Al mismo tiempo que la mascarilla está comenzando a ser menos prescindible en los países ricos, las controversias o disyuntivas del mundo, las de su globalización, vuelven a hacerse evidentes. Apareciendo otra vez la cuestión de si la política y su diplomacia son lo suficientemente eficaces en el escenario de sus propias restricciones. Así, mientras que en Europa el optimismo económico ha remontado el vuelo, en África la situación sanitaria, según la OMS, es “muy, muy inquietante”. En todo este continente solo un 1% de la población está vacunada plenamente. A lo que se suma la constatación, según la OMS, de que entre treinta y cuarenta países en el mundo están siendo incapaces de administrar la segunda dosis. Con el riesgo de que un intervalo demasiado largo entre las dos dosis podría facilitar la aparición de variantes más peligrosas y contagiosas.
De hecho, la variante Delta ya ha recrudecido los contagios en el Reino Unido. Con la paradoja de que mientras Italia ha establecido una cuarentena de cinco días y un test anti-Covid para los pasajeros británicos, en España y Portugal simplemente se anhela su llegada al haber sido excluidos de la lista verde de Londres. Exclusión que supone el tener que guardar una cuarentena para quienes vuelvan de veranear en la península ibérica.
Toda una reciprocidad sesgada ante la incertidumbre, que también ha tenido su escenario en la visita de Biden a Europa. Donde a pesar de las relaciones cálidas entre altos dignatarios, los ciudadanos europeos, aun estando vacunados, permanecen sin poder entrar en Estados Unidos; mientras que, y según el reciente acuerdo entre los ministros de economía del bloque, los estadounidenses sí que pueden entrar libremente en Europa. Y está claro que esta apertura puede beneficiar a los países del sur como España, considerando que los americanos son relativamente grandes consumidores. Pero también lo está que esa política restrictiva al otro lado del charco, afecta a familias distanciadas, a la industria aérea, al turismo o a los negocios transatlánticos.
Pero por si fuese poco, este mismo grado de incertidumbre también ha intervenido en la cumbre de la OTAN, celebrada con motivo de la visita de Biden y centrada en la Rusia armada nuclearmente. Ya que el Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares, respaldado por el premio Nobel de la Paz en 2017, negociado en la naciones Unidas ese mismo año, y teniendo efecto desde principio de este año, se reencuentra con la desvinculación que Jessica Cox, directora de política nuclear de la OTAN, expresa: “Un mundo donde Rusia, China, Corea del Norte y otros tienen armas nucleares, pero la OTAN no, no es un mundo seguro”.
En fin, una desvinculación que, por sus circunstancias, muestra que la política y la diplomacia no pueden hacer nada. Y en esta misma línea de eficacia, se ha abierto la arriesgada posibilidad de apreciar si los indultos concedidos por Sánchez van a encauzar el camino para que, recíprocamente y según el deseo del presidente de la CEOE, “las cosas vuelvan a la normalidad”; o que por el contrario se desvinculen de esa senda. La cual tiene su propio horizonte: las elecciones generales de 2023.
La aventura de Sánchez parece jugar con cierta temperatura y viento a favor: las diferencias entre las facciones separatistas, y sus diversas reacciones. Y la escenografía del movimiento secesionista no ha desperdiciado ni un segundo para comenzar a moverse. Alsina, secretario nacional de la Asamblea Nacional catalana, iza la amnistía, la exención de delito para los indultados y un nuevo referéndum de independencia. Aragonès, enarbola lo mismo y da credibilidad a las negociaciones para un acuerdo conjunto de ese nuevo referéndum. Y Puigdemont rechaza la jugada de Sánchez distinguiendo que está fardando y que no engañará a nadie. Además su partido, Junts per Catalunya, eleva el banderín de que los indultos no son justicia y son solo soluciones personales y no colectivas.
Pero en el desenlace toda esta historia, estará el alma de la identidad social, económica y cultural del territorio. Tal como está sucediendo en dos enclaves mediterráneos como Ceuta y Melilla, que Marruecos no reconoce como españoles. Sin embargo, la propia identidad de estas dos ciudades las vincula además como europeas y situadas dentro del marco de reciprocidad entre los fondos europeos de los que se beneficia Marruecos y la colaboración de Rabat como peón esencial en la lucha contra el terrorismo y el tráfico de drogas.