EL 31 de mayo pasado el hoy presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se comprometió a derogar “los aspectos más virulentos” de la Ley Mordaza, entre los que citó “la disposición final que permite la expulsión de extranjeros en frontera de forma arbitraria y sin derecho a la tutela judicial efectiva”.
Así, textualmente, aparece al final de la página 13 de su discurso de 20 páginas del debate de la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy.
Cinco meses y medio después el Partido Socialista presenta en el Congreso de los Diputados una enmienda que plantea mantener estas devoluciones, legalizadas por el PP para, entre otros motivos, salvarle el culo a políticos, altos mandos y agentes imputados en los juzgados de Melilla.
Pero, sobre todo, para dar cobertura legal a una práctica ilegal que se hacía a plena luz del día y delante de las cámaras y la prensa.
El Gobierno socialista cree ahora que las devoluciones en caliente merecen ser repensadas con tranquilidad y que lo mejor es esperar a la setencia firme del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que todavía no ha dicho su última palabra sobre la expulsión en caliente de dos subsaharianos de Melilla en 2014.
Cinco meses y medio han sido suficientes para que el PSOE se desdiga o lo que es peor, para que la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, juegue al despiste y diga que eso no lo ha prometido Pedro Sánchez siendo presidente del Ejecutivo español. Una cosa es lo que se dijo en mayo y otra la que dice ahora.
En estos momentos nadie querría estar en la piel de la secretaria general del PSOE en Melilla por nada del mundo. Una cosa es lo que se decide en Moncloa y otra muy distinta dar la cara a los militantes y a la gente de a pie.
El Pedro Sánchez que en su discurso de la moción de censura se jactaba de haber cumplido su palabra cuando dimitió como diputado y aseguraba que volvía al hemiciclo para intentar desbancar a Rajoy “por coherencia, responsabilidad y democracia”, se ha quitado la careta en diferido, como el despido de Luis Bárcenas.
Pero su caso, aunque escandaloso, no es una excepción. Rajoy dijo que no tocaría las pensiones y lo primero que hizo fue desligarlas del IPC y subir centimillos de año en año para retresgar al PSOE que él no las había recortado.
Rajoy también dijo que no subiría el IRPF ni el IVA porque “subir impuestos significa más paro y recesión”. Fue investido el 20 de diciembre de 2011 y 10 días después el Consejo de Ministros nos subió ambos impuestos llamándolo “recargo temporal de solidaridad”.
Para el PP, en campaña electoral, Educación y Sanidad tenían líneas rojas que no se iban a cruzar. En cuanto llegaron a la Moncloa vincularon la atención sanitaria a la cotización a la Seguridad Social y le quitaron las tarjetas sanitarias a los inmigrantes sin papeles.
Pero apuesto a que todo esto está olvidado. Los políticos nos mienten y no pasa nada. A los ciudadanos se nos olvida en un abrir y cerrar de ojos que nos han tomado el pelo. Nos quedamos con la anécdota, el chascarrillo y la foto de los carteles electorales.
Podemos irrumpió en el año 2014 para regenerar la política, luchar contra la casta y la troika. Cuatro años después, sin gobernar, su líder, Pablo Iglesias, ya se ha comprado un pedazo de chalet en Madrid con un préstamo al que no puede aspirar un trabajador español. Y ahí sigue, dándonos lecciones de ética y diciéndonos lo que es justo y lo que no lo es.
Albert Rivera dijo en campaña electoral que no iba a apoyar ni a PSOE ni a PP, pero su abstención le dio el Gobierno a Mariano Rajoy, a quien ayudó a cerrar los presupuestos de este año.
No nos merecemos esta forma de hacer política. La ciudadanía necesita confiar en algo o alguien, pero de momento no tenemos el lujo de un caso aislado. Todos están cortados con la misma tijera.
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