Opinión

El mundo mira con perplejidad la fractura social de América (I)

Actualmente, sumido en la pandemia del SARS-CoV-2, el país de las siglas está desgarrado, fragmentado, descompuesto e intrincado en complejidades que hacen predecir sacudidas de dimensiones inimaginables. Algo que ha quedado claro, es que al perder las elecciones Donald Trump (1946-74 años) habrá de marcharse, pero no lo hará con moderación, sino en el rechinamiento más estridente.

Si bien, al trazarse este escenario podría situar a Estados Unidos a la altura de las repúblicas bananeras, o de naciones con praxis democráticas visiblemente frágiles, tan censuradas desde el considerado territorio de las libertades y del respeto a la voluntad de los ciudadanos.

A día de hoy y a los ojos del mundo, la vieja usanza de los conservadores contradicen las denuncias de fraude expuestas, avisando de los riesgos de una causa general contra el sistema democrático estadounidense.

Fríamente, los republicanos transitan abstraídos en el desconcierto, redoblando los tambores de guerra y pendiendo de un hilo en el lado de la trinchera, pero tampoco son pocos, los que reprochan a la Administración su argumentación.

Con transparencia y sin infortunios, así refieren los representantes de los comicios y el escrutinio celebrado el pasado día 3 de noviembre, que inclinaron la balanza por Joseph Robinette Biden Jr., más conocido como Joe Biden (1942-77 años), que ha superado con creces el umbral de los 270 electores, por 306 votos frente a los 232 de su adversario.

Indiscutiblemente, estos refrendos colisionan con las querellas de Trump, mendigando una falacia de la que no se constatan pruebas.

Lo cierto es, que con anterioridad a que se iniciase el recuento de un sola papeleta, el mandatario llevaba semanas poniendo en jaque la credibilidad del proceso y litigando el voto por correo. Una cuestión que aglutina un amplio recorrido de éxito en la semblanza electiva de los Estados Unidos.

Con estos mimbres, el dibujo de las elecciones se fractura entre los concurrentes rurales y urbanos y el Norte y Sur; y Trump, persiste enrocado y empeñado en su obstruccionismo argumental de deslegitimar a Biden, al no aceptar el revés sufrido en la carrera presidencial. Mientras, los líderes republicanos se revelan en toda regla, escépticos y listos para dilatar lo que sea preciso la impugnación de los resultados.

A pesar de las muchas acusaciones y demandas interferidas por una Casa Blanca en total repulsa, hasta el presente han sido repelidas por los jueces. Toda vez, que las que siguen en curso, no confirman tener un soporte sólido que evidencie el matiz sucio y que al menos altere la disposición del vencedor.

Curiosamente, Trump comenzó a barajar requerimientos y poner en entredicho las reglas del sistema, en las demarcaciones en que las votaciones por correo eran masivas y no le favorecían en absoluto. Antítesis a lo sucedido en Dakota del Norte, Montana y Nebraska, que finalmente cayeron del lado republicano y, a su vez, ampliaron el plazo del voto por correo producto de la crisis epidemiológica. En cambio, en los sectores que le han sido propicios con el mismo procedimiento, el presidente no ha replicado lo más mínimo.

Conforme avanzan los trechos y se alejan los fantasmas de las elecciones, se traslucen algunas certezas, entre ellas, como el ímpetu dispersó la empatía e intranquilidad por la economía, que para algunos era más importante que la propia incidencia del coronavirus.

Una mayoría de estadounidenses, creen que la alocución severa e insensible de Trump es a todas luces, contundente, excluyendo al patógeno para englobar la economía como la premisa más destacada.

Numerosos analistas sostienen que Estados Unidos es un territorio único y verdadero reflector de la democracia. No obstante, desde hace cuatro años y en la madrugada reciente del 3-N, no se demuestra.

Inmersos en coyunturas arduas, la gran potencia mundial no es distinta a otros estados del mapa internacional, que han contemplado con sopor y resignación el florecimiento apresurado de los populismos y el antiliberalismo como moldes en Brasil, Hungría o Polonia. Y es que, las fuerzas políticas occidentales disponen de cimientos ideológicos afianzados, no están concretadas por el líder del partido, sino por el conjunto de sus integrantes.

