esta parte de la disertación, el sumario se inauguró el 20/XI/1945 en la Sala de la Audiencia del Palacio de Justicia de Núremberg, al Norte de Baviera en Alemania, con un total de 402 vistas públicas a lo largo de diez meses. Por lo demás, los veredictos fueron leídos el 30 de septiembre y 1 de octubre de 1946.
En contraposición a lo acontecido en la ‘Gran Guerra’, con incuestionables discrepancias sobre la culpa de la contienda, en Núremberg, no había el más mínimo titubeo en las certezas del atentado alemán, porque se reseñaban coyunturas históricas irrefutables: Adolf Hitler (1889-1945), máximo exponente de lo que habría de desencadenar con su cúpula dirigente, trazaron un plan maquiavélico para subyugar el Viejo Continente.
No en vano, el opresor derrotó y ocupó Polonia en 1939; Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Francia y Grecia, en 1940; y Yugoslavia en 1941. Además, el 22/VI/1941 las fuerzas alemanas invadieron sorpresivamente la Unión Soviética, pero demostró ser incapaz de rendirla, porque Gran Bretaña y Estados Unidos invirtieron el curso de la batalla y, a la postre, la derrotaron.
Sin embargo, de lo que se trataba era adjudicar a los acusados la responsabilidad por actos concretos: el inconveniente radicó en hallar una fórmula que dictaminase y culpabilizara a quienes no habían matado, atormentado o humillado en el entorno de la ‘Guerra’ o del ‘Holocausto’, pero que habían planeado el método o accionado las consignas ordinarias en el ultimátum de las múltiples operaciones inhumanas.
Evidentemente, para dar un giro de tuerca a este rompecabezas jurídico se encajó el patrón de conspiración o complot. El generador de este retrato punible recayó en la figura de Murray C. Bernays (1894-1970), abogado estadounidense, entendiendo que la “conspiración para someter Europa” era el marco legal para circunscribir legítimamente un amplio abanico de crímenes en un único episodio.
Obviamente, los delegados estadounidenses dieron el visto bueno que hubiese una razonable “intención criminal unitaria en todos los actos del nazismo”, ya que este criterio habría las puertas a los juicios futuribles, no solamente para avalar la existencia de conspiración que incurría en ‘crímenes de guerra’, sino para inculcar la idea que el terror y el racismo, golpeaban al unísono en la misma espiral.
Por lo tanto, el Departamento de Guerra amparó esta propuesta para confirmar el abuso de los insidiosos alemanes.
Yuxtapuesto al encaje del complot, merodeaba la firme intención de introducir la persecución y la matanza de los judíos como crimen castigable por un Tribunal Internacional tutelado por el Derecho Internacional. De hecho, los judíos norteamericanos reivindicaron a este gabinete que la persecución antisemita figurase como una imputación específica.
Con idéntico empeño, el jurista polaco de familia judía, Raphael Lemkin (1900-1959), acuñó e impulsó el delito de genocidio: ‘geno’ en griego significa ‘raza’, mientras que la raíz latina ‘cidi’, contiene la acepción de ‘matar’. Toda vez, que no era una categoría contemplada por el Derecho Internacional.
De esta manera y casi alcanzando un año de duración, se desgranaron unos juicios no ajenos a cientos de despropósitos entre los estados implicados, con desaciertos en su interpretación como el documento denominado ‘Memorándum Hossbach’, acreditando que Hitler manifestó su voluntad de una zona influyente para los alemanes con miras de acometimiento, lo que socorrió a la defensa incriminada.
Al mismo tiempo, fue de respiro para los líderes alemanes, porque por omisión se punteaba a los gestores nacionalsocialistas de organizar una guerra de agresión, por los testimonios errados en la anexión de Austria, que no tardaron en ser impugnados por la voluntad declarada de los austríacos para la unificación.
La confluencia de inexactitudes, incluso a la hora de valorar a las víctimas, no faltaron, porque los soviéticos intuían que eran ellos los verdaderos afectados y no los judíos; o en cuanto al epíteto de los crímenes contra la humanidad, acarreando que en sí el proceso cayese en lo censurable por la imposición de los vencedores y su cerrazón, como la masacre de Katyn (5/III/1940), realizada por la policía secreta soviética a los oficiales del ejército polaco, intelectuales y civiles.
