Francisco Alcaraz (Melilla, 1953) nació en la calle Bolivia, en Cabrerizas. Allí vivió hasta los 13 años y después, hasta los 19, se trasladó a otro lugar del barrio en la calle Nicaragua, donde permaneció hasta 1973.
Betoret -tal es su nombre artístico- recuerda su infancia muy feliz, con “muy buen ambiente” y con “mucha solidaridad” entre los vecinos. Daba igual que fueran judíos, como al principio, que musulmanes, o rifeños, después. La convivencia era, en todos los casos, “muy buena”, afirma. Independientemente de las fiestas del barrio, el ambiente siempre era excelente: “Fuese adonde fuese siempre había mucha gente”. Siempre lo recuerda.
Él sigue en contacto con Melilla, sobre todo, a partir de grupos de Facebook de fotos antiguas. Cuando ve las imágenes actuales, afirma que siente “pena” de ver la Avenida Juan Carlos I vacía. “Unos que se marchan, los jóvenes que cambian las costumbres...”
La primaria la estudió en academias particulares. Su padre, cuenta, “tenía unas ideas muy avanzadas para la época” y no quería que él fuera a colegios oficiales ni religosos, “porque decía que uno te daba una visión política sesgada y otro te metía demasiado en la religión”. Prefería que el niño fuese “un poco libre a la hora de elegir”. Luego pasó al Instituto de Enseñanza Media, hoy Leopoldo Queipo.
Su padre tenía tres barcos de pesca y estaba “bien situado” hasta que Marruecos consiguió su independencia (1958), cuando “se fastidió el asunto”, se vio obligado a vender el barco y estuvo diez años de marino mercante.
Cuando regresó, él había acabado el bachillerato y se puso a trabajar haciendo dulces en una panadería que su padre adquirió en la calle Miguel Zazo.
Pero él no tenía muy claro que el negocio fuera a dar sustento a él y a sus dos hermanos, por lo que decidió emprender el vuelo. Primero estuvo en Palma de Mallorca un año. Cuando volvió, convenció a su padre y se marcharon todos a Sabadell (Barcelona). Era el año 1973 y allí ha permanecido desde entonces. Va para 51 años, que se cumplirán en junio.
Tanto tiempo allí le ha valido para entender “perfectamente” y leer “correctamente” el catalán. Se casó con una catalana y sus hijos nacieron allí también. Cataluña sería, pues, su “madre adoptiva” y Melilla, su “madre biológica”.
Desde entonces, ha vuelto a la ciudad autónoma de vacaciones muchas veces, pero hace diez años que no lo hace y echa de menos el ambiente que él recuerda y la cercanía a todos los sitios. También el mar, porque en Melilla se puede ir caminando a la playa. En su defecto, cogía el autobús e iba a Aguadú. Cataluña, en cambio, es mucho más grande y, para llegar al mar, el desplazamiento es más largo.
En el centro de la ciudad había “mucho ambiente”. Por las tardes iba con sus amigos a pasear y a tomar unas cañas, o unas pipas si ese día no había dinero. Echa “mucho de menos” el club Juventud, las discotecas y los cines.
También es verdad, como él cuenta, que, según algunos, muchas veces la añoranza no tiene tanto que ver con el lugar, sino con la época vivida, y la suya fue “excepcional”.
Ya hace diez años que no viene por Melilla, pero las últimas veces que estuvo en la ciudad la notó muy cambiada, hasta el punto de que ya no le resulta tan “conocida”. “Han puesto muchas calles peatonales. Muchos comercios de toda la vida los han cerrado. Han demolido edificios y han hecho muchos nuevos. Por las fotos de ahora, la veo muy diferente”, explica.
Centrándose en el Paseo Marítimo, le viene el recuerdo de que antes no existía y ahora está “muy bonito”. Eso sí, echa en falta las pequeñas industrias que había pegadas a Los Cárabos. Claro, todo ha cambiado. Incluso la calle donde vivía, que durante años encontró similar, “ya no se parece en nada”.
Lo sabe porque forma parte de ese grupo de fotos antiguas de Melilla en Facebook. Gente de ese grupo le habla de Melilla hoy en día y le envía fotos actuales. Además, conoce a muchos melillenses como él viviendo fuera. Conoce a melillenses en Francia, Reino Unido, Holanda, Sudamérica y hasta uno en Australia. Lo pasa bien hablando con ellos como “una forma de mantener el cordón umbilical con la tierra”.
Él refleja su añoranza de la tierra en las ilustraciones que publica en la página web. Siempre se le ha dado bien dibujar, y eso siendo autodidacta. De hecho, por eso precisamente quería salir de Melilla: sabía que fuera tendría más posibilidades y en Cataluña había muchas empresas para dibujar. Ellas luego distribuían sus imágenes por toda Europa.
En Sabadell estuvo trabajando en el cómic durante muchos años. Luego se pasó a la pintura y más tarde se buscó un trabajo más estable para poder proporcionar una seguridad a su familia. Así estuvo hasta que se jubiló.
Pasado tanto tiempo, ya no piensa en volver a vivir a Melilla. Tiene en Cataluña a sus hijos y nietos y en la ciudad autónoma sólo le quedan una tía y dos primas. El resto de su familia se marchó. Además, se ha acostumbrado a las posibilidades que brinda una ciudad más grande en cuanto a servicios. “Quizás falta ese espíritu vecinal que conocimos, pero, en compensación, te da otras comodidades”, apunta.
A pesar de todo, a Melilla la sigue llevando “en el alma” y, preguntado sobre si se arrepiente de haber salido, no se muestra muy seguro. Piensa que quizás los que, como él, se marcharon en los años 70 se sacrificaron para que los que se quedaron pudieran estar bien, para que ruvieran más posibilidades. “Los amigos que conservo han vivido y viven muy bien, pero yo tampoco me puedo quejar”, manifiesta.
Todo fue por ese desarrollo profesional que Melilla no le podía dar. Se encontraba más limitado frente a su uicación actual, donde tiene pegada a Barcelona.
Sin embargo, ni olvida ni olvidará Melilla. Al año de marcharse estaba deseando volver, pero sabía que tenía que hacer lo que hizo en busca de oportunidades. Eso sí, cuando regresa, la sensación de asomarse en el barco y contemplar la costa le parece “maravillosa”.
Para terminar, a Francisco le gustaría mandar un mensaje a los melillenses: “Que cuiden esta ciudad tan bonita y que es un modelo de convivencia”. Su experiencia le dice que es “un gran plus” para un niño criarse en este ambiente y contrapone que, al salir de Melilla, encontró “mucho fanatismo” en algunas personas en otros lugares.
“Lo único que quiero pedir es que se dejen de fanatismos y de tonterías y que sigan conviviendo, que Melilla es una ciudad preciosa y merece la pena vivirla”, indica en su mensaje final a El Faro.
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