Bueno, tampoco hay que exagerar porque el chiquillo hambre, lo que se dice hambre, no padece. Aunque hay que verlo comer, come más que su padre, Román, y a éste hay que echarle aparte. Pero tiene hambre, Antoñito Criado ‘El goy’, tiene hambre de toro y de vaca brava y de campo y de vestirse de torero. Lo tiene clarísimo, quiere ser torero o, por lo menos, intentarlo, a toda costa. El novillero melillense no pierde contacto con su mentor taurino, Antonio Osuna y tiene preparado su equipaje taurino para viajar de inmediato a donde el de Osuna le diga, quiere recuperar el tono.
Tras la importantísima cogida de Gor –Granada–, Goy se ha recuperado perfectamente en lo físico y en lo psíquico pero le falta recuperar el sitio y el sitio para un torero es fundamental. El sitio y el temple, el saber fijar la embestida, el dar salida al toro para volver a enhebrarlo, en fin, esas cosas que sólo se entienden viendo muchos toros y muchas faenas. El muchacho sabe que no sólo tiene que seguir aprendiendo sino que tiene que recuperar valores y ese proceso de actualización taurina sólo llega de la mano del viaje a los cuatro confines, de matar alguna res de retienta, de domar vacas bravas... de dinero.
Sí porque todo lo anterior es imposible conjugar si no es a base de pasta gansa. Criado procede de una familia humilde y trabajadora a cuyos miembros no les falta de nada, a Dios gracias, pero a la que le sobra poco. Todo el mundo curra en la familia Criado Luque, sólo hay una parada, la perra loca de Rosi, el bicho que no para de dar el follón pero que acompaña a su dueña como si fuera su mejor amiga; por lo demás, cada cual se busca la vida honradamente pero el proyecto de Antoñito es un proyecto de inversión cuantiosa y, puede, que sea a fondo perdido. Claro, esas inversiones, en el caso que nos ocupa, sólo pueden sufragarse a base de imaginación y, tal vez, de algún empujoncito que, de momento, no llega o llega en letras minúsculas. Que cada uno lea como sepa leer.
Aquí no hay campo y el poco que hay no tiene ganaderías, fincas o plaza de tientas. Hay que coger el barco, el coche y disponer del tiempo necesario para encontrar una oportunidad. Los aspirantes a toreros del siglo XXI precisan de mucho bagaje, sobre todo económico y de mejores contactos para medir sus posibilidades reales para convertirse en matadores de toros. Algunos, caso de Adolfo Ramos, deslumbran un día y se granjean un buen apoderado que le pasea por plazas peninsulares; otros –Antonio– tienen que basar su temporada en seis, siete festejos normalmente sin trascendencia a nivel nacional o regional.
Pero Antoñito no pierde la esperanza y, por mejor tarjeta de visita, ofrece su sempiterna sonrisa, blanca, transparente, de amistad. Y la gente que funciona a base de corazón suele tener suerte en la vida. Él se la merece, él y su familia, una familia que sufre lo indecible cada vez que Román le viste de torero, cada vez que le cruje las vértebras para que se sienta relajado en las suertes, embutido en su vestido de torear. Rosi no quiere, Román sí y Antonio Criado, que es el más importante, no piensa en otra cosa que ser torero. Suerte, maestro.
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