Hasta bien entrado el siglo XIX, Marruecos había permanecido abstraído del mundo reconocido. Los puertos más próximos al espectro occidental, Ceuta y Melilla, eran algo así como dos aberturas cerradas a merced de España. Y emplazados en comarcas en constante rebeldía, estas costas no tenían demasiada atracción para el Sultán emplazado a kilómetros en sus centros imperiales de Marraquech, Mequínez o Fez.
Y entretanto, este entorno de retraimiento despuntó con la ocupación de Argelia por Francia, que desde 1830 afianzó el último bastión de expansión marroquí.
Este escenario se conservó hasta las cercanías de la conflagración con España, cuando Inglaterra percibiendo la amenaza que adquiría su protagonismo en el Estrecho, dio por comenzada una pujante campaña diplomática forzando a España y favoreciendo a Marruecos. La finalización de la ‘Guerra de África’ (22-X-1859/26-IV-1860) punteó definitivamente el desarrollo de la apertura marroquí, al allanar la incrustación financiera británica y francesa.
Por otro lado, el Rif precolonial podría sintetizarse como un Estado de desconcierto opresivo. Si bien, la cabila como célula político-administrativa básica no ha era mostrada como la principal composición social, sus vínculos no pertenecían a parentescos de consanguinidad. Contrariamente, la vida y los nexos estaban coligados a la colisión entre grupos de la misma familia, que, mismamente, establecía el apoyo del sistema de relaciones. Ni que decir tiene, que la posesión de la tierra era lo que realmente diversificaba a los pobladores del Rif.
Así, el cabeza de familia, ‘imagharen’, propietario de la tierra era el único representante del honor familiar y el que alcanzaba el estatus de ‘hombre fuerte’ dentro de la cabila, mientras que su descendencia y protegidos quedaban en una posición de expectativa.
Además, tras el fallecimiento del jefe de familia, la tierra se heredaba y se entablaba la disputa entre los hermanos por los terrenos. Los altercados se finiquitaban en duelos armados entre parientes directos. Luego, la convivencia previsible entre los afines que convivían en zonas contiguas hacía que los combates comenzados se prolongaran en el tiempo. De esta manera, se forjaban otras causas que, a su vez, realimentaban la pugna por razones habitualmente concernientes con el dibujo de las lindes, la apropiación de las aguas más próximas o por cuestiones de las mujeres.
Paralelamente, los hermanos retados buscaban la confabulación de otros sujetos, generalmente lugareños de terrenos adyacentes con sus predecesores enemigos. Por lo cual, esta realidad daba pie a que se constituyesen las facciones que a la hora de la verdad formaban las unidades políticas de la sociedad rifeña.
En cada cabila prevalecían facciones cuyos lazos eran la efectividad de un contendiente común en base al resarcimiento que quedaba pendiente, acomodando un sistema considerablemente activo de combates. Por ende, la facción era más la resultante del juego de la sociedad rifeña que una parte del propio sistema.
Y los efectos desencadenantes no podían ser otros: cada techo se transformaba en un pequeño reducto para prevenirse de las posibles agresiones. Con ello, retornaba el ostracismo de la familia mononuclear en un inmanente estado de guerra y una trama de facciones contrapuestas, plasmada por el procedimiento de alianzas dentro de los parajes donde residían varios integrantes de la misma familia.
Según diversas fuentes consultadas, entre 1880 y 1920, respectivamente, las refriegas por argumentos de herencias entre los rifeños de la cabila de Beni Urriaguel estaban al orden del día.
De ellos, la inmensa mayoría se ocasionaba entre personas de la misma familia, mientras que otros se producían entre componentes sin consanguinidad alguna, aunque desatados de una u otra forma por colisiones directas.
"El rifeño, por encima de todo, sobrevaloraba la apariencia, ensalzaba el valor, veneraban el fusil y honraban cualquier exponente de guerra entre sus planes proverbiales de hostigamiento"
En la etapa precolonial que es la que me lleva a dicho análisis, esta práctica estaba extendida entre las cabilas del Rif Central, los Bocoya, Beni Ammart, Beni Tuzin, Beni Uriaguel y los Tensaman, e incluso se amplió al Rif Oriental.
