Mohamed Lamrani, añoranza de la época en que fue niño

Mohamed Lamrani (1967) es bien conocido en Melilla, pero lo que quizás mucha gente no sepa es que nació en Villa Sanjurjo (Alhuemas) cuando ya pertenecía a Marruecos –que se había independizado en 1956-, durante unas vacaciones. Allí seguían, pese a todo, unas monjas españolas ayudando en el pueblo que no sabe si aún están. Se usaban la peseta y el franco marroquí.

Su familia sí era de larga tradición en la ciudad autónoma. Su padre tenía una tienda y una fábrica de cuero donde se hacían correajes para el Ejército, además de bolsos y otro tipo de marroquinería, como carteras y bolsos, para vender en la tienda. También fabricaba productos por encargo. La fábrica estaba cerca de la gasolinera de la calle García Cabrelles y su padre le compraba la piel a Segundo Navarro y a Montero, que era el dueño de la casa Citroen. También la tradicional zabula que llevan los regulares en los desfiles se producía allí. La tienda, que su padre adquirió en los años 60, se encontraba debajo de la antigua Delegación del Gobierno, en lo que actualmente es la Dirección Provincial del Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes (MEFPyD), en lo que ahora es una ortopedia. En los años 50, ya había comprado una tienda que eran unos barracones de madera en el Mantelete, en lo que era conocido como el Muro X, enfrente de lo que es actualmente la Consejería de Fomento.

Ellos vivían en la calle Arroyo María Cristina, en la parte alta de la calle García Cabrelles. Su padre tenía un Mercedes 220 que le compró a la familia Kramer. Mohamed aún se acuerda de la matrícula, que era 11664. Antes había tenido un Opel estadounidense ‘beige’ por fuera y con el techo negro que guardaba en un garaje de dos plantas en lo que era Europa Central del Mueble, que estaba enfrente del edificio Parque, donde estaba el campo de fútbol conocido como Bandera de Marruecos.

A principios de la década de los 70, su padre hizo la peregrinación a La Meca. Él debía de tener tres o cuatro años. No sabe cómo lo hizo, pero sí que tardó un montón en volver.

De pequeño, iba a la Residencia de Estudiantes, adonde acudían todos los niños del barrio para aprender el castellano y el árabe. Su profesora de primero de Primaria, hermana de Mustafa Aberchán, se llamaba Aicha. Otra profesora, llamada Consuelo, tenía un Mercedes negro con los asientos rojos. Aunque guarda buenos recuerdos de aquella etapa, admite que no le gustaba tener que ir a clase los sábados por la mañana. Además, como tenía que ir a clase por la tarde, se perdía sus series de dibujos favoritas, sobre todo Mazinger Z, pero también Pipi Calzaslargas o Heidi. Eran los tiempos, además, en que sólo estaba Televisión Española (TVE) y no durante todo el día, porque las emisiones se cortaban por la noche para poner lo que se conocía como la carta de ajuste. La primera televisión de la que tiene memoria era Nordmende y la segunda, Philips. Venían con un mueble con una llave para cerrarla. Tambien estuvo en la academia San Isidoro y su compañero de pupitre era el abogado Mohamed Bussian, hermano del ex consejero.

Recuerda bien, enfrente de la suya, la casa de los Saavedra, un guardia civil con un hijo –paradojas de la vida- taxista a quien llamaban Pico. El hombre tenía un Wolkswagen verde del tipo escarabajo y, con siete u ocho años, él se dedicaba a meterse debajo del coche para escuchar el sonido del motor. Más tarde, cambiaron el coche y se compraron un Mercedes de los antiguos. Para poder meterlo en el garaje, que era de madera, hubieron de cortar una higuera que daba unas brevas que debían de pesar, al menos, medio kilo.

Mientras los niños jugaban en un terreno frente a su casa a la lima, o con los huesos de albaricoque o melocotón, o con chapas de cerveza, su madre, por la tarde, hacía té, pañuelos y toda clase de dulces. Era habitual que las vecinas se sacaran la silla y se juntaran todas en la puerta.

Tuvo una infancia feliz Mohamed, quien tampoco olvida los camiones de la basura. Los cabreros pasaban por las casas y entonces salían las mujeres con sus jarros para ordeñar las cabras. Pasaba también una persona en un carro vendiendo lejía. La calle estaba terminada con adoquines, no asfaltada, como ahora. Los domingos, uno de sus vecinos, conocido como ‘El Juani’, montaba un “espectáculo”, según palabra de Mohamed, porque, cuando iban sus hijos, preparaba una paella con leña en la calle, incluida la matanza del conejo. Todos se le quedaban mirando.

