He preferido titular este artículo como ‘Melilla: la última autonomía’ por ajustarme rigurosamente a la historia, fue la última ley orgánica que se promulgó para cerrar el título VIII de la Constitución, hoy hace 5 lustros de su promulgación. Aunque bien pudiera llevar el subtítulo de ‘Melilla: 523 años entre el olvido y la esperanza’, como fiel reflejo de los sacudidas de su historia y del incierto ánimo de su población en este tiempo.
Buena muestra de lo que les digo ha quedado reflejada en los últimos incidentes fronterizos acaecidos en nuestra ciudad. Aunque siendo sinceros, el abandono de nuestra administración central ya se vislumbraba en el abismo de los siglos.
“Con los 2163 Ducados que importa su conservación, podrían mantenerse 4 jabeques de 24 cañones y una galeota o 13 de éstas, sobrando aún dinero para los gastos de evacuación y para construir algunas torres que defendieran la costa”.
Así se pronunciaba la comisión que capitaneada por el Teniente D. Felipe Caballero, fue enviada por el Rey Carlos III para estudiar la conveniencia de mantener la soberanía sobre Melilla.
Corría el año 1764 y la Monarquía española, por entonces, deseaba disponer de todas sus fuerzas para luchar contra Inglaterra, sin que nada le distrajera de tal empresa y en la duda de si los gastos económicos y de tropas dedicadas a la defensa de esta Plaza serían útiles o no, cruzó por la mente del monarca la idea de abandonarla.
La ambigüedad y la permanente duda han sido las constantes de algunos de nuestros gobernantes en relación al futuro de la España africana. Reticencias que incluso han llegado a plasmarse en documentos que, providencialmente, algunos no vieron la luz y otros no llegaron a desarrollarse.
Así la nonnata Constitución Federal de la I República de 1873, en su artículo 2º contenía esta curiosa disposición:”Las Islas Filipinas, de Fernando Poo, Annobón, Coriscos y los establecimientos de África componen territorios que a medida de sus progresos, se elevarán a Estados por los poderes públicos”.
A finales del siglo XX un partido político, sin representación en la Asamblea de nuestra ciudad, en su XII Congreso abogaba por negociar con Marruecos la retrocesión de Ceuta y Melilla. También otro partido de mayor implantación nacional, en el que militaba uno de los homenajeados en el día de hoy, incluyó en su programa para el actual milenio un futuro nada halagüeño para las dos ciudades españolas del Norte de África: “Se ha de ir creando las condiciones idóneas dentro de ambas ciudades de tal forma que cuando llegue el momento adecuado la solución sea lo menos traumática posible”. Se trata de un lenguaje calculadamente anfibológico pero suficientemente explícito como para comprender lo que pretendían insinuar sus autores.
De aquella ciudad indecisa que veía con preocupación su futuro, por la indefinición de ciertos partidos políticos de izquierda, hoy ya sólo queda el recuerdo. Melilla es actualmente una ciudad viva y dinámica, definida políticamente aunque con una endeble estructura económica.
Es indudable que a este fenómeno tranquilizador mucho ha contribuido la aprobación del Estatuto de Autonomía. La aprobación del Estatuto de Autonomía de Melilla conllevó dos hechos positivos para el futuro de nuestra ciudad. Por un lado, como en el resto de las Comunidades, supuso un eficaz instrumento político para la mejor gestión de los intereses de los melillenses, al acercar las decisiones políticas lo más próximo al ciudadano. Pero por otra parte, este Estatuto tenía un plus para Melilla, la encuadró en la nueva estructura política-administrativa del Estado dimanante del Título VIII de la Constitución, homogeneizó su situación jurídica al resto del territorio nacional, ahuyentando el fantasma de las peligrosas diferencias con la metrópoli a la luz del Derecho Internacional.
El Gobierno socialista de la época siempre recurrió a la falta de consenso entre los partidos para aprobar el estatuto de autonomía para Melilla, pero sorprendentemente remite al Congreso un borrador de estatuto que se publica en el Boletín Oficial de las Cortes el 26 de febrero de 1986, con la denominación de Proyecto de ley por el que se aprueba el estatuto de la ciudad de Melilla.
La propia mesa del congreso elaboró un informe en el que sostiene que este Estatuto debe tramitarse como Ley ordinaria porque no viene a aprobar un Estatuto de Autonomía sino a conceder a la ciudad de un Régimen Municipal especial. Afirma que carece de los mínimos requisitos que definen a una Comunidad y que, por tanto, no confiere autonomía política a la ciudad debiendo tramitarse el proyecto como Ley Ordinaria.
