LOS dueños de los negocios que han participado este año en La Feria del Libro ya han hecho cuentas. No se han cumplido las buenas expectativas con las que el pasado miércoles abrían al público sus casetas.
Lejos del esperado incremento del 10% respecto a los resultados de la anterior edición, sus cajas registradoras arrojan unos números inferiores en un 30% a los de 2013.
El buen tiempo, el viento, la necesidad de una ubicación mejor, la celebración del evento a final de mes... Cada cual tiene uno o varios argumentos para explicar qué ha ocurrido. Tal vez alguno o todos sean correctos, pero se olvidan del más importante: La lectura es una forma de ocio en declive. Si en vez de una Feria del Libro se hubiera celebrado (en idénticas circunstancias meteorológicas, en la misma ubicación y en una fecha similar) una Muestra de Videojuegos, Electrónica o Informática, por ejemplo, probablemente los resultados habrían sido distintos. De hecho, una de las propuestas de los libreros es hacer coincidir en el tiempo y el espacio su feria con el Mercado Medieval, que todos los años supera los resultados de la edición anterior.
Para desgracia de los libreros y de la cultura general del país y de nuestra ciudad en particular, su producto está en declive. Muchos de nuestros conciudadanos, la mayoría, no conocen el placer del contacto diario con un libro. Hoy nuestro tiempo de ocio, del que hasta hace poco se había apoderado la televisión, es propiedad de las nuevas tecnologías, de Internet, de los videojuegos... Los verdaderos clientes de los libreros, los que adquieren un libro con el único objetivo de leerlo, son cada vez menos. El fomento de la lectura es una actividad que no está dentro de la oferta de ocio que organizan las instituciones. Sobran dedos de una mano para contabilizar los eventos culturales programados cada año relacionados con el hábito de la lectura. No es frecuente encontrar en nuestro país eventos de calidad que tenga a los libros como protagonistas, más allá de las tradicionales ferias de los libreros.
La prueba más evidente de la continua pérdida de verdaderos clientes por parte de los vendedores de libros es que sus negocios no están entre los más boyantes en nuestra ciudad. Siempre quedará un reducto de lectores, pero hoy no es suficiente para que les cuadren las cuentas. Tampoco son bastantes para contemplar con orgullo en nivel cultural de nuestra población. Sólo cuando el tiempo, la ubicación y la fecha dejen de ser determinantes para los libreros, podremos afirmar que los lectores ya no son una especie en declive. Mientras tanto, sólo será posible contabilizar compradores de libros, que no siempre son sinónimo de aficionados a la lectura.
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