Camina despacio, con rumbo, con esa firmeza que concilia con la sensibilidad aunque hay no pocos obstáculos aún en ese transitar. A veces levanta la voz, a veces discrepa, siempre avanza pese a que, tan a menudo, no le faciliten a ello. Continúa con el “deber” de demostrar más por su género y así ganarse lo que le corresponde por derecho sin renunciar a saber que su papel en la sociedad es de valor y aprecio de ella, de la sociedad, imprescindible. Un papel en igualdad, pero la real y cada vez más necesitada a tenor de como corren los tiempos.
Sabe sufrir como nadie, por ella misma y por el prójimo, conoce y tutea al sacrificio como ninguno; se eleva ante la dificultad, masculla en silencio y, tantas veces, llora en soledad. Rasgos que abrazan a tantas mujeres y hombres pero que sobre todo distinguen a las primeras, no es casualidad que “humanidad” tenga nombre femenino y, aunque no es absoluto ni de propiedad única, recae tan a menudo en quienes, pese a los indudables avances, aspiran a que algún día no reclamar la igualdad.
Igualdad para competir, igualdad para parir. No cabe ya la indiferencia ante la frialdad de unas cifras que siendo ciertas, denotan una disfunción estructural de nuestra sociedad: “España es el segundo país de la Unión Europea con menor tasa de fecundidad y con madres primerizas más mayores”. Para muchas madres en potencia, para muchas parejas con vocación de descendencia, para tantas y tantas familias en construcción, la tenencia y crianza de peques es un auténtico avatar en su variante de vicisitud aguda. Cuando la disposición se allana y las condiciones favorecen, con frecuencia, puede ser algo tarde. Las ayudas que, sobre todo, induzcan a la imprescindible conciliación, aún no alcanzan lo suficiente. La igualdad no puede ser sinónimo de renuncia, si acaso, de reparto; de oportunidades que se faciliten.
Igualdad para seguir cambiando esa mentalidad, que aún y en parte se arrastra del pasado, para verla como una oportunidad y no una amenaza; para someter a esos demonios que aún circulan, hijos de la creída superioridad y armados de intolerancia y desquiciamiento, que reparten la violencia, con frecuencia mortal, en relaciones de fracaso. Crudos datos de un sórdido recuento y relato incrementan el frío en el alma a los que la añadidura de la “trata” no hace más helar.
El pasado 8 de marzo, Día de la Mujer, instituciones y particulares alzaron, una vez más la voz por la igualdad y contra la violencia y sus letales efluvios. El feminismo, principio de igualdad entre géneros, fruto de la injusticia social, ganó la calle y los medios de comunicación, pero la batalla continúa.
Y en esa batalla, más allá del legítimo ruido como toque de atención, cabe destacar y recordar, más que nunca, a todas aquellas mujeres que, en silencio, con la rutina por brújula y timón, cada día, se afanan por sacar la vida a delante, la de los suyos, la propia misma intentado creer, como acto de resignación, la inevitabilidad de su transcurrir. Son el ejemplo y la ejemplaridad en una sociedad que, aún y en parte, sigue sin rechazar que el pasado no acabe encontrándola.
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