El asesinato de uno de los desafiados, de acuerdo con la ‘Ley del Talión’, como principio jurídico de justicia retributiva en el que la norma asignaba un castigo que se asemejaba con el crimen perpetrado, obteniéndose la reciprocidad, conlleva el desembolso de una multa, la ‘deuda de sangre’ establecida en unos 2.000 duros hasaníes, aunque se admitían fusiles. La sanción era liquidada en el zoco por la facción ejecutora y recaudada por la autoridad de la cabila personificada por los ‘hombres fuertes’, tratándose de un cabeza de familia ganador de distintos enfrentamientos o de un hombre santo.
Surge así dos piezas vitales en la marcha de la sociedad rifeña precolonial: ‘el zoco’ y el ya aludido ‘hombre fuerte’, distinguido en el argot occidental como ‘notable’, ‘xerif’ o ‘santón’, estribando en las lógicas que le habían alzado a este estatus.
Primeramente, ‘el zoco’ poseía más significación desde la vertiente social que en lo económico o comercial. Este punto emblemático donde se gestionaba la justicia, debía ser tolerado como recinto de paz, así las penas mayores se promovían por infracciones consumadas en el zoco. Asimismo, aquí se congregaban periódicamente los consejos de notables de cada facción en la asamblea comunitaria o ‘yemáa’, que integraba la base del sistema de gobierno de la cabila.
Al igual que asignaba las puniciones, era un sitio de encuentro para negociar otras materias de envergadura, tanto políticas como interrelacionadas con la guerra. Hay que recordar al respecto, que este método de hacer cumplir la ley era completamente diferente al sistema árabe del Caíd.
Esta peculiaridad problematizó la participación española en tierras africanas, porque llevaría tiempo percatarse que el poder en el Rif estribaba en un consejo de notables. De ahí, el distintivo de anarquía democrática y no recaía en un único individuo. La yemáa, congregada lejos de los sistemas de control del Majzén destacaba el amor a la independencia, contrapuesto al mando central, tanto por la familia real alauí como por las oligarquías comerciales, empresariales y políticas.
Por lo demás, el rifeño poseía un sentimiento de Patria bastante exclusivo, siendo rebelde por naturaleza propia y su espíritu combatiente surgía del amor a la independencia para persistir viviendo sumido en sus normas. Esta impresión no ha de mezclarse con el patriotismo, en el sentido occidental de la terminología, ya que el impulso ferviente no rebasaba los límites de su estancia, facción o como mucho, de su cabila.
De acuerdo con lo expuesto hasta ahora, en el sistema tribal la cabila se conformaba como una super estructura política, social y militar, al margen y por encima de lo que para los rifeños configuraba el distante e insólito estilo majzeniano. Llama poderosamente la atención que en la época precolonial y durante el Protectorado, las cabilas bereberes mantuvieron íntegros sus rasgos.
Como destalle de este contexto hay que destacar que en el Rif concurrían zocos de mujeres, que, ciertamente, eran los que evidentemente desenvolvían la actividad comercial y que, en los años precedentes al Protectorado, crecieron como resultado de las revueltas encadenadas, pues sólo las mujeres quedaban libres de asistir a los enfrentamientos y, así, se podían consagrar al intercambio pacífico de géneros y productos.
Y, segundo, los ‘hombres fuertes’ se encomendaban en la gestión de la justicia, maniobrando y manejando la violencia legítima. Su identificación provenía del reconocimiento por el resto de la población, al igual que su linaje era manipulado para robustecer el estatus.
Sin embargo, en el Rif precolonial lo esencial ‘no era tanto el ser, sino parecer’. Así, la aprobación ostensible de ‘los hombres fuertes’ como ‘hombres santos’ por los pobladores de la cabila otorgaba invertir la ‘vox dei’ en ‘vox populi’.