El ‘trumpismo’, sencillamente se contrastaría con algunos pueblos donde el exclusivismo decide al partido político triunfador. Tómense como ejemplos, Brasil, con Jair Messias Bolsonaro (1955-65 años); o Hungría, con Víktor Orbán (1963-57 años); o Polonia, con Jaroslaw Aleksander Kaczyński (1949-71 años).

Todos, sin excepción, reportan un recado nativista, populista y anti globalista; simultáneamente, se atinan en semblantes carismáticos, más que en materias ideológicas de izquierdas o derechas.

En este instante, de arriba abajo, el Partido Republicano es desconocido del que por entonces encabezaba Ronald Wilson Reagan (1911-2004), que apelaba el conservadurismo compasivo y la economía neoliberal.

Luego, cabría preguntarse, ¿puede el ‘trumpismo’ minar la raíces americanas? Lo que es incuestionable, que Estados Unidos es totalmente diferente a lo que era en los inicios del recién estrenado siglo XXI.

A medida que el contexto epidémico evoluciona y embiste duramente por cotas insospechadas, el desenlace electoral hace hincapié en la notoria dicotomía del país. Los guarismos destapan realidades difíciles de dirigir: en el corazón de los Estados Unidos se singularizan dos economías con enfoques incompatibles, que a duras penas convergen.

Me explico: los cuatro años de Trump han dado para mucho, sacudiendo el tablero exterior con despropósitos. No cabe duda, que tanto los estados aliados como la parte contraria, se han jugado sus bazas en las urnas americanas. Entre el conformismo y las expectativas a la sombra de una nueva oleada del COVID-19, la aldea global acecha con preocupación lo que ocurre al otro lado del Atlántico.

Con el unilateralismo como su mejor bandera y las discordias comerciales, Trump ha hecho saltar por los aires alianzas consagradas en Washington. Desde esta perspectiva, se espera que con la llegada de Biden se enmiende algo la plana de las muchas escabrosidades enquistadas.

Retrocediendo en estos últimos años en el calendario, Trump como presidente ha alterado de forma extremada la dinámica del día a día americano. Sin ir más lejos, los corresponsales que cubren su trayectoria y los periodistas que hacen el rastreo cotidiano de su agenda, no esperan invitaciones de prensa ni declaraciones oficiales, para estar al tanto de la información de primerísima mano, porque ha presidido a golpe de tuit.


Desde el nombramiento de su candidatura en junio de 2015 y hasta los dos primeros años y medio de su mandato, Trump, ha tuiteado más de 17.000 veces. Sus mensajes se han calificado de comunicados públicos. Tampoco ha sido menos Twitter, haciéndolo desde primera hora de la mañana y hasta altas horas de la madrugada. Utilizando las redes sociales para cualquier asunto: desde tachar a sus contendientes, a engrandecer la gratitud de sus socios; o humillar a sus rivales; e incluso, difundiendo destituciones.

Antes que tomara en posesión el deber presidencial, Trump llegó al poder con ofrecimientos electoralistas que sedujeron a sus bases de apoyo. Levantar el muro colindante con México y hacer “America Great Again”, entre sus empeños principales. Su discurso más reincidente: “Fake News”, o “noticias falsas”. Justamente, enfilar a los medios de comunicación se ha convertido en una de sus tácticas más eficaces.

Por su grandilocuencia mediática, Trump ha logrado encumbrarse en televisiones, radios y prensa, siendo el pan de cada día informativo. Esa capacidad de encaramarse en lo más alto, es la receta de su reputación para ser nominado, no ya solo entre las influencias americanas, igualmente a escala universal.

Yendo a decisiones específicas, en este intervalo ha apartado a Estados Unidos del Acuerdo de París, haciendo oídos sordos a la agenda del cambio climático; además, de motivar la quiebra de los acuerdos comerciales con China, la Unión Europea y sus más próximos como México y Canadá. Mismamente, se ha cerrado en banda a la firma nuclear con Irán, Rusia, China, Alemania, Francia y Reino Unido.

No debiéndose obviar los desafectos con el gigante asiático, o el régimen de Nicolás Maduro Moros (1962-57 años), así como atinarse en el alambre ante un posible laberinto bélico con Irán o Corea del Norte .