Pese a todas las acusaciones y defensa particulares, los juicios se dieron por concluidos con la lectura de la sentencia en alemán y su consiguiente traducción a los idiomas inglés, ruso y francés, pero antes hubo de prestar atención al esclarecimiento y explicaciones de los 240 testigos y la composición de unas 300.000 declaraciones.
“Uno de los artificios que consiguió arraigar el ‘triunfalismo ideológico liberal’, es que se convirtió en una pugna entre la democracia y el fascismo, con las potencias democráticas desempeñando un papel avanzado y salvaguardando las premisas de la libertad”
La causa constituyó el fallo de condena a la pena de muerte para doce de los acusados; cadena perpetua para otros tres y penas de prisión que rondaban entre los diez y veinte años para otros cuatro de los imputados. Igualmente, se sancionó a la policía secreta denominada ‘Gestapo’; el Servicio de Inteligencia ‘SD’ y la Organización militar, policial, política, penitenciaria y de seguridad, por sus siglas, ‘SS’.
Únicamente, tres de los procesados salieron indemnes de la reclusión, en unas absoluciones que impresionaron a los presentes y sobre las que los investigadores se basaron en su imparcialidad.
Si los cadáveres de los condenados se incineraron para impedir posibles exaltaciones, el paradigma de Núremberg se tornó en un mensaje instintivo: la apertura de la ‘Justicia Global’. Más adelante, se efectuaron otros doce sumarios contra responsables nazis, pero en esta ocasión, le correspondió el turno a médicos, ministros y otros militares.
En consecuencia, uno de los artificios que consiguió arraigar el ‘triunfalismo ideológico liberal’, es que se convirtió en una pugna entre la democracia y el fascismo, con las potencias democráticas desempeñando un papel avanzado y salvaguardando las premisas de la libertad.
Los ‘Juicios de Núremberg’ alumbraron una puesta en escena inconfundible: los ganadores buscaron resarcirse como los herederos que reclamaban sus derechos para disciplinar el orden de la postguerra. Porque, no sólo se camuflaban los designios de la repartición que condujeron a los diversos imperialismos a la guerra entre sí, sino a los genocidios incididos por los países occidentales, tales como las masacres de Dresden (13-14/II/1945), Hiroshima (6/VIII/1945) y Nagasaki (9/VIII/1945).
Por activa y por pasiva, numerosos historiadores y analistas han insistido, que la localidad de Dresde situada al Este de Alemania, no poseía interés estratégico alguno, al ser un enclave destinado a la acogida de refugiados.
La argumentación de cebarse en su hostigamiento, continúa siendo motivo de grandes debates y largas controversias: su bombardeo se cuajó bajo el riguroso cumplimiento de la ostentación, haciendo una exhibición de fortaleza por parte de Inglaterra, que buscaba ser protagonista relevante en el orden de postguerra.
Idénticamente sucedió con las incursiones aéreas materializadas por Estados Unidos en las ciudades niponas de Hiroshima y Nagasaki, cuando la consecución del triunfo estaba más que consolidado, y su intención era hacer visible a los ojos del mundo en quién recaía la supremacía.
Debiendo hacer hincapié, que estos bombardeos se sucedieron días antes de la Conferencia de Potsdam (17-VII/1945/2-VIII/1945), en que los imperialismos atomizaron los sectores de proyección con la URSS. Desde entonces, los ‘Juicios de Núremberg’ han encarnado un símbolo para intensificar la conciencia sobre la premura de normalizar los denominados crímenes contra la humanidad y de guerra, marcando un antes y un después, en la primicia de la ‘Justicia Internacional’; aunque, valga la redundancia, se haya juzgado la ‘Justicia del vencedor’.
Curiosamente, poco se sabe, por no decir nada, de un proceso extraordinario que por su calado, hubo de sustentarse en análisis psiquiátricos y psicológicos de los prisioneros como testigos directos de cuántas monstruosidades se consumaron, tratando de dar con las raíces enquistadas en mentes remisas a contradecir las maldades cristalizadas, con la justificación degradada de obedecer las órdenes de la autoridad superior, poniéndose en evidencia la incorrecta aplicación del principio de limitación imperativa.
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