Conjuntamente, a la conceptualización de ‘hombre fuerte’ iba incorporado el de ‘baraka’ o ‘protección divina’. Aunque todos los sucesores del Profeta eran idóneos para ser agraciados por dicha protección, en la práctica únicamente se les reconocía a algunos el ser consignatarios de esta ‘fuerza divina’ que les consentía trascender del orden social y natural de los rifeños.
Por lo tanto, ‘la baraka’ era determinada a todo el que acreditaba ostentarla. Toda vez, que se podía disponer de barakas en tanto se intuyesen las gracias como la de curar, o defender causas concretas, e incluso para la guerra.
De cualquier modo, para llegar a ser ‘hombre fuerte’ había de disponer de una baraka que, valga la redundancia, debía ser reconocida, además demandaba el triunfo en las pugnas tribales. Y para dominar, se requerían más hombres y armas que las facciones contendientes.
La recalada de los europeos incorporó el acceso de suculentas sumas de dinero y armas innovadoras, lo que modificó el sistema de leff o alianzas, profesionalizándolo y forjando un ambiente resabiado que inducía a la violencia. La primicia de reclutamiento se asentaba en la ley del más esforzado y apresuradamente obtenía un elevado estatus.
En el curso precolonial la reciedumbre de un ‘hombre fuerte’ se evaluaba siguiendo criterios como su arrojo físico o las alianzas cosechadas, a la que le seguían los familiares y aliados, el número y la calidad de las armas y riquezas. Estos eran los motivos predominantes para que el guerrero adorase sobre todas las cosas su fusil, el caballo y el dinero. Sobraría mencionar en estas líneas, que estos tres aspectos entorpecieron la intervención de España en Marruecos y constituyó uno de los motivos de muchos de los infortunios militares producidos en la zona.
Los inconvenientes añadidos para desarmar las cabilas pacificadas ocasionaron una controversia política y militar durante la interposición. Cuando definitivamente en 1926 se resuelve despojar a las cabilas, los oficiales de las intervenciones responsables de esa operación, advirtieron que el marroquí por propia voluntad en ningún tiempo antes habría dado su fusil, contemplándose diversos sucesos que prueban hasta qué punto el indígena rifeño se resistía y hacía lo indecible para no desprenderse del mismo.
Es desde este mismo momento cuando con la incautación del armamento, muchas de las artimañas articuladas con la solución de dificultades tribales mediante la represalia, cayeron gradualmente en desuso y el régimen de facciones, así como las tradiciones de moldear harcas, comenzaron a esfumarse y con ello las incompatibilidades de las tribus más conflictivas del Rif.
Así, el instrumento primordial para la pacificación de la acción del Protectorado era el desarme que, ejercido sobre las cabilas en la franja pacificada, según las fuentes consultadas, en 1928 representó la cifra de 61.616 fusiles reunidos.
Paulatinamente, la coincidencia de diversos elementos como las circunstancias del Rif tras diversos años de vendettas, la posición extraída por los notables tras la irrupción de los europeos, el descubrimiento de importantes cantidades de dinero coligado al advenimiento de las empresas, más la coyuntura de negocios sustanciosos, o la obtención de modernos fusiles y otras tipologías de armamento o la viabilidad de conseguir cargos y riquezas como nunca antes, hizo que la propagación de la noticia de la muerte del Sultán Muley Hassan en 1894, se suscitase un estado de anarquía sin precedentes.
Posteriormente, las tribus del Rif y la Yebala se pronunciaron en rebelión y contradijeron cualquier autoridad asignada por el Majzén. De hecho, en todo el territorio donde constase cualquier vestigio de autoridad del Sultán, los caídes del Majzén eran destituidos, expulsados o liquidados.
Ahora, los salteadores salían de sus escondrijos para arrebatar, detener y asesinar a los viajeros y caminantes extranjeros. La incertidumbre alimentaba tales proporciones, que los hombres titubeaban en salir de sus refugios y la violencia atemorizaba la supervivencia de grupos completos.
