Habría que ‘viralizar’ la tolerancia, la de hechos no la de simple pronunciamiento, para que la Navidad, más allá de su escenario de tradición y celebración, conservara el espíritu que la hizo universal: el nacimiento de la esperanza. Pero son muchas razones que la contraponen y demasiados intereses enfrentados que la debilitan.
Si el mundo fuera perfecto no sería mundo, pero una cosa es la imperfección y otra la vuelta al tribalismo, la ligadura a un grupo determinado de prácticamente pensamiento único y que ignora y rechaza por principio a otro ajeno. Y recordando a aquel pronunciamiento de Teócrito, habiendo tantas personas con ideas y otras tantas con simplemente ideología obedecida, impera lo segundo; condicionan la opinión, el ruido es suyo y dan poco o nulo margen a la reflexión y confrontación de opiniones, el enfrentamiento ocupa el espacio.
La Natividad sigue su curso bajo la ilusión de los pequeños y la expectación por ella de los mayores; un capitulo intenso para la memoria, el reencuentro, el recuerdo y también la añoranza que cada solsticio de invierno se renueva con los nuevos sucesos en la vida de cada cual, la pérdida o la ganancia que cataliza la vida misma a lo largo de su singladura durante todo un año. Muchas pequeñas historias individuales conforman la vocación de una sociedad en su conjunto que anhela a una Navidad, aunque cristiana, de sentimiento empático y compartido con la diversidad, de vocación ecléctica.
Navidad vivida, sentida y esperada cada cierre anual que no puede impedir, pese a su fuerza y persuasión, esa sombra de odio y negación que recorre nuestro presente, la actualidad que como un constante borboteo de la conciencia, recuerda todo un reguero de muerte, quiebra y destrucción. Acentuado en quienes inocentes mueren en desamparo, es la evocación llevada al extremo del egoísmo y la derrota de la condición humana que, incluso en niveles no tan trágicos, ahonda en la división de nuestro entorno por intereses partidistas o personales y, al fin y al cabo, espurios.
Siempre se puede creer que la condición humana contiene al menos lo imprescindible para perdonar, compartir y ayudar
Que la Navidad no sea una oportunidad perdida; que las demasiadas circunstancias, suficientes por si mismas cada una de ellas, no impidan que la esperanza siga combatiendo ante tantas llamadas (y ejercicio) al odio y el descarte. Si bien, pasados los hitos y efemérides que caracterizan a esta tradición navideña que abraza a todos y que es más un sentimiento en su esencia más pura que un periodo, tras ella todo parece volverá a su punto de partida. Con que haya alentado a la “mala conciencia” a pellizcar tanto frentismo y codicia, también para eso habrá servido.
Los buenos deseos tienen que ser siempre superados por hechos tangibles y aunque motivos no se ahorran para abocar al desánimo, siempre es posible creer que la condición humana, presa de tantas emociones y ambiciones, contiene al menos lo imprescindible para perdonar, compartir, compadecer y ayudar. El mundo va veloz, la Navidad pese a la modernidad y tendencias como parte del acervo, sobre todo, de la cultura occidental, pero siempre abierta a cualquier confín, significa igualmente reflexión, relativa pausa y recuento de los valores que prácticamente toda la generalidad de gentes abrazan.
Un niño, Jesús desde el arraigo de la tradición, vino como consuelo y ungüento para sanar lo humano. En los días del solsticio invernal, donde el sol siempre desfallece a su duración más corta, una luz cada año renueva, por su intensidad y verdad, esa esperanza que tiene como principal enemigo a la injusticia. Feliz Navidad.
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