Pese a todo, en la jornada electiva, adelantándose al cierre de los colegios votantes y desde las cuentas de las redes sociales, la Casa Blanca recapitulaba las conquistas materializadas por Trump.

Entre estas, literalmente resaltaban “el pacto de paz entre los países del Medio Oriente”, gracias al liderazgo del magnate. O el “recorte de impuestos para el 80% de los estadounidenses”. Del mismo modo, se informaba que “las Fuerzas Armadas son más fuertes que nunca” y que “mucho antes de su presidencia supo que EE.UU. necesitaba un acuerdo comercial con sus vecinos, México y Canadá, mejor que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte”.

En una tentativa desesperada por los que aún se aferran a Trump, rompe los esquemas y sube los decibelios con arengas intransigentes, negándose a aceptar que según dicta la tradición, será el primer presidente en perder la reelección y el décimo en el dietario de Estados Unidos, porque estas elecciones presidenciales han conllevados otros tintes.

En cierta manera, se han entrecruzado un referéndum al presidente Trump y a sus años ruidosos al mando. En política interna ha diseminado la anarquía, exaltado a sus partidarios, contraída la rabia en sus detractores, múltiples imprecisiones sobre el ser o no ser de los valores democráticos y el protagonismo de un presidente anacrónico.

Una breve reseña de Trump, lo convirtió en el 45º presidente en enero de 2017, con un triunfo imprevisible en noviembre de 2016 contra Hilary Diane Rodham Clinton (1947-73 años). Hijo de inmigrantes, madre escocesa y abuelos paternos alemanes, ocupa el cuarto puesto de cinco hermanos; abandonando el colegio con trece años por problemas de conducta ingresó en la Academia Militar de Nueva York.

Posteriormente, estudió dos años en la Universidad de Fordham, en el Bronx, culminando satisfactoriamente el Grado de Economía en 1968, especializándose en el entorno inmobiliario en la Escuela de Negocios de Wharton, en Filadelfia.

Casado en tres ocasiones y progenitor de cinco hijos, es conocido como empresario y experto en el mercado de oferta y demanda de bienes inmuebles, negociando grandiosos edificios y rascacielos en Nueva York; desde oficinas a viviendas en Manhattan, hasta hoteles, casinos y campos de golf en otros puntos del país y en varias naciones.

Ya, en la década de los noventa, coordinó los certámenes de ‘Miss belleza’ de Estados Unidos y ‘Miss Universo’, e intervino en divulgaciones televisivas. Su patrimonio en 2016 se cuantificó en 4.500 millones de dólares, que lo situó en el peldaño 766 del ranking de la prestigiosa revista ‘Forbes’, dedicada a negocios y finanzas.

El magnate neoyorkino había tanteado presentarse a unas elecciones por el Partido Reformista, sondeando las probabilidades en el año 2000. Más adelante, lo abordó en 2012, en este caso con el Partido Republicano, pero descartó sus credenciales antes de comenzar el sufragio. Únicamente lo haría, si había opciones de salir victorioso. Y así lo hizo, hace cuatro años.

En 2016, Trump formalizó oficialmente su aspiración, pugnando con otros dieciséis pretendientes en las ‘Primarias Republicanas’, hasta erigirse en el preferido en tiempo récord. Desde aquella situación, el ‘fenómeno Trump’, ha trasegado de costa a costa con fragosidad los Estados Unidos y, por doquier, se ha propagado más allá de sus límites y con un impacto colosal. Sus maneras impetuosas e inconstantes, como su metodología, políticamente desatinada; o sus dictámenes, incesantemente polémicos, no han dejado a nadie impasible y forman un tándem inagotable.

En la otra cara de la moneda nos topamos con el pragmatismo y diálogo de Biden, un gobernante electo que aboga por sanar las heridas abiertas y dejar en la cuneta la desmembración. El demócrata quiere ser un puente entre Barak Hussein Obama (1961-59 años) y el futuro que promete Kamala Devi Harris (1964- 56 años), para que Estados Unidos retorne al engranaje internacional.