"En el curso precolonial la reciedumbre de un hombre fuerte se evaluaba siguiendo su arrojo físico o las alianzas cosechadas, a la que le seguían los familiares y aliados, el número y la calidad de las armas y riquezas, como los motivos para que el guerrero adorase sobre todas las cosas su fusil, el caballo y el dinero"
El desbarajuste se declaró directamente en 1898 cuando, tras la agresión de los Bocoya a numerosos barcos europeos, el Sultán apremiado por los actores circundantes, constituyó una expedición de castigo que se definió por el endurecimiento en la represión sobre la urbe de la cabila, aparejando la resistencia del Rif Central contra las fuerzas jalifianas del Majzén.
Esta etapa de desorganización comprendida entre 1898 y 1923, cuando el líder supremo magrebí, Abd el-Krim (1882-1963), cuyo nombre completo era Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi, anunció a los cuatro vientos la República del Rif, se conoció por los rifeños como la ‘ripublk rifeña’.
De este modo, cuando un marroquí bereber del Atlas se refería a este entorno remiso, hacía alusión a la época precolonial como su homólogo el rifeño utilizaba el neologismo ‘ripublk’. A diferencia de otros escritores que corresponden el final de la ‘ripublk rifeña’ en el año 1912, cuando se declaró el Protectorado.
Llegados a este punto, es preciso puntualizar un guion que frecuentemente lleva a confusión. Me refiero a las nociones de la ‘ripublk rifeña’ y ‘Repúblicas del Rif’, porque además de ser completamente contrapuestas, no tienen relación, a pesar del parecido superficial de su vocabulario. Mientras que la primera se presta al tiempo de anarquía antes relatado, la segunda está encadenada al régimen estatal que entre los años 1929 y 1923, fue establecido por Abd el-Krim.
Por otra parte, el término anterior de la ‘ripublk rifeña’ puede ponerse en reprobación, porque el punto de arranque real llegó con la caída de Muley Hassan, considerado como el último Sultán fuerte.
A éste le reemplazó su hijo, el joven Muley Abdelaziz que dado a los indicativos externos de civilización europea, desatendió el gobierno y se contorneó de una camarilla de cristianos.
El nuevo Sultán llegado al trono que tan solo disponía de catorce años, fue ayudado por el Gran Visir Ba Hamed. Y es a partir del retorno de Abdelaziz como la presencia extranjera se hizo más reincidente, percutiendo en las celeridades delictivas con secuestros y asesinatos y la resistencia más punzante, con la extenuación e indiferencia del Majzén que serían más efectivas.
Por ello, a la hora de la verdad puede considerar que la insurrección de los autóctonos del Rif, la ‘ripublk’, no iba a ser únicamente el resultado de las ambiciones expansionistas de las potencias coloniales, sino asimismo y en mayor magnitud, la dinámica contraída en la evolución histórica rifeña y marroquí.
En el relato de Marruecos, era conocido que en condiciones de muerte de un Sultán y que obviamente remolcaba conflictos de poder, se originaran agitaciones en los sectores bereberes valiéndose del enorme vacío producido. El nivel se esparció por el Rif y la Yebala y los enfrentamientos no cesaron entre Abdelaziz, su hermano político y otros aspirantes como Jilali ben Dris al-Youssefi al-Zerhouni, comúnmente conocido como El Rogui o Bou Hmara (1860-1909).
En la cabilas bereberes y en esos medios convulsivos se promovía el desgobierno. Los caídes y bandidos se enredaban y en palabras llanas, lo que en una jornada era una cosa, en pocas horas cambiaba totalmente.
En el caso ceñido de la muerte del Sultán Muley Hassan, Muley Ahmed ibn Muhammah ibn Abdallah al-Raisuli o El Raisuni (1871-1925), sabedor de las astenias del Sultán Abdelaziz, se adueñó de la Yebala, Anyera, Xauen y Ashila, recolectando importantes imposiciones e imponiendo atroces y desmedidas sanciones a los que reconocía como sus súbditos.