Todo cambia tras las elecciones de 1991, en Melilla gana el PP y en el discurso de investidura como Alcalde ya anuncio: “Lograr la autonomía es esencial para Melilla: para integrarse en el modelo de organización territorial por el que optaron los constituyentes, para eludir las definiciones vigentes en la doctrina de Naciones Unidas, para reforzar la posición constitucional de nuestra españolidad, para ser iguales en sustancia a los demás pueblos de España. En definitiva queremos una autonomía para ser, estar y hacer. Para ser españoles de primer orden, para estar en Europa y para hacer una Melilla cada vez más próspera. No regatearemos ningún esfuerzo para conseguirlo”.
Y así fue, ratificamos los acuerdos plenarios municipales reclamando la Autonomía al Gobierno Central, llegamos a acuerdos con Ceuta para caminar juntos en nuestra reivindicación, fruto de ese acuerdo fue la marcha autonómica que celebramos ambas ciudades en Madrid reclamando lo que considerábamos era justo, pusimos en marcha sendas plataformas autonómicas cuya principal obra fue la elaboración de un borrador de estatuto de máximos que se hizo llegar al Gobierno Central.
Dos hechos van a contribuir a que se abra un nuevo y definitivo episodio en esta larga singladura en busca de la autonomía. Uno de ellos es el innegable clamor que surge en ambas ciudades que se mantiene inalterable y vivo en la calle y a través de los medios de comunicación nacionales que comienzan a prestar atención a la causa autonómica melillense. La otra causa es la pérdida de la mayoría absoluta del Partido Socialista en el Congreso de los Diputados, lo que le obligó a prestar más atención a las sugerencias nacionalistas.
El resultado fue que se abrió una interesante mesa de negociaciones en 1994 entre el Gobierno socialista y el PP. Negociaciones que se inician con dos posturas totalmente diferenciadas y distantes. El Gobierno aportaba a la mesa de negociaciones la Carta Municipal presentada en las Cortes en el año 1986 – por cierto, con una sola diferencia, en el artículo 2º había desaparecido el Peñón de Alhucema y las islas Chafarinas como componente del territorio municipal melillense. Mientras, el PP presentaba una relación de mínimos para la aceptación del estatuto. En esta relación de mínimos se incluía:
Denominación de estatuto de Autonomía. Nombramiento regio del Presidente . Iniciativa legislativa. Libre elección de los miembros del Gobierno. Presencia de Melilla en todos los consejos interministeriales. Tramitación como ley orgánica. Capacidad legislativa y designación de un senador autonómico.
El estatuto resultante, como todo hijo de la negociación y del consenso, no alcanzó a contentar plenamente a ninguna de las partes. De las peticiones iniciales del PP, se asumieron todas a excepción de las dos últimas: Capacidad legislativa y designación del senador autonómico. En todo momento, el PP melillense estuvo al tanto de la negociación, no aceptándose nada que no se aprobara por el PP local y su Alcalde.
Como anécdota, comentaré que desde un principio, el Gobierno socialista y el partido socialista melillense se opusieron a la denominación que, inicial y lógicamente, yo acuñé: Ciudad Autónoma de Melilla. Se me refutó que su denominación correcta era Ciudad con Estatuto de Autonomía. Seguí empeñado en mantener la primera definición por ser la más práctica. La polémica finalizó cuando tramitamos el Reglamento de la Asamblea, aprobado por unanimidad en el Pleno, desde el PP cedimos todo lo posible en aras de la unanimidad y porque el título final del documento rezaba: Reglamento de la Asamblea de la Ciudad Autónoma de Melilla.
He de reconocer que cuando agradecí en el pleno al Grupo Parlamentario socialista su aceptación del concepto de Ciudad Autónoma, su reacción no fue nada pacífica. Al parecer, no fueron conscientes o no se apercibieron del título del Reglamento.
Hoy, como ya he comentado, se cumplen 25 años desde su aprobación una gran efeméride que no debe quedar deslucida por la sibilina maniobra de sustituir su festividad por la más trascendente de nuestro aniversario como ciudad española. Son acontecimientos conciliables y necesarios, no habría estatuto de autonomía sin 17 de septiembre de 1497.
Una celebración empañada por una sorprendente sentencia del Tribula Supremo que cercena parcialmente la expansión del Estatuto y que, sorprendentemente, ha contado con la inacción de un gobierno local legal pero ilegítimo por su perversa constitución, un gobierno contra alguien pero a favor de nada ni de nadie. A su solitario presidente actual solo me resta decirle que en lugar de echar a policías locales del pleno, en lugar de cerrar dependencias para que el gobierno saliente no pudiera hacer la lógica transición y en lugar de entrar a la carrera en los juzgados, se debería haber puesto a trabajar ya por esa reforma necesaria del Estatuto que soslaye lo recortado por la justicia.
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