Su pronunciamiento en el Estado de Delaware no pudo ser más expresivo y clarificador: “Prometo ser un presidente que no busca dividir, sino unificar. Me siento honrado por la confianza que han depositado en mí. Que no veo estados rojos y azules, sino Estados Unidos. Y que trabajaré con todo mi corazón para ganarme la confianza de todo el pueblo”.

Más que ningún otro presidente, Biden, ansía ser la secuencia promotora de la transición. La travesía entre la Administración de Obama, de la que estuvo de vicepresidente y de su era, que es hoy, cuando trata de recomponer el puzle de las políticas decapitadas en los últimos cuatro años.

Su bagaje es sublime: dos vicepresidencias y treinta y seis años atesorados de senador, personifican el refinamiento en la política americana de la antigua escuela. Un hombre fraguado en Washington y respetado por quienes entienden su porte para entretejer alianzas y tender las manos, antes que la vulgaridad de desintegrar y deteriorar y no ser ajeno a la sobreactuación sectaria.

Probo a su temperamento sereno y observancia reverencial en su lucha por los derechos humanos, ha recuperado la conocida ‘muralla azul’ de los Estados industriales del Medio Oeste, como Wisconsin, Michigan y Pensilvania; fieles a los demócratas hasta que Trump irrumpió y resultaron gravemente afectados por la globalización. Conjuntamente, ha dado un vuelco en dos feudos tradicionalmente republicanos: Georgia y Arizona.

No es ningún secreto que Biden opte por no presentarse a un segundo mandato, porque por entonces, con 81 años, difícilmente podrá proyectarse a una de las responsabilidades más estresantes como es ser presidente de Estados Unidos; pero, ya estará en su órbita y vislumbrando el techo de cristal hasta ahora insalvable, Kamala Harris, que como en años anteriores aspirara Hilary Clinton.

Estos años que alumbran en el horizonte con otras auras, tienen que aprovecharse para conservar algunas de las piezas implementadas por su antecesor. Ninguna más desgastada y debatida como la ‘Ley del Cuidado de Salud a bajo precio’, denominada ‘Obamacare’ y, a su vez, reforma sanitaria para la población hispanohablante, promulgada el 23/III/2010 con carácter de Ley.

El novedoso y anómalo sistema impuso la suscripción de seguros médicos, e impidió a las aseguradoras excluir a los pacientes por sus patologías previas a suscribir su póliza. Tal vez, se recule en la agenda americana otros de los grandes caballos de batalla puntuales: la conservación del medio ambiente y el emprendimiento contra el calentamiento global.

En momentos tan punzantes con la emergencia pandémica del SARS-CoV-2, Biden, es un corredor de fondo con cuatro años de vértigo en los que sueña con hacer brillar el viejo orden mundial. Recuérdese al respecto, un fragmento de sus palabras apelando sin fisuras a Abraham Lincoln (1809-1865); Franklin Delano Roosevelt (1882-1945); John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) y Obama, en los que alegó que “nos encontramos de nuevo en un punto de inflexión”.

En consecuencia, quedando en pausa el cierre de la primera parte de este texto que desenmascara un diagnóstico nada halagüeño, deja a expensas del lector la valoración de un mandatario inmerso en un ruido interno bullicioso, como dañina es la atmósfera que le acorrala, resistiendo a capa y espada a unos resultados que no le han favorecido.

Si la incursión insultante de Trump se eterniza, todo apunta que para el 20 de enero de 2021, fecha del juramento del cargo de Biden, no habrá reconocido su derrota. Hecho sin precedentes en la Historia de los Estados Unidos de América, que a groso modo, anticipa un mar de desencuentros entre millones de ciudadanos, implorados a no creer que las elecciones fueron limpias.

El tiempo de Trump parece estar punteando un antes y un después, en una sociedad americana deteriorada ante lo real y serio de la epidemia y la utopía y oscuridad del trumpismo.

La convulsión y amotinamiento de quién debe pasar el testigo al nuevo inquilino, fuerza al equipo de transición de Biden a ser creativo para estar operativo, ante el estancamiento de la Administración de Trump, que obstruye los fondos consignados al presidente electo; e incluso, le priva de estar al corriente de los informes de seguridad y sesiones informativas.

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