Algo grave tiene que pasar para que vuelva a la actualidad el sempiterno debate de esa mezcla corrosiva y mortal que componen la negligencia junto a la corrupción. El trágico suceso de Murcia hace regresar al escenario la aún asignatura pendiente del suficiente control municipal sobre determinadas actividades del sector servicios privado, como es la hostelería y, a tenor de este caso, de consecuencias mortíferas.
La hostelería es una plataforma de ocio y empleo, de riqueza económica y social, que hay que cuidar, siempre. Pero al tiempo de incentivar y facilitar su actividad, las normas para la misma y dado que suelen ser actividades de gran participación ciudadana, la relajación en su vigilancia no puede ser orillada. Esa relajación es, en ocasiones, fruto de la negligencia y la picaresca y en otras la corrupción. A veces, de todas al unísono.
A lo largo de decenas de años se ha venido observando cómo el dinero acaba corrompiendo a algunos empresarios y algunas instituciones, en la figura de responsables políticos o técnicos, en la gestión de licencias y autorizaciones. Llegado este caso extremo y sumamente grave por el número de vidas perdidas y familias rotas, cabe preguntarse cómo en una época de gran refuerzo institucional en medios al alcance y por la propia madurez de la sociedad, es posible que haya ‘ratoneras’ a la vista y el oído de todo el mundo, apercibidas supuestamente de precinto, que continuaran en su negocio y, así, hasta la tragedia.
Sin llegar a lo acecido en Murcia, tristemente excepcional por lo trágico y que otros casos no se dieron por el azar o la rectificación a tiempo, se dan otras situaciones; ocupaciones de la propia carretera por parte de terrazas (no en su mayoría afortunadamente) que dudosamente han podido alcanzar el otorgamiento de licencia o ni siquiera ello sin un extraño proceder. Incluso aceras para el peatón bloqueadas por actividad hostelera con el peligro, sobre todo en vías estrechas, que supone para la integridad física. Baste un recorrido por algunas vías públicas, y no hace falta ir por la periferia donde el caos suele imperar, para observar, cuando no padecer, situaciones de casi esperpento.
Las normativas municipales que rigen la actividad hostelera han avanzado mucho a lo largo de tiempo. Seguridad, medio ambiente, sanidad… otra cosa es que se cumpla y haga cumplir y otra, aún más grave, que se corrompa. En ocasiones, negligencia y corrupción suelen caminar juntas y en pocos ámbitos o casi ninguno como el que ocupa se supera definitivamente su presencia. Es una realidad. Extrañamente en Murcia desde hace diez años se habían ‘relajado’ los requisitos para apertura y actividad de este tipo de negocio.
Ahora, funcionarios suspendidos (no políticos que se sepa), precinto de locales en proceso de cierre y cruce de acusaciones entre responsables institucionales y empresarios con trece vidas segadas sobre su conciencia. Difícil entender no se hubiese actuado antes sin que huela la sospecha.
Sobre la inmensa mayoría de empresarios de bien y funcionarios o políticos honestos, en general, sigue viviendo una ralea minoritaria, pero muy dañina, que ‘juega’ y se beneficia de ese oscurantismo inherente en la gestión de los bienes públicos y su relación con los privados. La figura del ‘empresario de partido’ no tiene visos de desaparecer tampoco.
Las áreas públicas de contratos y licencias para actividad, las de Festejos también, de manera destacada, siempre fueron y no han dejado de serlo, por lo que parece, objeto de deseo de eso que sobrevive al progreso de los tiempos, la negligencia y la corrupción, tantas veces en concilio.
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