En consecuencia, en el período precolonial el rifeño mantenía una composición del español bastante menesterosa, debido a tres raciocinios fundamentales: el primero, por los presidios, segundo, el talante en el combate y, tercero, el irrisorio capital invertido en las ‘Campañas de Marruecos’.
Y es que, durante centurias las plazas de Ceuta y Melilla conocidas como presidios mayores y los demás existentes en los Peñones se llamaban menores, el único referente de las tribus indígenas sobre los españoles eran los renegados, o penados comunes huidos o redimidos y prófugos de los ejércitos.
En otras palabras: individuos de baja facha moral y escasos en formación.
Porque en no pocas contingencias, se había producido la puesta en libertad en masa de reclusos justificada por la falta de abastecimiento, derivado de los temporales o del olvido de los gobiernos, sumidos en conflagraciones con otros estados y sacudidas internas o guerras civiles. Los rastros no podían ser otros: la carestía para las guarniciones y el emporio cautivo que, en muchos momentos llegó a ser más nutrido que la propia guarnición que lo resguardaba.
Al referirme en la forma de maniobrar, o el recelo a las bajas, el automatismo inmoderado de la atracción política, o la falta de acciones puntuales, sin obviar, el desarrollo de operaciones con la carrera masiva de unidades indígenas, creaban un efecto dominó de agotamiento de las fuerzas españolas en los harqueños, frente a gentes dispuestas para la guerra más virulenta.
La tercera de las determinaciones se hallaba coligada a los anquilosados presupuestos para el accionar en Marruecos. Así, paradójicamente, para participar en el complicado teatro de operaciones marroquí, los Gobiernos aglutinaban un único precepto: para Marruecos, ni un hombre, ni una peseta. Ello hizo célebre la expresión inmemorial entre los indígenas rifeños: el inglés pega y paga; el francés pega, pero no paga; mientras que el español, ni pega, ni paga.
Esta realidad se confirma en un hecho constatable en la que se recoge que los partidarios del Raisuni, habían hecho prisioneros a unos españoles y este al observarlos les amonestó, diciendo que les había encargado apresar cristianos y sin embargo le aportaba nada más y nada menos que españoles, demasiado necesitados para solventar el posible rescate.
Este sentimiento de pacifismo pragmático era extendido en todo Marruecos.
Miremos en el Sur del Rif, donde los marroquíes no dudaban en calificar al español como ‘le fauche’, que traducido significa ‘sin blanca’; o en el Norte, al que se le tachaba de ‘boudniquit’, algo así como el que va recosido, o el que en su vestimenta lleva un cosido o zurcido acorde a la guerra de guerrillas.
Lo exiguo de las partidas otorgadas a la acción expedicionaria en Marruecos se puede verificar mediante el cotejo de las concesiones galas. Así, mientras España empleó y monopolizó en 1920 y 1921, entre ciento treinta y ciento setenta y tres millones de pesetas, Francia lo materializó con el doble de individuos y en territorios menos beligerantes, invirtiendo para ello cuatrocientos cuarenta y siete y quinientos veinticuatro millones de francos. O lo que es lo mismo, más del triple que los hispanos.
A resultas de todo ello, el desenlace de la política española es que tanto la predisposición del equipo, como del armamento y el material, le hacía encarnar un retrato infausto de cara a la galería de la andadura africana del soldado español frente a los rifeños, amos y acreedores de la iniciativa guerrera que, por encima de todo, sobrevaloraban la apariencia, ensalzaban el valor, veneraban el fusil y honraban cualquier exponente de guerra entre sus planes proverbiales de hostigamiento.
Finalmente, difícilmente podían pasar inadvertido de este escenario la lucha irregular con elevadas cotas de efectividad a favor de los rifeños, para quien se decía que cada roca es un parapeto.
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