En las aceras había unas bocas de riego. En verano las abrían y los niños se refrescaban con el chorro de agua a presión. Debía de andar cerca de los diez años y le gustaba aquella época. Un vecino les dejaba ver dibujos animados en su casa con el antiguo Cinexin a cambio de un duro. Era otra época.

También jugaba al fútbol con sus amigos, bien en la calle o bien en el campo de artes y oficios, lo que ahora es el CEIP Mediterráneo. Quien perdía el partido tenía que comprar una botella de cristal de Casera –que podía ser la clásica o de cola- y, que costaba 15 ó 20 pesetas. Se entregaba la vacía y se recibía una nueva.

En el cine Goya ponían películas estadounidenses y también había otros cines, como el Avenida, el Alhambra, el Victoria o el Monumental. La última función que vio en este último antes de que lo cerraran le costó 25 pesetas.

Cuando tocaba vacunación, los niños de la Residencia de Estudiantes iban a ponérsela a las afueras del actual Mercado Central, que por aquellos entonces era un instituto. Mohamed no se acuerda de qué vacunas le ponían, pero supone que eran de enfermedades que ya están erradicadas. En aquellos tiempos no había centro de salud y todo el mundo iba al puesto de socorro que estaba en lo que hoy es el aparcamiento de Isla Talleres.

Él y sus amigos se bañaban en el puerto, que no era lo que es ahora. Donde está la planta de Endesa, había una turbina que calentaba los motores. Una parte salía adonde actualmente están las torres V Centenario. Lo llamaban el tubo caliente, porque salía agua caliente y era “como un balneario”. Se tiraban al agua de la grúa que había en el faro. Se podía entrar a todas las partes del puerto.

En La Hípica, los militares tenían una playa privada con un alambre de espinos en la arena. Mohamed y sus amigos accedían a la zona de los militares desde el agua. Los echaban y se volvían a meter, como si de un eterno retorno se tratara. Los niños respetaban a la gente mayor bajo la premisa de que, si hacían algo malo, quien los viera amenazaba con decírselo a sus padres.

Cuando se acercaba a ver a su padre a la tienda donde vendía las pieles, se llevaba con él a los chicos del barrio, que se ponían en la puerta para ayudar a los militares a llevar los paquetes al taxi a cambio de 25 pesetas.

Mohamed echa de menos aquellos tiempos, cuando había en Melilla, según sus cuentas, unos 14.000 militares. Cree que era “la mejor época de la ciudad”, que “murió cuando quitaron la jura de bandera, se llevaron gran parte del Ejército y suprimieron la mili obligatoria”. No le parece que exista “un plan B”.

Pasó al instituto, que era privado y francés y donde permaneció cinco años. Como su padre falleció y era de pago, Mohamed no sólo no pudo terminar los estudios, sino que se marchó a Gerona en 1986. En Lloret de Mar, donde aún viven tres hermanas y varios sobrinos, su familia tenía comercios. Allí se sacó el carné de conducir en 1987, en la autoescuela Europa, aunque el examen se hacía por las calles de la capital de la provincia.

Al año siguiente regresó a Melilla. Primero trabajó con sus hermanos en una tienda en la Avenida Juan Carlos I Rey y más tarde abrió la tienda Chinatown Bazar. Compró el local a Juan Martín Gil, quien tenía ahí una tienda que se llamaba Jumar. Su hijo, abogado, todavía está en Melilla. Mohamed estuvo trabajando en ese local hasta 2005, cuando se la compró Zara.

Después de casi 20 años de tienda, ya no tenía más ganas de ella y fue entonces cuando adquirió una licencia de taxi. Hoy en día se mantiene en ese negocio. De hecho, actualmente es el presidente de Unitaxi Melilla.

Con todo, no tiene dudas. Se queda con la Melilla antigua por el buen recuerdo que tiene de su infancia. “Era una ciudad viva y la que de ahora es una Melilla irreconocible para lo que hemos vivido nosotros”, asegura con rotundidad. Afirma con cierta nostalgia que “ningún político tiene la fórmula para rescatar Melilla y que vuelva, sino al 100%, a un 50% de lo que era antes”.

Mohamed ve “mucha incertidumbre”. Un ejemplo de ello son sus dos hijas, que se pasan diez meses del año en Granada. Una ha terminado la carrera de Medicina y la otra está estudiando tercero. A él, le gustaría que volvieran, sobre todo ahora que hacen falta tantos médicos, pero no sabe si lo harán o se quedarán trabajando en algún hospital en la península. Tiene dos amigos que se encuentran exactamente en su misma situación.

Todavía guarda un documento antiguo de la dote en pesetas que su padre –quien murió en 1980 con 63 años atropellado en un paso de peatones- entregó a su madre –quien vivió hasta 2019, con 93 años-, como es tradición en las familias musulmanas.

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